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17 de marzo de 2004

Enfermarse en el Everest

Por: Roberto 'Paiton' Ariano

Todo sucedió en el espantoso mar de basura que es la cumbre de las vanidades, 'Vanity Fair'. La 'Experdición NeveRest' hacia las tierras del Dalai Lama, invadidas en forma atroz por los chinos, comenzó en Katmandú. Una vez cruzamos el muy mal llamado Puente de la amistad nos topamos con un síndrome puramente 'chibchombiano': la mordida. ¡Qué aberrante! Contamos con un sirdar (un oficial de enlace), una rémora, una insoportable ladilla que a su antojo cuadraba nuestras agendas en el trayecto hacia el Everest. Decidí odiarlo.
Ya todos saben del arduo trabajo en el cerro; 'portear' a la cota 7.000, 'portear' a 7.800, descanso, lectura, lo que comúnmente significa que subíamos por turnos para montar la ruta y organizar un campamento más alto y luego bajábamos al anterior para descansar, mientras que los otros subían. Después de muchos peligros, subí la montaña nuevamente con dos compañeros. La misión que habíamos decidido aceptar sin autodestruirnos en cinco segundos, era hacer un 'porteo' hasta los 7.800. A los 7.600 se me fueron las luces y les dije "final, final, no va más". Retorné a 7.000 y me 'enchipé' (meterse entre el sleeping bag). Tuve el mejor trip de todos los imaginables por la fiebre. Luego, un regreso a mi tienda de 6.400 más tortuoso que la paz de Colombia. La situación empeoró. Fiebres, escalofríos y, lo más grave de todo, un incurable insomnio. Ni el diacepán y el brandy para reventar la pepa eran operantes. Me convertí en un despojo humano, un andrajo ambulante. Tuve que bajar al campo base a recuperarme. Pensábamos que podía ser la recaída de una malaria, pero dentro de mi cuerpo un músculo que cruza todo el abdomen se había desgarrado y un reguero de sangre podrida me inflamaba el peritoneo. Cuando conciliaba el sueño tenía espantosas pesadillas, el yeti me perseguía y buscaba devorarme. Tenía que hablar con el sirdar chinesco para transar con él un transporte del Monasterio de Rongbuck a la frontera con Nepal. A regañadientes socialicé por primera vez con el personaje, que decidió 'vacunarme' con US$400 para 'explorar' la posibilidad de montarme en algún auto y devolverme mi pasaporte. Mi indignación no tuvo límite. Decidí echarme literalmente a morir. Al cabo de algunos días llegó mi compañero 'Langosta' a sacarme. En el valle me vio un médico. Lo procedente era enviarme a Bangkok para ser intervenido quirúrgicamente. Me negué. No quería pasar un par de años lavando platos para poder retornar a la Madre Patria. Logré firmar un documento en el cual eximía de toda responsabilidad a la aerolínea si fallecía en el regreso. La aerolínea tenía la indicación de acomodarme acostado, en cuatro sillas y el vómito sería la señal de mi caducidad. Durante la espera para el vuelo Delhi-Frankfurt, repentinamente empecé a botar una baba blanca como un gozque rabioso. Entré en pánico, pensé en el narrador con ínfulas de burgomaestre, "no me esperen en la casa". Le rogué a mi dudoso escolta que avisara al personal. Fue como hablarle a una tapia, no entendía nada. En Alemania perdí mi cómoda posición y tuve que llegar a Colombia en una silla. No hice más que llorar y despotricar por el incumplimiento de las cuatro sillas.
En la 'Apenas Suramericana' dormí como un rey por primera vez en mucho tiempo, retocé en la cama como lo hice en el vientre materno. Ya fuera de 'Vanity Fair' cualquier cosa era fácil.