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11 de febrero de 2004

Crónicas

Una noche en un bar swinger

El periodista Ernesto McCausland visitó un bar de swingers para medirle la temperatura al tema del cambio de parejas. Crónica de lo que él llama 'lugar de escasos límites carnales'.

Por: Ernesto McCausland Sojo
Bar swinger

Perdonen que les hable pasito, pero este soy yo, el puritano, el alma mojigata y piadosa que estudió la primaria con los sacerdotes agustinos, el bachillerato con los hermanos cristianos y la universidad con los protestantes sureños de Tennessee. Soy yo, quien lo creyera, al que alguna vez vistieron de apóstol, a punto de ingresar a este bar prohibido; un lugar de escasos límites carnales, cuyo discreto aviso, de un tenue aluminio reflexivo, apenas susceptible a la luz fría de la fachada, contrasta con la realidad ardiente que en su interior suele transcurrir.

Y este otro también soy yo, pero el que habla duro -como hablan en las mesas de costeños que escandalizan los restaurantes de Bogotá-, el yo que ha conocido a fondo a más de dos guerreras salvajes, el que en sus primeros años de periodismo experimentó aquellos amaneceres bucaneros cerca al río Magdalena en Barranquilla, en bares de putas viejas que se encueraban con la última luna, cuando empezaban a sonar las sirenas del zarpe matinal; este otro yo, humeante de entusiasmo, se apresta a traspasar los portones del averno tentador; el ‘Mutunus Tutunus‘ de la zona rosa, famoso en el submundo de la noche bogotana, en el que a la medianoche -cuando el termómetro sensorial ya está desbordado- se ha visto a un hombre con su lanza en ristre atravesar la penumbra a toda prisa y ordenar en la barra:

-¡Condóoooooon!

En el ADN Swing Bar, estamos los dos a la vez, como un par de buenos amigos, a la espera de que aparezca la gente. Tantas cosas hemos oído del lugar que nos parece imposible a ambos que en un par de horas esos futones vacíos se llenarán de parejas, criaturas sombrías de la noche prohibida. Sanjuanito, el dueño, y su novia, Eignna, me preparan: primero una rápida vuelta por el sitio, una casa grande de El Lago, cuyo segundo piso ha sido oscurecido y adecuado para el trend de la erodinámica mundial: un bar swinger, templo nocturno de la sexualidad.

Todo está listo para las criaturas de la noche marginal que tarde o temprano tendrán que llegar: los futones, amplios, acolchonados, forrados en tela de algodón, en los que cualquier cosa puede pasar, quizá una tímida masturbación entre una pareja de neófitos, quizá el furor de un polvo público y estridente; el polvo quintaesencial de una noche swinger. La barra, la misma que ofrece condones de emergencia, anuncia sus cocteles: ‘Senos de fresa‘, ‘Orgasmos de chocolate‘. Opto por una soda. Sanjuanito y Eignna me siguen mostrando. Son gente amable y de ropa convencional. Él es un tipo alto, ex alumno del Gimnasio Moderno que habla de sexo con aire casual, como un niño hablando de su tren de juguete. Ella parece guardar un misterio profundo detrás de su par de ojos fijos e inmensos, y poco se inmuta con las frases de Sanjuanito, ni siquiera cuando éste cuenta que la única vez que ha sentido celos, desde que ambos ingresaron a la vida swinger, fue cuando la encontró por accidente besándose con otra chica. "Realmente fue algo muy bobo, superado rápidamente por la buena comunicación que tenemos", me explica. Mis anfitriones conforman una pareja joven, como cualquiera que uno puede encontrarse en la fila del supermercado, aunque en realidad desde hace dos años llevan una discreta vida de tórridas aventuras. Jamás se aburrieron del buen sexo, probaron diferentes opciones de estimulación, hasta que ingresaron al cauce swinger. Hablaron, se pusieron de acuerdo en lo que querían y se lanzaron a conocer parejas. Sanjuanito admite que no es fácil. Si conseguir a una sola persona resulta para muchos toda una expedición en la vida, conseguir dos termina siendo El Señor de los anillos. A través de internet conocieron a algunas parejas. Se hicieron citas en lugares públicos y progresaron en la amistad. Rechazaron a muchas: o a Eignna no le gustaba el calvo de mirada libidinosa, o a Sanjuanito le parecía aburrida la rubia que hablaba más de la cuenta. Hasta que por fin conocieron su pareja. Hubo empatía entre los cuatro. "Era un sitio como éste. Nos tomamos unos tragos y fuimos al cuarto de fantasías y allí en una colchoneta se dieron las cosas. Primero estuvieron ellas dos. Es muy excitante ver cómo tu pareja siente placer estando con otra persona que no eres tú. Puntualmente se dieron besos y caricias. Luego él tocó a mi mujer y yo toqué a la de él. Se dieron besos y nos dimos besos. Luego, sencillamente intercambiamos y cada uno vio a su pareja con el contrario". Al torpe de mi yo puritano se le escapa una pregunta:

