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21 de septiembre de 2012

Testimonios

La vez que gabo se convirtió en el niño dios

En 1999, cuando yo le estaba haciendo un perfil para la revista norteamericana The New Yorker, Gabo se quejaba de ciertos aspectos de la fama que él ya vivía.

Por: Jon Lee Anderson

En 1999, cuando yo le estaba haciendo un perfil para la revista norteamericana The New Yorker, Gabo se quejaba de ciertos aspectos de la fama que él ya vivía.  Un día, sentados en su apartamento en Bogotá, me enseñó un montón de correspondencia. Con expresión de agobio, dijo: “Todo esto son invitaciones”.  Había una en especial que lo sacaba de quicio y que me comentó en voz alta. Era una invitación de una asociación de abejeros del sur de Francia. Querían que Gabo los acompañara en su conferencia anual. “Me dicen que si yo voy, me dan el equivalente de mi peso en miel —exclamó—. Te pesan en público, y luego llenan unos jarros con la miel. Y te los llevas”.

Tiró la carta con un gesto teatral de desprecio. “¡Mi peso en miel! ¿De dónde sacan estas ideas?

Podría pasarme la vida haciendo cosas así en lugar de escribir”.

Lo más chistoso fue que, dos o tres años después, en un viaje a España, abrí El País y vi un artículo con una foto de Mario Vargas Llosa. Él había sido honrado por los mismos abejeros franceses que habían intentado seducir a Gabo, y, tal como prometieron, le habían dado —en esta oportunidad al novelista peruano— su peso en miel. Vargas Llosa, a su vez, había agradecido a sus anfitriones mieleros con una cita que dignificaba el acto y el premio mismo, algo así como: “Esta miel, néctar de los dioses de antaño, es de lejos el mejor regalo de mi vida”.

Me morí de la risa y me imaginé que Gabo también lo estaría, y más quizá, supuse, porque la enemistad entre los dos novelistas —o la enemistad de Vargas Llosa con él, porque no me imagino a Gabo odiando a nadie— era legendaria. No me acuerdo de haberle preguntado a Gabo sobre el incidente de 1976 en Guadalajara, México, en que Vargas Llosa le profirió un puñetazo y le dejó un black eye. Fue el momento en que la amistad entre ambos escritores se rompió para siempre. Nunca me pareció el aspecto más importante de su vida; lo menciono aquí nada más para ilustrar la relación entre Gabo y su fama, unos 17 años después de su premio Nobel, cuando él tenía 71 años de edad.
Por razones de seguridad, Gabo mantenía un perfil bajo en Colombia, y cuando salía, era en un carro blindado, pero viejo y ordinario, que no llamaba la atención. Los cristales eran ahumados, así que nadie podía mirar adentro y saber que ahí, en ese carro, iba el Nobel. Pero donde quiera que se asomaba en público, causaba conmoción. Parecía que todos los colombianos lo reconocían y lo apreciaban. Una tarde, caminando con él en un parque residencial, afuerita de su edificio en Bogotá, los otros caminantes le reconocían, y con gestos de felicidad y ternura, lo aclamaban desde lejos, pero manteniendo una respetuosa distancia, como si comprendieran que él necesitaba una vida privada. Él respondía a estos gestos con una sonrisa y un saludo de mano.

No es que Gabo se escondiera de la fama como tal, ni tampoco que la despreciara: lo que no le gustaba era que le quitara tiempo, porque tenía presente que el reloj de la vida corría. Una vez me preguntó cuántos años tenía. Cuando le respondí —en ese momento tenía yo unos 42—, él pegó un grito de genuina alegría y dijo: “¡42! Qué maravilloso”. Sonriente, dijo: “Chico, lo que daría para tener 42 de nuevo”.

La vida de Gabo era sumamente discreta. Se movía detrás del telón público con gente de mucho peso, y era amigo personal tanto de Bill Clinton como de Fidel Castro o del presidente colombiano Andrés Pastrana: de todo un elenco de hombres y mujeres con mucho poder que lo admiraban y querían. El resto del tiempo lo pasaba escribiendo o leyendo, con su esposa, Mercedes Barcha, moviéndose mucho por el mundo, sobre todo, entre sus casas en México, Colombia, Cuba, España y Francia, pero realmente apareciéndose poco en público.

Había notables excepciones a su hábito de discreción. Nunca olvidaré la alegría de Gabo en la fiesta pública para su cumpleaños 80 en Cartagena, en 2008. Estaban ya presentes los expresidentes colombianos, el rey Juan Carlos y la reina Sofía. Entonces llegó Bill Clinton, y cuando apareció, Gabo se rio como un niño y levantó los dos brazos al cielo como Rocky Balboa. Era una coronación única al niño prodigio de Aracataca, homenajeado en su propia tierra por los más poderosos del mundo que venían a verlo y a agasajarlo como si los tres reyes magos llegasen a ver al niño Jesús. Nadie podía culpar a Gabo por sentirse orgulloso ese día, ni tampoco unos días después, cuando, almorzando en familia en un restaurante, lo abordaron unas 40 atractivas mujeres entre los 30 y los 40 años —Yummy Mummies, como dicen en Inglaterra— y lo envolvían de suspiros y abrazos y besos y querían tomarse fotos con él. Ahí estaba, como un rey con su harem, durante unos 15 minutos. Gabo tenía la misma cara felicidad del día de su cumpleaños: el risueño, canoso chico de Aracataca, con un gesto que decía “que suertudo soy”. Y después del almuerzo se fue a su casa, frente al mar, y se puso a escribir, como siempre lo había hecho.

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