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14 de abril de 2003

Testimonios

Profesión: lagarto

El coronel Nolasco Espinal nació para ser "alguien" a toda costa. La vida se le va en correr detrás de los famosos para tomarse fotos con ellos y llenar docenas de álbumes que dan fe de sus hazañas.

Por: Andrés Felipe Solano

Es la tercera vez que visito al coronel Nolasco Espinal Mejía y es la tercera vez que salgo medio tomado de su casa. Como las dos anteriores visitas las hice por la tarde, en esta ocasión cuadro la cita en las horas de la mañana.

Imposible que a las nueve, apenas habiendo desayunado, esté dispuesto a tomarme unos tragos.
Qué poca memoria. Se me olvida lo constante que es este veterano de la guerra de Corea condecorado con la estrella de plata otorgada por el ejército de los Estados Unidos. A eso de las 9:30, después de un tinto preparado por su hermano Jairo ?y varios ruegos?, me estaba tomando la primera copita de aguardiente de las varias que el Coronel me ofrecería mientras me contaba cómo desde hace un tiempo lo ataca una debilidad que a estas alturas raya con la obsesión: tomarse fotos con celebridades.

Nolasco vive con tres de sus ocho hermanos en un apartamento en la calle 53 con séptima. En una de las paredes de la sala-comedor cuelga un cuadro con las fotos de los participantes en la Asamblea Constituyente de 1991. Al lado de cada una está la respectiva firma estampada. El Coronel se tomó el trabajo de recolectarlas una por una. Al lado del cuadro se encuentra la biblioteca donde guarda los álbumes que atestiguan de las décadas enteras en que se ha venido ‘colando‘ a cuanto evento se realice en Bogotá en pos de personajes que satisfagan su extraña compulsión.

Su concepto de celebridad es bastante democrático. Cualquiera que moje prensa o televisión, cualquiera que en virtud de su oficio sea una figura pública, haya obtenido una mínima distinción o visite oficialmente Colombia, merece un espacio dentro de uno de sus álbumes. Allí conviven los príncipes de Grecia con Jeringa y la plantilla entera de Sábados felices. Al lado de Don Fabio Ochoa están las fotos de los últimos ocho presidentes de la República, Daniel Santos, los Magos de Harlem, Raphael y un Felipe González en blanco y negro que le extiende la mano a Nolasco como si estuviese saludando a un dignatario más. "Esa fue tomada a la salida del Hotel Tequendama", como lo fue la de ‘El Juli‘ o la de Alan García".

Hacerse en el lobby de los hoteles con mucha anterioridad, quizá pedir un trago o un tinto, hacen parte de las mañas de Nolasco para cazar a sus personajes. Puede durar sentado varias horas a la espera de la aparición de su presa. "Normalmente agarro el periódico y hago una listica de los que van a venir para que no me cojan con los calzones abajo". Luego averigua el hotel en que se hospedarán o los lugares que visitarán y con la información traza un plan para dar el golpe sin contratiempos. Virtudes de haber participado en la guerra de Corea, la última confrontación en la historia del hombre que implicó la defensa de posiciones, la construcción de fortificaciones, de zanjas de arrastre y alambradas. "Déjeme le explico". Por un momento vuelve al campo de batalla. Lo hace empuñando imaginariamente la bayoneta que lo acompañó como comandante de la escuadra de armas del pelotón de infantería Los Tigres. "El enemigo estaba al frente, en una cordillera y nosotros estábamos atrás, en otra. Desde luego, en esas posiciones defensivas tanto nosotros como ellos luchábamos por tomarnos lo que se llama el observation point". De unos años para acá su lucha es otra.

