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21 de septiembre de 2012

Testimonios

Mi taller de periodismo con Gabo

Al evocar los tres días del taller, me sorprende descubrir que no tengo casi memoria visual de lo que pasó. Recuerdo, eso sí, la jovialidad del escritor, su bonhomía, su actitud relajada, su sonrisa franca y sobre todo la generosidad con la que nos contó una historia tras otra.

Por: Andrés Grillo
Fotografía: Archivo Particular

A finales del verano de 1995, doce periodistas latinoamericanos y españoles nos concentramos con sigilo en la Residencia La Cristalera, la sede estival de la Universidad Autónoma de Madrid, en el municipio de Miraflores de la Sierra, a 50 kilómetros de la capital ibérica. El clima fresco de montaña y el apacible paisaje de pinos y robles que rodeaba la edificación crearon el escenario ideal para el objetivo que nos había congregado: escuchar a Gabo hablar del reportaje y la crónica.

Un año antes, el escritor había creado en Cartagena la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), una institución con la que puso en práctica su idea de utilizar una nueva pedagogía para enseñar lo que él considera “el mejor oficio del mundo”. Tan comprometido estaba con la causa que asumió con el celo de un apostolado que este era el segundo taller que dictaba —el primero lo había dado en Barranquilla— en menos de cinco meses.

Yo trabajaba entonces en Cambio 16 Colombia y acababa de ganar el Premio Simón Bolívar. Estos dos hechos, sumados a la amistad del Nobel con Patricia Lara, la dueña de la revista y una entusiasta seguidora de la Fundación, fueron mi carta de presentación para que Jaime Abello, el director, me invitara al taller en España. Lo curioso del caso, o la justicia poética si se quiere, es que el texto con el que había ganado estaba inspirado en un cuento de Gabo: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.

Al evocar los tres días del taller, me sorprende descubrir que no tengo casi memoria visual de lo que pasó. Recuerdo, eso sí, la jovialidad del escritor, su bonhomía, su actitud relajada, su sonrisa franca y sobre todo la generosidad con la que nos contó una historia tras otra. Su voz, su entonado acento, tenían un efecto hipnótico en nosotros. Gabo era como un hechichero con la tribu reunida en torno a él, pendiente de sus palabras.

Como si quisiera reforzar nuestra vocación, aseguró de?entrada que contarle a la gente las cosas que les suceden a otros es “el mejor oficio del mundo porque se vuelve un vicio: el vicio de narrar”. Nos dijo que se había retirado a los 35 años del periodismo de cierres y horarios estrictos: “Para mí, la esclavitud del lead se acabó”. Sin embargo, reconoció que siempre en este oficio “uno escribe a última hora, cuando se lo llevó el carajo”. Confesó que nunca había hecho una entrevista, del tipo de las que aparecen en los medios de pregunta respuesta, “porque no la sé hacer. No tengo corazón para decirle al entrevistado ciertas cosas que hay que decirle”.

Gabo definió el reportaje como “un cuento que es verdad”, y lo elogió porque tiene el “dato humano que le falta a la noticia. Hacer reportajes grandes de la noticia de la semana es la única manera de competir limpiamente con la radio y la televisión”. Puso como ejemplo de lo que decía y nos recomendó el clásico Hiroshima, de John Hersey. También habló del cuento ‘La muerte en Samara’, de Las mil y una noches, y mencionó a escritores como Juan Rulfo, John Dos Passos y Hemingway.
La guinda del pastel fue la lectura que hizo del primer capítulo y un poco del segundo de Noticia de un secuestro, el libro en el que había trabajado los tres años anteriores y estaba listo para ser publicado. Un reportaje en el que contaba la historia de los diez personajes secuestrados por Pablo Escobar para presionar al gobierno a acabar con la extradición.

Gabo comentó emocionado que había sido “fascinante volver al periodismo en sus propias condiciones” y bromeó con que “el día que a ustedes un periódico les pague tres años por hacer un reportaje sabrán lo delicioso que es el periodismo”. También nos dijo que creía que iba a demostrar “que su libro reportaje es más fantástico que cualquiera de sus novelas”.

El día señalado, el Nobel llegó al salón de conferencias vestido con una camisa roja y una chaqueta de paño de cuadros. Sentados alrededor de una mesa rectangular, en medio de un silencio catedralicio, Gabo comenzó a leer: “Antes de entrar en el automóvil, miró por el hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer…”.

No sé cuánto tiempo leyó. La cadencia de su voz se interrumpió por segundos solo cuando realizó correcciones sobre el papel. El día anterior, él nos había dicho que “la escritura es una forma de hipnosis. Por eso, hay que ir en puntillas, con mucho sigilo, para no despertar del trance a quien tiene agarrado”. Cuando terminó, nadie dijo nada en el salón de La Cristalera. Yo sentí que la escritura de Gabo acababa de pasar sobre nosotros en puntillas, con mucho sigilo, y todavía no salíamos del trance.

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