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12 de septiembre de 2005

Testimonios

¿Quién se ha llevado mi hueso?

Enfermarse en el extranjero ¿Quién se ha llevado mi hueso?

Por: Luis Fernando Álvarez Molina

¿Que qué me pasó en la cabeza? Es todo absurdo. En julio de 1999 me quedé sin trabajo y decidí hacer a un lado mis diplomas para irme a trabajar como camionero en Nueva Jersey, al mejor estilo paisa. Estando allá, el 23 de enero de 2000, cuando visitaba a mi hermano en Paterson, Nueva Jersey, sentí un fuerte mareo que me obligó a permanecer en cama. Después de varios intentos me levanté como pude, me duché sosteniéndome de la barra de apoyo y me fui a Hackensack, donde vive una de mis hermanas. Allí decidí ir a urgencias del Hackensack University Medical Center, una clínica cinco estrellas en la que una aspirina valía en ese entonces siete dólares y una noche en cuidados intensivos dos millones de pesos. Los médicos me escarbaron la sangre, me sopesaron el corazón y me auscultaron el hígado sin encontrar nada sospechoso, hasta que decidieron hacerme un resonancia magnética del oído medio y allí fue donde detectaron la causa de mis males: un tumor del tamaño de una bola de tenis adherido al hueso frontal izquierdo y creciendo hacia adentro, lo que me generaba los dichosos mareos por estar ejerciendo presión sobre el cerebro. Nombre científico: meningioma.
A pesar de ser benigno, era indispensable extirparlo para evitar no solo los mareos sino eventuales daños posteriores -podía perder hasta las emociones. El doctor Roy Vingan, primera autoridad en materia de neurocirugía en el estado de Nueva Jersey, realizó la intervención quirúrgica, para lo cual fue necesario abrirme la cabeza en dos, de oreja a oreja. Luego fue cerrada con 68 ganchos de cosedora que garantizaban un cierre perfecto del cráneo. Los inmensos dolores posteriores a la operación solo pudieron calmármelos con grandes cantidades de morfina. Dos días después estaba cantando victoria y creía que todo estaba superado. Falsa ilusión. Una vez abierta la "unidad sellada" la cosa se complicó.
El domingo 30 de enero en la noche empecé a sufrir ataques de fiebre y escalofríos. Para el miércoles siguiente los resultados de un examen de sangre revelaron que mi hueso frontal izquierdo estaba infectado por una bacteria "muy negativa". Había que seccionarlo cuanto antes, para evitar una inminente meningitis. El procedimiento, según el doctor Vingan, consistía en volver a abrir el cráneo, de oreja a oreja otra vez, y cortar el pedazo de hueso infectado con una motosierra, con el fin de desinfectarlo y guardarlo en mi estómago para conservarlo en los líquidos orgánicos de una manera higiénica y segura. Esta vez me cerraron el cráneo con hilo de nailon y el cierre seguía siendo perfecto. Como es obvio suponerlo, sin el hueso templando la piel y haciendo las veces de barrera de contención de los cesos, la parte afectada se hinchó casi como si se fuera a reventar. Ahí vino lo peor: después de haber sido dado de alta el 11 de febrero, y al asistir a la primera cita de control el 14, estando en la antesala del consultorio del neurocirujano sentí que algo húmedo bajaba por mi vientre: un chorro de materia corría por mi piel pues en lugar de que el abdomen sanara el hueso, el hueso infectó el abdomen. Internado de urgencia nuevamente, esa misma tarde fui sometido a una nueva cirugía para extraer el hueso de mi abdomen y guardarlo en líquidos químicos en algún lugar del laboratorio clínico.
Durante esta cirugía "detectaron" que tenía una especie de orificio (me habían dejado abierta la fosa paranasal, y esa fue la puerta de entrada de la famosa bacteria) por el cual ingresaba parte del aire que respiraba hasta la parte interna del cráneo. Entonces se dispusieron a realizar una nueva cirugía para taponar dicho orificio. Para ello, seccionarían un pedazo de facia (reemplácese seccionar por cortar, y facia, por pedazo de muslo). Esta vez los dolores postoperatorios eran tan intensos que la morfina no me hacía efecto y fue necesario que me aplicaran un medicamento más fuerte aún.
Aquí fue donde surgió el verdadero problema: mientras esperaba la evolución de esta cirugía y de los cuadros febriles que aún persistían, el médico practicante decidió que ya el cráneo había soldado y procedió a retirarme el hilo con el que me lo habían cosido, con tan mala suerte que por el lado izquierdo de la cabeza, sitio por donde empezó a descoser, se me abrió bruscamente la herida, ante lo cual se vio en la necesidad de volverme a coser, sin ningún tipo de anestesia, de manera agitada y algo chambona, lo que hace que la cicatriz de ese lado sea totalmente diferente a la del lado derecho (que es casi imperceptible). Me cosió como quien remienda un pantalón viejo para realizar faenas de jardinería, con tres puntadas en forma de W vertical que dejaron una cicatriz de oreja a oreja como un arco iris en carne viva.
Esto, sin contar con la verdadera cicatriz, la parte donde falta el hueso, que según varíe la presión cerebral, se ve abollada como un balón de básquetbol viejo o hinchada como un chichón de niño chiquito. Pero lo absurdo de toda esta historia no supera su desenlace. Una vez se desinflamó mi cabeza, quise que me pusieran nuevamente el hueso, que estaría en algún tubo de ensayo de la clínica, extrañando su lugar habitual, extrañando mi cráneo. Aducían razones médicas para no querer ponérmelo, pero por una razón extraña tampoco me lo querían devolver. Yo lo quería para ver si me lo ponían en Colombia, aunque luego me di cuenta de que volver a abrirme el coco por pura vanidad y por 18 millones de pesos no valía la pena. Sin embargo, estaba dispuesto a recuperarlo como fuera. El médico responsable no me pasó más al teléfono y su asistente, que me atendió cuatro veces, dijo que estaba refundido con otros huesos y que de todas maneras tenía que dirigirme a otro despacho, porque no era competencia de su oficina. Caminé desesperado por toda la clínica, grité "no me iré sin mi hueso", le pregunté a un celador cómo podía reclamar mi frontal izquierdo, y él me mandó a hacer fila en la oficina de quejas y reclamos. Allá me dijeron que lo del hueso era con la enfermera en jefe, pero que estaba de vacaciones, que volviera en tres días. Volví, pero la enfermera seguía ausente. Dos días más tarde pude mostrarle mi historia clínica, mis radiografías y los demás papeles necesarios para recuperar el hueso que aún conservo empacado al vacío en una bolsa plástica, como un gigantesco pedazo de chicharrón bogotano, a un costo de trescientos noventa mil dólares que fue el valor total de mi paso por clínicas norteamericanas.

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