Se toma lobby tras lobby, salón tras salón hasta llegar a su objetivo: Christian Barnard (el médico sudafricano que realizó la primera cirugía de corazón), la princesa Ana de Inglaterra, Fausto o Jota Mario Arbeláez. Unas páginas más adelante en el álbum, su cabeza descansa sobre el pecho de Claudia Schiffer, el papa Pablo VI le da la comunión, el señor Colombia del año 2000 lo abraza fraternalmente y ríe en medio de los Niños Cantores de Viena. Juan Pablo Montoya y su esposa Connie Freydell lo rodean, Ingrid Betancourt, Pablus Gallinazo y Mario Vargas Llosa posan a su lado, serios, cara contra cara. La excéntrica cantante Grace Jones, que hace unos años vino a Bogotá para presentar su show durante la inauguración de un casino, pasa su mano enguantada por detrás de la espalda del Coronel y la deja caer despreocupadamente sobre su hombro.
"Mirá, esta es una de mis últimas foticos", dice mientras chocamos copas. Lo peor de todo es que el aguardiente esta entrando como bien. Me alarmo un poco. ¿Será que en un par de años yo también estaré mostrándole a alguien mis pequeños vicios, mi debilidad por los zapatos o por mi abuelo, que murió en un duelo y a quien no conocí? ¿Mi propia obsesión con las historias que me cuenta este veterano al que visito por tercera vez? Espero que por lo menos no brinde con tanto apremio como lo hace el Coronel.

Nos echamos otro. Van tres. Mi meta son seis. Si me tomo uno de más me agarrará el guayabo por la tarde y entonces tendré que tomarme una cerveza para combatirlo.

El Coronel me alcanza uno de sus trofeos recientes, la imagen en que sale al lado del secretario de estado Colin Powell sosteniendo la primera foto en que sintió el vértigo de un flash disparado contra él. Aparecen dos de sus superiores y Nolasco cuando era cabo mostrando orgullosamente la distinción que le otorgaron por haberse tomado un sitio estratégico durante la Guerra de Corea, hace más de cincuenta años.

Le pregunto cómo la consiguió, teniendo en cuenta la importancia del personaje y las medidas de seguridad que lo rodeaban. Me mira con una sonrisa, como diciendo desde muy adentro qué poco sé yo de la vida y sus caminos. "Muy fácil. Entré al ministerio de Defensa, allá me conocen porque cada rato me invitan a paradas y cosas de esas. Ubiqué el despacho de la ministra. Sabía que Powell debía entrevistarse con ella a las diez de la mañana, entonces me paré en una esquina del corredor desde las ocho y esperé. Esperé pacientemente".

Lo puedo imaginar estático, con las manos atrás, tocándose cada cierto tiempo el bolsillo de su blazer para verificar la presencia de su cámara. Lo puedo imaginar haciendo recuento de su pasado como militar, de los cigarrillos Pielroja que se fumó en el puerto de Pusán, con la guerrera desabotonada; de la noche en Yokohama que pasó con una geisha en el Cabaret Paloma; de su boda fallida con una venezolana, de la foto que no le dejaron tomar con los reyes de España a la salida del Hotel Casa Medina, uno de sus grandes dolores. Ahora soy yo el que tiene ganas de brindar. Salud, Coronel.


Shakira y Nolasco


Collin Powell y una foto de guerra


La entonces canciller Sanín, el Presidente Menem y el Coronel


La entonces canciller Sanín, el Presidente Menem y el Coronel


Atento a lo que firma el presidente López Michelsen


Muy pegadito a la Schiffer


Me informa que la copa en que estoy tomando la trajo del Japón. "Mirala bien", me dice y voltea la cara. Creo que le hace una seña a Jairo que anda por ahí renqueando a causa de un viejo accidente. Miro el fondo y veo la imagen de una japonesa con los senos al aire nadar en medio del anís. Me turbo. ¿Por qué me estoy emborrachando a estas horas? Y, peor aún, ¿es que acaso un par de aguardientes ya me hacen alucinar? Me lo zampo rabioso. "Vea ahora". La japonesa ha desaparecido. Jairo y Nolasco estallan en una carcajada y yo descanso en secreto ante el efecto óptico.

