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21 de septiembre de 2012

Testimonios

Nuestro viaje a Grecia

Álvaro Castaño Castillo, uno de los hombres que ha tenido el privilegio de vivir más de una anécdota junto a Gabo, nos contó la historia de aquel viaje a Grecia que hicieron juntos en 1982, con el pretexto de celebrar su cumpleaños número 62.

Por: Álvaro Castaño Castillo
Fotografía: Archivo Particular


El minucioso y cálido homenaje que le hizo La W Radio a Gabriel García Márquez con motivo de sus 85 años de edad y los comentarios que de dicha emisión me hizo mi hija, la periodista Pilar Castaño de Uribe, han movido el reflector de estas memorias hacia el nombre del Nobel colombiano.
En efecto, pienso que este fervor por Gabo durará mucho tiempo y es seguro que no va a terminar. Pilar estaba conmigo en mi oficina de la HJCK, cuando me llamó Julio Sánchez Cristo para pedirme que le narrara una anécdota sobre mi amistad de muchos años con Gabriel García Márquez. Al finalizar la entrevista telefónica, mi hija me dijo: “¿Ves, los periodistas saben que eres amigo muy cercano de Gabito y que en la HJCK guardamos muchos testimonios de tu amistad con él”.
Mi hija tiene razón; Gabo ha sido uno de los personajes persistentes de mi vida y de la vida de esta emisora que tanto amo. Los archivos están empapados con el nombre de Gabo. En los primeros tiempos de la HJCK, él fue un personaje decisivo.
Pero dejemos que sea él quien lo diga. Voy a tomar un fragmento de la entrevista que concedió en 1990 a nuestra colaboradora de entonces, Alejandra Buitrago, advirtiendo a los lectores que fue registrada dentro de un automóvil, que atravesaba las calles de Bogotá con todos sus horrores:
—Maestro Gabriel García Márquez, muchas gracias por regalarnos unos minutos para la emisora HJCK de la cual usted ha sido miembro desde siempre.
—Fundador.
—Miembro-fundador. ¿Nos quisiera contar cómo fue ese tiempo en que usted colaboraba en la emisora, usted era muy joven, y cómo eran esas colaboraciones?
—Bueno, primero, todo el mundo era joven y fue cuando Álvaro Castaño y Gloria se embarcaron en la aventura de hacer una cosa que se llamaba “La emisora de los intelectuales”, en la época del porro y de los grandes boleros, decidieron hacer una emisora donde solo se transmitiría música clásica y se hablaría solo de temas culturales. No hay que decir nada más. Hay que darse cuenta de que 40 años después todavía siguen haciendo lo mismo y lo siguen haciendo muy bien para descubrir lo acertada que era la idea.
Ahora, ¿cómo caí yo en eso? Por lo mismo que he caído en tantas trampas eternas, por la amistad. Álvaro Castaño y Gloria eran amigos míos a través de Álvaro Mutis y Gonzalo Mallarino. Entonces, Álvaro Mutis me los presentó y fue una especie de amor a primera vista. Desde entonces no hemos dejado de tener comunicación. Y la colaboración en ese momento era mucho más espontánea que ahora —me refiero a la colaboración— porque a toda hora, de día o de noche, en las fiestas o donde estuviéramos, estábamos inventando cosas para la emisora.
Y como era una pandilla en la cual había nombres que ya son descomunales en este país: Jorge Zalamea, Eduardo Zalamea, los grandes poetas de Piedra y Cielo, Eduardo Carranza, Jorge Rojas… yo era el benjamín, aunque no demasiado benjamín, la diferencia no es muy grande. Pero era más que todo el benjamín en el sentido de que acababa de llegar de la costa, entré a la universidad y empecé a hacer mis pinitos en el periodismo como crítico de cine y como reportero.
Entonces inventábamos. Como era radio, había que inventar cosas originales y nuevas sobre las cuales pudieran hablar grandes nombres. Así empezó todo.


Hasta aquí, Gabo en su entrevista de 1990, que fue trasmitida una sola vez por la Emisora HJCK. Pero, desde luego, hay muchas intervenciones de Gabo a lo largo de nuestra amistad y de ellas he dado cuenta en varias ocasiones, la última de las cuales apareció en la revista Bocas de la edición de abril, cuando bajo el título de ‘El Gabo cortesano’ me refiero al episodio que protagonizamos él y yo en París, en 1989, en el aniversario número 200 de la Revolución francesa.
Gabo es para mí una inacabable sucesión de anécdotas. Hay una que siempre me ha despertado una singular admiración por él, es la que revela su impresionante sentido profético, del cual solamente yo puedo dar cuenta, porque me sucedió a mí cuando viajamos Gabo y la Gaba, Gloria y yo a conocer las islas griegas.
Ninguno de los cuatro había estado nunca por esas tierras de maravilla y todos viajamos con el pretexto de celebrar mi cumpleaños número 62, en 1982.
Estábamos acodados Gabo y yo en la cubierta del barquito de turismo que nos llevó, enhebrando una por una todas las islas griegas. Desde nuestro sitio veíamos pasar lentamente el inacabable río de los turistas: mucho gringo, mucha gringa, mucho suramericano, de diversas pintas, mucho nórdico, mucho japonés, mucho europeo de distintos colores. Nuestra mirada se deslizaba lentamente sobre esta masa variopinta, y de pronto, Gabo exclamó con total certeza: “Mira, aquella señora de blusa rosada es colombiana, te lo juro”.
—Cuál —le pregunté.
—Aquella, la que está junto al tipo vestido todo de blanco.
Yo sonreí incrédulo y divertido, y Gabo recalcó:
—¿No me crees? Tengo la absoluta seguridad de que es colombiana.
El apunte de Gabo pasó y se diluyó sobre las quietas aguas del mar Egeo. Seguimos hablando de Piedra y Cielo, lo recuerdo muy bien, y concretamente de un verso de Carranza:
“De todas sus espinas ignorante, mientras el ruiseñor muere por ella”.
—¡Carajo! —dijo Gabo—. Tú sabes que el piedracielismo transformó decisivamente mi manera de echar el cuento.
Y pasamos a hablar del famoso alegato de Eduardo Carranza contra Guillermo Valencia, llamado “Bardolatría”.
Transcurrieron cinco minutos más, y el río de los turistas se nos vino encima y la dama de blusa rosada adquirió volumen: se fue acercando hacia nosotros y cuando estuvo frente a Gabo y a mí, exclamó: “¡Ave María purísima, el maestro García Márquez!”, con inconfundible acento paisa. “Nunca me imaginé encontrármelo por estas tierras. Adiós, maestro, felicidades”. Y desapareció para siempre.
Yo quedé perplejo y Gabo sacó pecho.
—Te lo dije.
Nunca sabré cómo Gabo pudo tener la seguridad de que aquella dama de la blusa rosada era colombiana. Pero así fue. Obviamente, recordé que a los poetas de verdad siempre se les ha atribuido un sentido profético, desde la antigüedad se los considera arúspices, con la misteriosa virtud de anticiparse al tiempo.
Si me preguntaran en un gran recuento sobre Gabo cuál es mi anécdota preferida con él, no dudaría en mencionar esta que nos sucedió en el mar de Grecia en junio de 1982, pocos meses antes de que Gloria y yo acompañáramos a Gabo a recibir el Premio Nobel en Estocolmo.

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