-¿Y qué del décimo mandamiento?

-Lo interpretamos desde el punto de vista del amor. El intercambio es de sexo, más no de amor.
Así de sencillo. No hay aspaviento ni dramatismo en la respuesta. Es parte de esta subcultura global cuyos orígenes no están claros, pero que se ubica en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando una cofradía de pilotos norteamericanos terminó por aceptar el intercambio de esposas como una fórmula para conjurar la monotonía de las bases aéreas. De la palabra swinger, que en inglés quiere decir ‘oscilador‘, hay múltiples versiones: algunos aseguran que es una mutación semántica del término que se acuñó inicialmente, ‘wife swapping‘, el cual significa ‘intercambio de esposas‘; otra versión da cuenta de un pastor protestante que en un sermón se refirió a esa gente que anda por la vida ‘oscilando de cama en cama‘.

Observo a las parejas que van llegando, cargando en su historial relatos afines al de Sanjuanito y Eignna. Llegan sin escándalo, suben las escaleras y se pierden en la penumbra. No hay ni supermodelos, ni actores porno, ni cuerpos moldeados en gimnasio. Es gente común, más que todo profesionales jóvenes de los que uno se encuentra en cualquier panadería de Bogotá. Ahí está el sobrepeso discreto de la gran ciudad, la alopecia de nuestro compañero de trabajo, el señor Martínez, gente que en cualquier otro escenario de esa loca urbe no se le estaría escondiendo al brillo de las luces. Otros tienen menos reservas. Saludan a Sanjuanito. Se relajan en la barra a hablar de Uribe Vélez y vainas de ese tipo. No se advierten oscuras intenciones. A esta hora, pasadas las nueve de la noche, el sexo parece estar alojado en un espacio recóndito de la trastienda cerebral.

Hasta que llega un tipo joven, de no más de treinta años, que de lejos es idéntico al maestrico Cañón, cuando éste era la estrella de la media cancha en el Santa Fe. Ingresa al bar con dos muchachas que -ayudadas por la penumbra, acaso por el afán de mito- parecen finalistas de un reinado de belleza. La más alta de las dos, la que más se hace notar, es delgada y lleva vaqueros apretados, además de una ligera blusa blanca. El maestrico Cañón y las dos niñas apenas tienen tiempo de instalarse en una mesa. De inmediato saltan a la pista. Aquel dinámico trío se baila hasta las consignas ardientes que un locutor lanza por los altoparlantes:

"No olviden que este es un bar swinger, donde ustedes pueden sentirse libres y bailar desinhibidamente, donde pueden bailar sin blusa, sin brasier...".