Pararse de incógnito es una de las tácticas usadas por Nolasco para conseguir su objetivo. Su aspecto de abuelo paisa, entrador y dicharachero, sumado a su condición de veterano le han abierto muchas puertas. Su sagacidad y sentido de la oportunidad también lo han ayudado, como cuando se tomó una foto con Shakira en el camerino del Teatro de Colsubsidio Roberto Arias Pérez. Esa noche ubicó la puerta por donde habría de salir la cantante, una diferente a la que la fanaticada custodiaba. En un momento la abrieron y al menor descuido se metió. Como siempre lo hace, dijo con su mejor acento paisa a qué venía. "Eso es lo principal. Decir que uno quiere una foto y ya. Que es solo un segundito". Sin embargo, en otras ocasiones se ha visto envuelto en largas persecuciones como cuando fue tras Maradona. Después de dar con su hotel y perseguirlo por horas en un taxi, a través de toda la ciudad, lo pudo agarrar con un pie en el avión.
Llego a la pregunta definitiva.

-¿Y por qué lo hace, Coronel? ¿Por qué esa obsesión?
Responde con la mayor simplicidad del caso. Debí suponer que no había una razón ulterior.
-El éxito de una fotografía es quedar uno al pie del personaje. Por ejemplo, si viene una Miss Universo yo nada saco con tomarle un millón de fotos a ella si no quedo a su lado. Busco por todos los medios quedar con ella, que es la gracia de la fotografía. Porque si no... ¿cómo es que es la revista suya...
-SoHo, Coronel.
-Ah, ya. Porque si no yo compraría la revista
SoHo que saca la Miss Universo con todos los detalles y toda la elegancia de una millonaria fotografía pero sin mí.
En últimas, la obsesión del Coronel es por ser recordado y para él lo mejor es que sea al lado de lo que llama grandes luminarias.
-¿Y no hay alguien que se encuentre siempre, que tenga su mismo capricho?
Otra pregunta obvia.
-Pues no sé si tenga la misma debilidad, pero a menudo me encuentro a Yo, José Gabriel.
Medio país lo llama así, anteponiendo ese yo inflado, a punto de estallar.
Pasamos más hojas del álbum. "Me falta Gonzalo Arango. Lástima que se haya ido tan pronto". Siguen Marcel Marceau, Cochise y mil Señoritas Colombia hasta que llegamos a las fotos de la entrega del premio Nobel a Gabriel García Márquez en Estocolmo, su colada más famosa.
En diciembre de 1982, apenas se enteró por el periódico de que el escritor se había ganado el Nobel, Nolasco sacó del banco la parte de la liquidación que le quedaba y se fue derecho a una agencia de viajes a comprar un tiquete para Estocolmo.

Con la cuenta en ceros el Coronel armó una maleta y se fue al aeropuerto El Dorado. Allí se embarcó en el mismo vuelo de Avianca donde viajó la comitiva oficial que acompañó a Gabo en la entrega del premio.

El 7 de diciembre, montado en un jumbo rumbo a Estocolmo, un familiar de Gabo le puso un dedo sobre el pecho y le preguntó:
¿Qué papel cumple un militar en todo este paseo?
-Pues mirá, yo voy a acompañar a Gabriel García Márquez a la entrega del Nobel y de paso a conocer Suecia. Mis señas son estas. Si querés podés confirmarlas.
Acto seguido le extendió una tarjeta con un paracaídas rojo timbrado en el extremo izquierdo, la misma que le ha entregado a través de los años a todos los personajes con los que se ha tomado una foto. Temió que lo bajaran, pero después de hacer las averiguaciones correspondientes Nolasco se convirtió en uno más de la comitiva.
Sus compañeros en el vuelo con escalas en Madrid, París y Frankfurt, y que duró 20 horas, fueron Álvaro Castaño Castillo, Gloria Valencia de Castaño, Álvaro Mutis, Guillermo Angulo y Rafael Escalona, entre otros. Con ellos participó de todos los actos que se le ofrecieron al escritor, incluida la recepción que en su honor dio el Rey de Suecia, con quien obviamente se hizo fotografiar avergonzando a más de un quisquilloso. Así lo refiere Alexandra Pineda, la enviada especial que cubrió la noticia para El Espectador en su escrito fechado el 12 de diciembre de ese año, publicada en la pagina 11A: "En fin, tal vez las únicas notas desagradables y, por cierto, de ingrata recordación, se relacionan con esta manía casi que inherente a nuestros compatriotas de violar los protocolos milenarios con el desparpajo más asombroso y una audacia que no existe, de seguro, en ninguna otra parte del mundo". El diario sueco Dagens Nyheler también recogió la información, pero fue menos inclemente al saber que se trataba de un veterano de guerra y, para más señas, un coronel.

