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10 de diciembre de 2003

Gallera San Miguel

Por: Cristian Valencia

Ismael Rivera reinmortalizó para el imaginario
popular al arcángel San Miguel, en uno de sus guaguancós más conocidos. Según aquella canción, al arcángel hay que encomendarse cuando llega una mala racha. Por lo tanto, es el santo de la buena suerte y por transitividad también lo es de los jugadores y de los apostadores de todo tipo. Uno puede imaginarse al santo sentado junto a un tahúr frente a la talla de un casino, fumando puros y tomando güisquis; también, chasqueando sus dedos mágicos para que la ruleta se vuelque hacia el 13 negro o la tragaperras dibuje tres manzanitas en serie. Pero es difícil imaginárselo embutiéndose de morcilla con papa criolla, apurando aguardientes ansiosos y arengando a los gritos a un gallo, todo porque el señor R., ferviente devoto apostador, le rezó durante tres semanas. Nadie sabe en qué momento fue que San Miguel donó su nombre santo a una gallera, aunque puede ser que no esté enterado aún, sabiendo como sabemos que los santos todavía no han caído en el negocio duro de la marca registrada. San Miguel
arcángel®, príncipe de príncipes.
El volante de promoción de la gallera San Miguel anunciaba restaurante, servicio de bar, parqueadero vigilado y extraordinarios desafíos. El volante no mentía. Afuera, una nube de jeep de colores inciertos era custodiada en la penumbra por un celador ocasional, que con toda seguridad respondería con su vida si algo le pasara a un carro. Andenes destruidos y el asfalto levantado le daban al lugar un aire de vereda, pero como se trataba de un lugar en Bogotá, a media cuadra de una estación de TransMilenio, todo se convertía de repente en un asunto clandestino. El restaurante era una fritanguería ubicada en una especie de zaguán grande, donde pedí chuletas de marrano, morcilla, papa criolla y arepa, mientras hablaba con el administrador, con quien se había arreglado todo de antemano telefónicamente. Cuando le recordé el trato, el administrador se puso nervioso y se comportó como si estuviéramos cometiendo un delito, al punto de que yo mismo comencé a hablar en tono de plan, golpe y escapada. Aunque había dicho sí a todo, el verdadero señor de los permisos era el empresario, que no tardó mucho en llegar, me saludó con un golpe de ceja y se metió en la gallera. El administrador resopló su tensión y un gallo cantó por primera vez aquella noche.
Cómo no recordar la historia sagrada, cuando Pedro negó a Jesús tres veces antes de que el gallo cantara. ¿Alguien podrá precisar la clase de gallo que cantó en aquel desdichado año 33 después de Cristo? Pudo haber sido, con seguridad, un gallo de combate al borde de una pelea en un oscuro paraje de Jerusalén, porque a ese entonces y a mucho antes se remonta esta práctica. Según Mario Tapia, experto gallero nicaragüense, por su arrogancia y energía el gallo de combate debió ser uno de los primeros en desembarcar el 17 del mes séptimo, luego de que el arca de Noé quedara varada sobre el monte Ararat, en Armenia. Parece que alguien se tomó el trabajo de comprobar que el gallo de pelea surgió en el lugar conocido como Medina, país áspero, frío y montañoso del Asia Menor, cerca de Babilonia.

Los consentidos del arcángel
En el interior de la gallera, antes del ring side, se encontraba el bar y junto a éste una casetita hecha con tríplex en donde se recogían las apuestas. Al menos veinte mesas estaban dispuestas sin concierto alguno y muchos asientos, de aquellos de fonda caminera, forrados en cordobán gris o rojo. Y aunque el segundo piso estaba adornado con guirnaldas y serpentinas de fiesta infantil, el lugar no se distinguía por su decoración. Nadie se había preocupado por imprimirle un estilo, cosa que es lógica. Solo los lugares sin estilo necesitan de un diseñador que lo fabrique. La gallera San Miguel tiene mucho estilo. Estilo con sabor a aguardiente y marrano, de barra mugrienta, en donde una chica de 25 hacía malabares con cervezas y copas de licor, de basura y puchos arrojados al piso sin clemencia como en un bar madrileño, de música carrilera, guasca y chucuchucu; de señores ensombrerados, de huesos anchos y bigote espeso, embutidos en chamarras de cuero y botas texanas, dispuestos a apostar el alma, compartiendo escenario con sofisticados hijos o sobrinos de senadores costeños y de hermosos gallos que oficiaban de centro de mesa, todos engreídos, cacareando su alevosía o su suerte, porque bien podrían haber nacido descastados y en menos de seis semanas estar dando vueltas solitarias en el eje de un asadero.