La supermodelo de la penumbra es una provocación con sus curvas pronunciadas. En los merengues veloces es una licuadora en alta revolución. En las piezas más suaves se mueve con deliberada cadencia, llegando incluso al extremo de la incitación, pasándose una mano por un par de senos firmes. Noto entonces que entre las parejas de la barra ya no se habla del presidente, sino que comienza un cuchicheo. Era de esperarse: las señoras han comenzado a referirse a ella como ‘la loba esa‘.

Averiguo lo que está sucediendo.

Las normas del bar son muy sencillas. Solo se admiten parejas y mujeres bisexuales. Pero resulta que el maestrico Cañón ha sido siempre uno más de los de la barra; un hombre casado de los habituales en el ADN, al que suele asistir los fines de semana con su esposa. Pero esta vez se ha venido de juerga con dos solteras de cualquier parte. En el medio swinger -término que implica ‘balance, libertad de movimiento, persona de amplio criterio, casada o soltera, que decide ejercer su libertad de acción en lo que respecta a su vida sexual‘-, el episodio del maestrico no debería suscitar tanta resistencia. Es un tipo más, gozándose a dos guerreras con las que seguramente terminará en la cama franca del cuarto de fantasía, haciendo lo que a mi primer yo le parece abominable, y que al segundo le parece envidiable. Pero resulta que aquello constituye una afrenta, una situación que atenta contra los nítidos postulados de la gente swinger, un hecho que está incrustado en la ética relativa de este movimiento transcontinental.

Sanjuanito me lo explica: "Si uno va a entregarle su mujer a otro, se entiende que debe haber reciprocidad. Si ese al que le entregas tu mujer anda con otras, eso quiere decir que no valora ni respeta tanto a su propia mujer. Por lo tanto, en el intercambio, tú estás dando mucho más.". Con que esas tenemos. Resulta que las normas de este club virtual que el mojigato en mí contempla con horror. ¡son más estrictas que las de un club militar! Hombre que ande con otras, mujer que ande con otros, no son bienvenidos. De la solidez de una pareja dependen las posibilidades de un óptimo intercambio. El maestrico Cañón, por lo tanto, no volverá a tocar mujer ajena; al menos no entre las parejas del swinger puro de ese bar.

Y ahí está el hombre, desconociendo el código, haciendo las paces con su propio libertinaje, bailando con su par de hembras, las cuales -después de dieciocho piezas seguidas- se dirigen hacia la única luz de los confines: el baño de damas.

Mi pareja es una amiga íntima de mi mujer, una barranquillera que vive en Bogotá, a la que me tocó llamar de emergencia a última hora, y con el correspondiente permiso conyugal, para no verme como un pervertido solitario en el universo swinger. Le pido que vaya al baño y las vea de cerca. Luego regresa con su informe:

-¡Qué par de corronchas ho-rro-ro-sas!

Qué vaina. El maestrico Cañón vendió su futuro swinger por un par de cualquieras, así el segundo yo tenga la certeza, contaminada de envidia, y alcahueteada por la oscuridad, de que el hombre la está pasando de maravilla.

Avanza la noche y la penumbra deja ver fugaces secuencias de lo que allí transcurre. Algunas parejas intercambian interminables besos, como quinceañeros que se arrinconan en los teatros vespertinos. Otras, evidentemente, están entregadas al sexo oral. Un caballero mayor, de respetable melena blanca, entra en calistenia con la joven que lo acompaña. Evidentemente la acción final -esa escena en que el héroe enardecido penetra a los territorios del enemigo- no ha comenzado. Entretanto hablamos con las parejas. Cada cual tiene su historia.