Nolasco se tomó varias fotos con el escritor, unas durante los desayunos ofrecidos en el Grand Hotel, donde se hospedó García Márquez; otro par en el aeropuerto Skavsta de Estocolmo y desde el balcón en el Palacio del Ayuntamiento durante la entrega del premio. "Al banquete no pude entrar porque no llevaba frac".

El Coronel se para de su asiento y va a poner de nuevo el disco de Richard Clayderman que sin falta reproduce en su grabadora cuando recibe una visita o que por lo menos siempre pone cuando voy yo. "También tengo foto con él", grita mientras manipula el aparato. "Ahorita le muestro el álbum de la constituyente. Son como ciento y pico de fotos que me tomé con los participantes". Me niego. Eso significaría ir a la tienda de la esquina por otra media de aguardiente.
Aprovecho para avanzar más en el álbum que hemos estado viendo. Encuentro que la obsesión del Coronel no diferencia tampoco entre la vida y la muerte. Lo veo asomándose al féretro de Carlos Pizarrro, al de Bernardo Jaramillo Ossa, al de Jaime Pardo Leal y, de negro, en el entierro de Alberto Lleras Camargo.

Más adelante quedo boquiabierto. Tampoco separa lo mundano de lo divino, a juzgar por una foto en que está junto a un Cristo acostado y sangrante.
-¿Y esto, Coronel?
-Es el Cristo que está en la Iglesia de San Pedro Nolasco. Tenía que tomármela. Imaginá, yo que creía que no había más Nolascos en Colombia y me encuentro con éste.
Jairo sale de la cocina y avisa que el almuerzo se servirá pronto. Estamos en seis aguardientes, mi límite. El Coronel va al baño por tercera vez. "Es que hace rato que me viene molestando la próstata", explica.
Con peligro veo cómo Jairo toma su lugar en la sala comedor.

-¿Otrico?
-El de irme -digo con remilgo.
El Coronel vuelve. Trae consigo una cámara. Me paro. Estoy algo mareado, los últimos dos guaros fueron en línea. En la grabadora suena un Claro de Luna bastante almibarado. Empiezo a soñar con la japonesa y sus tetas al aire. Frente a mí hay un papiro egipcio de esos que venden en Casa Estrella. A su lado una colección de mariposas con las alas descoloridas.
-Felipe, quiero una foto con usted.
-Pero, Coronel, yo no soy famoso.
-Pero lo va a ser y además va a tener su platica. Yo sé que sí.
-Dios quiera.

Hacía rato que ninguna frase me salía tan profundamente del corazón. La verdad, me asusta un poco esto del periodismo independiente, que además de no dejar mucha plata, ahora que lo pienso bien, es una coartada más para tomarme unos tragos en cada entrevista que hago.
El flash me atonta. El adiós es largo y entre promesas de nuevas visitas me clavan otro aguardiente. Me despido y salgo del apartamento respirando hondo. En la calle hace un sol agradable y hay algo de viento. Es casi la una y me siento extrañamente feliz. Creo que tendré que llamar a un amigo para invitarlo a una cerveza helada y hablarle de mi nuevo encuentro con el Coronel.

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