Tuve la suerte de toparme con 'Maluca', apodo de Luis Pimiento, criador y preparador de gallos reconocido, hijo, nieto y bisnieto de galleros. Estaba sentado en un rincón, departiendo con su padre, venerable anciano y especie de gurú en el tema. 'Maluca' es como el 'Pibe' Valderrama
de los galleros. Calmado.
-La gente de gallos se divide en tres: criadores, preparadores y apostadores. Yo no soy apostador-, remató enfático.
Estaba claro que la mayoría de asistentes de ese día eran apostadores. A eso de las diez de la noche ya se habían presentado tres peleas que no vi por estar enterándome del tejemaneje gallístico con Maluca. A nuestra mesa llegaban hombres con sus gallos, se los mostraban y pedían consejos. Uno de ellos le pidió asesoría a la hora de las espuelas y, mientras conversábamos, se le iba haciendo el trabajo al gallo con una silicona especial fabricada por su padre, heredero, según él, de una receta vasca hecha con cera de abeja, silicona, acre y colofón.
-¿Le apuesto a este gallo? -le pregunté.
-Usted verá, el gallo está bonito y solo faltan treinta mil.
-Y ¿cuánto gano si gano?
-El doble de su apuesta, menos el dos por ciento de comisión para la gallera.
Miré al gallo, lo toqué, supe que se trataba de un gallo bankiba colorado, raza afianzada en América que fue importada del Asia menor. Dicen los que dicen que Hernán Cortés llegó a México con la espada en una mano y sus gallos en la otra. Y que a la mismísima Cleopatra le encantaba hacer el amor con Marco Antonio frente a un combate de gallos, porque en ese tiempo la vida transcurría entre el amor y las guerras de todo tipo. Otros tiempos, sin duda, porque en la gallera San Miguel no había nada para el amor. La novia en casa y mejor así, porque en toda la noche alcancé a ver cinco mujeres en medio de muchos hombres, sangre, aguardiente y apuestas.
-¿Este gallo ha ganado peleas? -pregunté.
-No. Es la primera que tiene. Y ya es hora
-contestó el dueño.
La pelea
Mi gallo lucía unas divinas espuelas en carey de 35 milímetros y estaba que se peleaba. Miraba para todos lados y aleteaba mientras se empinaba, sacando el cuello y mostrando el pico. Bajaron un par de jaulas que pendían del techo y embutieron a mi gallo en una de ellas. El otro era blanco, un poco más grande y a simple vista menos agresivo. Como bien podría tratarse de un pacifista, también podría ser la mismísima reencarnación de Bruce Lee meditando antes de un combate. En una pizarra blanca, que también bajaron del techo, anotaron los datos importantes: las cuerdas o criaderos enfrentados, nombre de cada gallo y apuesta. La cosa iba por cuatrocientos mil pesos. Luego, el maestro de ceremonias, que no lucía smoking sino un pantalón café y una camiseta blanca apretada sobre su barriga, dijo, sin alargar las vocales como sucede en el box sino con un marcado acento boyacense, que la pelea iba a comenzar. Del mismo sitio de donde pendía el micrófono también colgaba una botella de agua, un bombillo pálido y una bolsa de algodón. Alrededor del ring estábamos los apostadores con sed de triunfo. Había por lo menos ciento cincuenta personas desperdigadas en aquella gradería con capacidad para trescientas sentadas y cien de pie. En una de las paredes estaba escrito el código ético del buen gallero, en letras de molde que alguna vez fueron azules: "Poder, codicia y acierto: palabra de gallero". Sonó un timbre, la gente se sentó y las jaulas se elevaron para dar paso a la rabia.