En el caso de Chamo y Mona, un matrimonio de evidente refinamiento y que viste a la europea, la movida comenzó hace tres años, en Miami. En el día del cumpleaños de él, ella se presentó con un regalo sensación. No era la colonia fina de otros años, ni la habitual corbata de Hermès. No. Era una mujer, una dominicana de uno con setenta que, según Chamo, se parecía a Catherine Zeta Jones. Ya ellos habían hablado de la posibilidad de un tercer partner y así fue. A Mona se le iluminan los ojos cuando recuerda con pasión la noche en que dejó de ser la única mujer del lecho nupcial. Desde entonces, cuando fueron a Miami Velvet, comenzaron a visitar bares swinger. Lo han hecho a lo largo y ancho de todo el continente y es la única pareja del círculo que ha estado en el famoso bar swinger Les Chandelles de París. A su vez, Odiseo y Terrana, ambos abogados, cuentan que se inquietaron con el tema a través de internet, hoy por hoy convertido en paraíso virtual del mundillo swinger. Tan lento fue el proceso para ellos que duraron cuatro viernes parqueando frente al bar, sin decidirse a entrar. Cuando por fin lo hicieron, e ingresaron al cauce de la abierta sexualidad, su vida cambió. "Nos volvimos más honestos, más estables", me cuenta Odiseo. "La posibilidad de ser infieles dejó de ser un factor de conflicto". Pero hay una línea que Odisea y Terrana aún no traspasan: han tenido contactos suaves con otras parejas, besos, caricias entre mujeres, pero jamás han llegado al punto climático de la sexualidad swinger, ese en que ella tiene sexo con el otro. Terrana, alta, elegante, de fino perfume, dice que no está preparada.

Escucho también historias de otras fuentes del bar. La amiga de mi mujer -con esa pericia que siempre ha tenido para pescar fabulosos chismes- me cuenta que en el fin de semana anterior hubo revuelo por una dama, de cuarenta y tres años, que "hizo el amor" con seis hombres en una noche. Le traslado la escandalosa historia a Sanjuanito, sospechando que no la querrá en este artículo. Sanjuanito me dice que no tiene problemas con la historia, pero sí con el empleo del término "hacer el amor". Me pide que lo perdone por insistir tanto, pero que ellos no hacen el amor. "Tuvo sexo o tiró con seis tipos, pero no hizo el amor. Hacer el amor es solo de nosotros como pareja, un acto de amor, cosa que no lo es cuando nos relacionamos con otras parejas y personas". ¿Reparos morales a que la dama se haya tirado a un equipo de baloncesto, con el primer suplente incluido? "Mi opinión es de respeto y comprensión. Si ellos estaban de acuerdo, y lo hicieron de forma segura, no veo problema", me dice Sanjuanito.

Ya es casi medianoche y el sexo ha dejado de ser aquel asunto discreto de las bodegas del cerebro. Sea ‘Orgasmo de chocolate‘ o aguardiente mondo y lirondo, el licor ha comenzado a electrizar la sangre y la gente se ha ido soltando. Algunas parejas son ahora un solo bulto en la oscuridad, mientras que otras se han desatado en cordiales charlas con los vecinos de mesa, un diálogo entusiasta y con futuro promisorio. Se está dando allí el protocolo del mundillo swinger: la dama a la que definitivamente no le gusta el caballero de la contraparte y se lleva con discreción la mano al arete para hacérselo saber a su marido; el caballero que se está emocionando con la mujer ajena y en cada frase que dice le pone la mano en el muslo; el otro al que no le gusta el atrevimiento y le pide al tipo que se calme. De súbito el animador pide despejar la pista y el maestrico Cañón con sus top models de la selva, así como muchos otros bailadores, desaparecen en la oscuridad. Han llegado Marga y Lucho, la pareja show. Ella no es la mujer fatal que gira alrededor de una barra de metal, de las que mi segundo yo ha conocido en un par de noches memorables; ni tampoco una de esas chicas que se pasan billetes de a cincuenta mil por triángulos afeitados en el grill La Isla de Barranquilla. Por el contrario, despide una sonrisa más bien amable, como si a la prima de uno se le hubiera dado por soltar los amarres de su apacible vida burguesa. Mantiene un cuerpo magro y domina lo suyo con destreza. Lucho, a su vez, va mostrando un músculo tras otro a medida que se despoja de su atuendo de mambo. Lleva la cabeza rapada, quizá -pienso yo aquí- para que haga la combinación perfecta con el gran amigo que se dispone a convocar. Cuando lo hace, y aunque están al otro lado del bar, la amiga de mi mujer comienza a temblar ante la posibilidad de que aquel otro calvo amenazante que ha salido al ruedo llegue a estar frente a ella, a escasos veinte centímetros, como lo está de muchas otras mujeres presentes que lanzan alaridos de felicidad. La amiga de mi mujer se levanta y huye despavorida, dejándome solo en la aventura. Luego la pareja finge sexo en medio de la pista de baile. De la oscuridad brotan gritos de mujer, risotadas masculinas. El sexo de la pareja de artistas, bajo los reflectores, ha sido simulado, a diferencia de otras parejas, en otros bares de menos estirpe, que se trenzan en un duelo genuino, con un electrizante final de carnalidad. Pero eso es lo de menos. La misión de Marga y Lucho se ha cumplido al pie de la letra. De aquí para adelante, mi primer yo se dispone a pasarla mal, mientras que para mi segundo ha comenzado la verdadera diversión.
En los futones ya hay parejas semidesnudas que tiran sin pudor, incluso un par de discretos intercambios. Aparece Sanjuanito y me invita al cuarto de fantasías, donde las cosas hierven a esa hora. Dos columpios eróticos cuelgan vacíos, pero al fondo diviso un par de nalgas que se mueven en un inconfundible ritmo sexual. Es una mujer que está sobre su hombre, sin quitarse la blusa. Entre la música estridente alcanzo a escuchar el gemido de la mujer. Tiene el resto de la ropa aún encima, pero las nalgas blancas van acelerando su movimiento. Las veo claramente, como un astro con luz propia.

