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21 de septiembre de 2012

Testimonios

El fiestón que hizo Gabo en Estocolmo antes del Premio Nobel

Gonzalo Mallarino tuvo la oportunidad de viajar a Estocolmo para vivir junto a Gabo y sus amigos más cercanos, la celebración del Premio Nobel. ¿Cómo se vivió esa gran fiesta? Acá se lo cuenta.

Por: Gonzalo Mallarino
Fotografía: Archivo Particular

Mi mamá, que era antioqueña y aterrizada, cuando supo que Gabo la había invitado con mi papá a Estocolmo, dijo que no se metía ese viaje en avión ni de peligro. Por eso acabé yendo yo. Y allá fuimos a dar. Éramos muchos, tal vez 100, y Avianca prestó un avión para que viajáramos todos juntos. (Los versos que escribió Gabo de niño)

A Gabo y a Mercedes los había visto en mi casa desde chiquito. Eran los amigos de mi papá, como decir Mutis y Carmen, o Álvaro Castaño y Gloria, o Alejandro Obregón, o Bernardo Hoyos, o Gómez Agudelo, o Carranza, o Bodoque Caro, o Fernando Caycedo, en fin, los amigos que iban a la casa. Mutis se reía muy duro y me despertaba cuando yo era pelado. Eso me asustaba mucho.

Bueno, nos fuimos entonces todos en un vuelo a Madrid, cantando y tomando trago como si fuéramos para Melgar de paseo. En el avión no iban solo los cachacos; iban también, desde luego, los costeños, como el maestro Escalona; Yiyo García Márquez y la Llanera; la Cacica Consuelo Araujonoguera, con esa sonrisa tan bella que tenía; Leonor González Mina, con un niño muy gracioso; Totó la Momposina; los hermanos Zuleta; una compañía de baile de Barranquilla en la que bailaba una mujer de la que nos enamoramos todos, llamada Marta Miranda (¿qué habrá sido de ella?), y muchos más. (La vez que Gabo se convirtió en niño Dios)

Solo en Estocolmo veríamos a Germán Vargas y a Susy, o a Alfonso Fuenmayor y Adela, o a la Tita Cepeda Samudio. No me acuerdo ahora en dónde nos encontramos con otros como Hernán Viecco o Claudio Arango, pero tengo presente que D’Artagnan, el periodista, iba furioso desde Bogotá, porque creía que íbamos a hacer el oso. 

En Bogotá, por lo menos en algunas partes, no querían mucho a Gabo, porque era costeño y porque era el escritor más famoso del mundo, y eso les daba un poco de rabia. Nosotros queríamos mucho a Gabo, porque él quería mucho a mi papá, desde que se conocieron siendo muy jovencitos. Y así era con todos, con la totalidad de los amigos; lo que guía a Gabo es el afecto, nada más. Gabo ha sido siempre un tipo amoroso y generoso con sus amigos, hasta un punto inconcebible, muchas veces sin que ellos mismos lo sepan. Cuando Gabo se ganó el Nobel, genuinamente nos lo ganamos todos, así sentimos la cosa. ¡Qué felicidad tan berraca!

Amanecimos en Madrid, entonces, y allá nos encontramos con Gabo y Mercedes, que venían de París. Gabo estaba como si nada, contento, mamando gallo, sin darse aires ni nada. Estaba feliz, muerto de la risa de ver el cataclismo que había producido

—Ustedes, felices, ¿no? —nos dijo a todos—. Como al que le toca torear es a mí...
Después de unas horas de escala, otra vez al avión. Cuando llegamos a Estocolmo, ya era de noche y unos automóviles negros y angustiosamente veloces nos llevaron a la ciudad a través de la estepa congelada y nubosa, poblada aquí y allá de unos árboles oscuros y sin hojas. Unos invitados fueron llevados al Grand Hotel, frente al lago oscuro y helado, y otros, a un hotel menos espléndido pero con el nombre increíble de Hotel Amaranten, como la Amaranta de Cien años de soledad (me pregunto si Gabo se acordará de eso, de esa especie de círculo poético, de elipse de su destino vital, que se cerraba así, mágicamente). Allí me encontré con dos manes de mi edad, los únicos de la comitiva, Gonzalito García Barcha y Mauricio Vargas, con quienes jodimos mucho, tomamos trago, nos reímos. La cosa es que todos los días nos acostábamos muy tarde, ya al amanecer, y nos levantábamos a las tres de la tarde y ya era de noche otra vez. No vimos la luz del sol como en una semana, pero no importaba; teníamos 20 años y veníamos, además, a coronar a nuestro campeón mundial. 

El primer acto oficial fue el discurso en la Academia Sueca de las Letras, la víspera de la ceremonia en el Teatro de la Ópera. Tuvimos que correr mucho porque mi papá no aparecía y era el único que sabía hacer bien el nudo del corbatín. Por fin apareció y lo llevaron a la suite de Gabo, donde estaba el Nobel con su chaqueta de cenar y en calzoncillos, aguardando a mi papá y mirando el reloj. Bajamos todos a la calle y en unos busecitos nos llevaron a la sede de la Academia. A lado y lado de la calle, a lo largo de las cuadras previas, centenares de manifestantes con carteles condenaban a los yanquis, o a la OTAN, o cosas así, propias de la política internacional, pues siempre hay alguna bellaquería que denunciar en el mundo y ese instante de la entrega del Nobel es propicio. (Gabo y cada uno de sus repentismos)

Contra Colombia nadie dijo nada. Los suecos, simplemente, no habían visto nunca nada igual. Esa cantidad de gente, esos negros, esos indios, esos blanquitos tercermundistas, felices en medio de ese frío, bailando, tocando el acordeón, con sus gorros blancos y sus guantes y sus ruanas y sus maracas. Salimos todos los días en la prensa. Recuerdo a Poncho y a Emiliano Zuleta cantando sus vallenatos, a Totó cantando Aguacero de mayo, a la Negra Grande bailando sus cumbias, en fin…

Al otro día fue la entrega del premio en el Teatro de la Ópera. Gabo, sereno, en su liquilique. Y la reina brasileña, que miraba todo en silencio y tenía la piel y los ojos tan bellos. Después del acto dieron ese banquete tan elegante, en el que se sentaron más de 400 personas. Yo no pude ir a la cena, porque a Susy, la mujer de Germán Vargas, no la pusieron en la mesa por error y mi taita me dijo que le cediera mi puesto. Desde luego, lo hice contento. Después, nuestra fiesta, en la suite de Gabo, fue apoteósica. 

Y se acabó la cosa. Ahora me acuerdo de la cara de desasosiego de Mutis en el comedor, la última noche, porque se le derramó en el mantel blanquísimo la copa de vino español que se estaba tomando. Quedó ahí el vino. Manchando el mantel. Nos dimos cuenta de que el alborozo había terminado, de que ya nos teníamos que ir. (Cómo Gabo se convirtió en mi mejor amigo)

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