Los primeros segundos fueron de estudio. Mi gallo alargó el cuello como oliscando el tipo de armas de su contendor. El otro hizo lo mismo. Y comenzaron a dar vueltas sin tocarse hasta que el maldito gallo blanco saltó, todo alharacoso, en medio de un aleteo de colibrí, y le clavó las espuelas a mi gallo en alguna parte vital. Mi gallo salió dando tumbos unos momentos, se levantó, ubicó la amenaza blanca y se le mandó encima, en una figura de lo más estética y mortal, muy parecida a un abrazo de bailarina vestida con traje de púas. El blanco trastabilló y los gritos comenzaron. Las apuestas, que hasta entonces se habían hecho de una manera civilizadísima, se salieron de madre y se escuchaban cosas como cincuenta a diez, en medio de las arengas. Entonces saltaron al tiempo y cayeron al piso enredados de las espuelas. Mi gallo tenía una trabada con la del otro. Y el maldito blanco enredó la otra en el ojo de mi gallo. Una conducta a todas luces antideportiva que, sin embargo, no fue castigada como sí sucedió el día fatídico en que Mike Tyson le arrancó de un mordisco la oreja a su contendor. Hubo silencio y las apuestas explotaron en cosas absurdas. Un señor junto a mí apostaba cien mil a diez mil en contra de mi gallo. El juez los desenredó, pero el daño era irreversible. Mi gallo tenía serias lesiones en el ojo izquierdo y en el oído (según me dijo Maluca). Lo del oído era terrible porque había perdido de súbito el sentido de la orientación. Así que mi gallo salió caminando con ebrio paso hacia la amenaza blanca y justo cuando el maldito le caía de nuevo cambió de dirección. Los jueces voltearon un reloj de arena que se usa cuando un gallo rehúsa la pelea o cuando deja de moverse: luego de un minuto la cosa estaría resuelta. Y de repente, como si San Miguel hubiera escuchado mis súplicas, mi gallo se orientó, dio media vuelta en el aire y se detuvo como un idiota a recibir su segunda paliza. La amenaza blanca era una licuadora emplumada que quería terminar aquello por la vía rápida. Fue entonces que mi gallo se echó a correr cuando la amenaza embistió. Y mi gallo corría mientras el reloj dejaba caer el implacable paso del tiempo en forma de arena. Perdí mis treinta mil, pero me sentí orgulloso de la conducta de mi gallo. Correr es un asunto de cobardes vivos.
Fui a ver a mi gallo. Estaba malherido en brazos del criador, que no quiso sacrificarlo pese a las súplicas de todos. En el ojo bueno del gallo se notaba la tristeza: tanta preparación, tanta penuria física, tanto ají en las comidas y tanta autoestima por el piso. Le pregunté un par de cosas:
-¿Cómo se sintió?
-Primero que todo, quiero agradecer a mi preparador por no matarme. Una pelea muy dura, ese blanco es un asesino, yo creo que tenía espuelas sintéticas de esas que se usan en Centroamérica y son letales.
-Pero usted también quería matarlo, ¿no es así?
-Claro, pero como buen colombiano siempre uso espuelas de carey y nunca tiro al oído, me parece antideportivo. Cuando sentí el golpe, vi pasar mi vida completica. A mi mamá, que en paz descanse, y a mi padre que no conocí.
-¿Volverá a pelear?
-No creo, quedé muy aporreado. Todo depende de la recuperación. Si Dios y mi preparador me dan vida me retiraré a un galpón. Tengo apenas nueve meses y una vida por delante. Con suerte llegaré a los diez años.
-Dudo mucho que quieran hijos de usted, todos lo tienen por cobarde.
Se atacó a llorar, cacareó como una gallina.
-Una última pregunta, ¿ha escuchado alguna vez la palabra sancocho?
-No más preguntas, por favor, estoy exhausto.
No va más
A eso de las dos de la mañana muchos se habían enterado de nuestra labor y querían hablar. Gente muy cordial, en perfecto orden cívico, presenciando una barbarie. Un orden, sin embargo, tenso; lleno de las palabras adecuadas y formalidades, que se puede ir al traste si alguien se sale de ese libreto dramático. Y si se va al traste, se va a los mismísimos infiernos, porque la gallera del arcángel está llena de hombres braveros, que creen a pie juntillas en la palabra del gallero y en aquello del poder, la codicia y el acierto.
Hablando en plata franca, ese viernes 14 se vendieron 500 cervezas, 70 medias de aguardiente, 100 almojábanas y se apostó, de manera oficial, la suma de 13 millones de pesos. Una noche regular, según me dijeron. En eventos extraordinarios la suma puede llegar a 100 millones en una noche. En reuniones privadas, que se hacen en fincas, cada pelea puede estar pactada por 20 millones y se hacen hasta diez con gallos caros. 'Maluca' me contó que en Costa Rica había visto negociar un gallo por cincuenta mil dólares. Si alguien quiere tomarse el trabajo de imaginar las consecuencias de una derrota propinada por un gallo de cien mil pesos tiene que estar dispuesto también a imaginar una fiesta más cara y más brava que la fiesta brava en Sevilla. Pese a todo, estoy seguro de que no escuché todo lo que hay, porque hay mucho más, sin duda, si tenemos en cuenta que todos aceptan la versión de que solo en Bogotá hay más de 250 galleras. Según Maluca, en la capital hay más fanáticos a los gallos que al fútbol. La de San Miguel viene a ser para el país un grano de maíz en un bulto.
Por lo demás, dedico los primeros versos de la canción de Ismael Rivera a todos los galleros colombianos, capaces de vivir en paz en medio de tantas guerras: "Yo tuve una revelación, vi a San Miguel que me hablaba: ya no tienes que temer, yo te vine a proteger, a quitarte esos fluidos que te quieren envolver". Y no va más.