Luego nos acercamos a la cama franca, inmensa, casi el doble de una dos por dos. Allí dos parejas, una de ellas Chamo y Mona, han comenzado a aproximarse, con algo de aparente timidez. Primero cada pareja hace lo suyo por su lado. El recinto se va llenando de gente, que observa en silencio. Luego las dos mujeres se encuentran en medio de la cama. Se besan con femenina suavidad, mientras sus maridos observan a cada lado. Poco a poco ellas se van despojando de la ropa. Luego regresan a ellos y tienen su sexo allí, cada uno por su lado, a la vista de todos, sin recato aparente. Esta vez no hubo intercambio, mucho más de lo que mi primer yo está dispuesto a tolerar y, por supuesto, muy por debajo de las expectativas del segundo.

La noche swinger va llegando a su fin, bajo el yugo de la hora zanahoria. Otras cosas pasarán fuera del bar, entre esa corte de gente diferente que va saliendo como en una prohibida procesión del ocultismo. Se habla de fiestas de diez parejas donde todo se vale. Odiseo y Terrana me cuentan que hace poco fueron anfitriones de una en su apartamento y que él terminó de sexo con otra mujer, mientras ella lo contemplaba complacida. Yo me quedo en la barra del ADN con mi soda, mis pensamientos y mis dos irreconciliables yoes. Pienso en lo que he visto y lo confronto con mis expectativas. Había previsto hallar allí la versión bogotana de Somerton, esa mansión de orgías enmascaradas en que el doctor Bill Harford pasa su mal rato, en la última película de Kubrick, Ojos bien cerrados. Y claro que las cosas hierven, unas noches más que otras. Pero aun así, aun en ese mundo de parejas que han decidido liberarse, hay un código tácito, rígido, implacable. Ambos yoes concluimos entonces que hasta para tirar como loco se necesita ética.

SWINGERS EN COLOMBIA
  
Club Sauna Europeo
Calle 76 # 16-2, Bogotá (2o piso)
Cuenta con parqueadero, sauna, zona social, cama franca y pista de baile. Suelen asistir muchas parejas adultas. Hay cover y uno de los requisitos para entrar es el de quitarse toda la ropa y cubrirse con una pequeña toalla. No se admite la entrada de hombres solos.
 

  
Vianter Café Bar
Carrera 77A # 60-51 Bogotá
A pesar de ser un lugar pequeño es acogedor. Ofrece carta de cocteles, tiene computadores con internet y la música es de nivel moderado. Abierto de 10 de la mañana a 10 de la noche (domingo a domingo). A pesar de su fachada, en la noche se prende la rumba swinger.
  

  
ADN Swing Bar
Calle 80 # 14-42, Bogotá (2o piso)
Es uno de los más nuevos de la ciudad. Tiene una zona social con chimenea, un salón VIP, dos pistas de baile, una amplia sala de fantasías con silla y columpios eróticos y un pequeño sex shop. Tiene cover y no se admite la entrada de hombres solos. No tiene parquedero. adnswingbar@hotmail.com
www.adnswingbar.com
  

  
Sin nombre en fachada
Carrera 14A No. 83- 44, Bogotá (2o piso)
Atmósfera tenue, pero con agitada rumba. Cuenta con una pequeña pista de baile, cama franca y zona social con bar. No tiene parqueadero privado, por lo que hay que buscarlo en la zona, que usualmente está bastante congestionada. Tiene cover. No se admiten hombres solos.
  

  
Club Spartacus
Carrera 23A No. 8 A-17, Cali
Fue reinaugurado en noviembre del 2003 y se especializa en las fiestas temáticas. El mejor ambiente se vive las noches de ropa interior. Es uno de los bares nacionales que mejor se promocionan vía internet, gracias a una red de correos que mantienen sus clientes.
  


LOS 8 MEJORES LUGARES SWINGERS DEL MUNDO
  
Paerchenclub Legeres (Berlín) Funciona en una antigua casa de 400 m2 y cuatro pisos que pertenció al embajador de Chile. Abre a las 9 p.m. El costo por pareja es de 47? y 99? para solteros. Los cuartos incluyen sauna, jacuzzi, buffet y bebidas. www.pc-paerchenclub.de
  

  
Fun4two (Amsterdam) Abrió en 1996. Situado a la afueras de Amsterdam en una granja de 1851 declarada monumento nacional. Precio por pareja: 115 ?. Gran atracción: los jardines (en invierno pastan 80 vacas). www.fun4two.nl
  

  
Hedonism (Londres) Los ‘hedonistas‘ alquilan clubes y organizan fiestas swinger por todo el Reino Unido a las que asisten mínimo 200 invitados. Por 20 libras y el pago de una botella de vino la noche queda asegurada. www.hedonism.org.uk.
  

  
Acanthus (Bruselas) Requisito: a las 11 de la noche todos los asistentes deben estar en ropa íntima. La membresía cuesta 12,50?y la entrada por pareja 45?. Si desea entrar solo deberá pagar 75?. www.acanthus.be
  

  
Silk (San Francisco) Para asistir debe mandar una foto suya y de su pareja a host@silkparty.com y si es aceptado encontrará una invitación en su buzón. La entrada cuesta US$80. Hay un salón solo para mujeres. www.puseta.com
  

  
Trapezeclub (Fort Lauderdale) Seis mil pies cuadrados para disfrutar. Único requisisto: hombres, no vestir sandalias ni jeans recortados; y mujeres, ropa bastante sexy. Los sábados, el mejor día, tiene que pagar US$75. www.trapezee.com
  

 
Le Nautilus (Paris)
Una botella de champaña vale 122 ¤ y un vodka, whisky o ginebra se cobra a 12 ¤. A la hora del almuerzo la entrada vale 45¤ y por la noche 60 ¤. Incluye un trago y un reloj como souvenir.
www.lenautilus.net.
 

 
Miami velvet (Miami)
Altamente recomendado por la revista Playboy. Ofrece servicio de limosina o minivan para llegar al sitio. No venden licor. Debe tener 21 años y si le queda gustando, la membresía le cuesta US$250.
www.miamivelvet.com.
 

 

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