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12 de mayo de 2006

Testimonios

La vez que fui mamá

¿A quien se le ocurre pasar 172 horas junto a un tirano que da órdenes en un idioma incomprensible y al que hay que limpiarle toda clase de fluidos? A su madre. O, en este caso, a su padre.

Por: Gustavo Gómez Córdoba

 

Si Dios hubiera querido que yo fuera mamá, me habría dado tetas. Ahora mismo estoy rodeado de tetas por todos lados, pero ninguna es mía. Las tetas son de Claudia, de María Lourdes, de María Fernanda y de Adriana y, claro, desde mi perspectiva masculina, más bien son las tetas de los esposos de Claudia, María Lourdes, María Fernanda y Adriana. Pero ninguno de ellos vino a cuidar "sus" tetas. Estamos en uno de esos espacios pavorosos en que las tetas no son provocativos apéndices sino dispensadores de vida. Estoy en el Centro de Actividades Saltar y Aprender, al que vendré varias veces esta semana como parte de esta idea malsana de que papá sea mamá y mamá sea. ¿papá? (papá y mamá pagamos $220.000 mensuales por tres sesiones semanales en el Centro).
Me acompaña hoy mi mujer, que, muy querida, ha venido para presentarme a las otras señoras y hacer una especie de empalme materno. Acabo de revisar si el pañal de Gustavo, mi hijo, está cagado. Al menos tres veces en el día haré la revisión de heces, y tendré suerte si en una de ellas encuentro el pañal limpio. Los niños de 14 meses, como el mío, cagan de tres a cuatro veces diarias, y las deposiciones suelen ir acompañadas de unos olores nauseabundos que indican a la mamá el instante preciso de cambiar el pañal. Así que una buena madre acerca cada tanto su nariz al trasero del pequeño en busca del oloroso anuncio natural. Este es el momento clave en que la mamá le demuestra al niño que lo ama por sobre todas las cosas. por sobre todas las cosas que él comió. Cuando me gradué del colegio (1984), los estados físicos de la materia eran sólido, líquido y gaseoso, y hace poco unos científicos de la universidad de Pennsylvania señalaron otro, el supersólido "en el que los átomos se comportan como si fueran sólidos y fluidos a la vez". Yo descubrí esta semana en los pañales de Gustavo, sin más instrumento que mi nariz, ese estado: sólidos y a la vez fluidos excrementos, a veces de color verde oliva, o terracota, o amarillo quemado, pero nunca del todo firmes o abiertamente acuosos. Lo que sigue después de abrir el pañal es un proceso que al comienzo toma unos 7 minutos pero que, con un poco de práctica, puede reducirse a meteóricos 180 segundos: limpiar la zona de desastre con pañitos húmedos, aplicar Desitin (una efectiva crema hipoalérgica, aunque no menos olorosa que la caca), meter los pañitos en el pañal sucio, cerrarlo y ponerlo en una bolsa, ajustar el pañal nuevo y vestir al niño. Durante la semana que fui mamá, Gustavo produjo aproximadamente 42 fétidos "paquetitos" y nunca en mi vida volveré a ver tanta mierda junta porque, confieso, como padre no tenía por costumbre cambiar pañales. Y porque yo cago poquito. excepto cuando tomo chicha, pero esa es otra historia.
Los bebés, además de mierda, excretan todo tipo de sustancias nocivas para el hombre (y, justo es reconocerlo, para la mujer): si comen muy rápido, vomitan; si mezclan alimentos de diferentes reinos de la naturaleza, tienen agrieras. y babean, y se les escurren los mocos, y orinan profusamente. Pero uno los ama. Así somos las mamás.
Las madres reales, asumo, tienen tan poca paciencia con sus maridos porque la agotan toda criando a los hijos. Gustavo tiene la paciencia de una esposa: a las 6:00 a.m., cuando en las ciudades solo han despertado Julio, Darío, Juan, Claudia, los coteros de Corabastos, 36 beatas y los repartidores de periódico, descarga un suspiro que no da espera y que, a través de los intercomunicadores que unen su cuarto con el de mamá-papá y papá-mamá, anuncia dos hechos fundamentales: que está despierto y que tiene hambre. Hay que saltar de la cama para ponerle un chupo de contentillo en la boca. Resistirá media hora, al cabo de la cual uno debe correr a la cocina a prepararle su primera comida del día: 5 onzas de agua caliente, 6 cucharaditas de leche en polvo y una más de vitaminas. Luego de darle el tetero, se le deben ambientar 60 minutos de juego. Pero no se trata de pavimentarle el piso con muñecos y aparatos. No señor, no es tan sencillo: Gustavo se desespera si pasa más de 15 minutos en un solo escenario, por lo que después de hacerle mediocres imitaciones vocales de Barney (el delicado dinosaurio lila) y de Elmo (uno de los grandes aciertos creativos de Jim Henson), hay que meterlo en su piscina de pelotas otros quince minutos y comenzar un tour de resistencia en el cual uno, acosado por la necesidad de mantenerlo contento, termina entrando en terrenos muy peligrosos: el niño juega con el fax (lo desconfigura), el niño manipula el VHS y el televisor (la pantalla toma un irreversible color azul cielo), el niño la emprende con la grabadora del estudio (grabadora es como llamamos los mayores de 35 al reproductor de discos compactos) y el niño insiste en gatear hasta el inodoro para tratar de meterse en él, cuando lo que la madre-padre quiere es que se limite a poner allí la mierda. De vez en cuando hay para mí una sonrisa. Una sonrisa corta y no muy animada, con la que me da a entender que, en el fondo, sabe muy bien quién soy: un padre cubierto con piel de madre-oveja.
A eso de las 8:00 a.m., es hora del baño, que tiene un listado interminable de contraindicaciones: que no le moje la cabeza, que cuidado con no asearle bien el culito con jabón de avena, que no hay que dejarlo golpear la puerta de vidrio, que luego, al salir de la ducha, lo seque bien, que le unte el Desitin, que le ajuste el pañal, que lo vista, que lo peine, que le ponga los zapatos (nunca le calzan bien, porque su pie hoy es 4 1/2, la semana entrante será 5 y cuando circule SoHo, 5 1/2). Media hora después hay que darle el desayuno: fruta, huevo, café con pan remojado (como las sopas que le hacía mi abuela a los loros). La alimentación del niño, dice mi mujer, es algo muy serio. De niño, cuando yo no quería comer, mamá me hacía "el avioncito", una técnica muy antigua según la cual toda cuchara es un avión y la boca del niño un hangar. Infalible, más si se le acompaña con onomatopeyas aeronáuticas tipo ¡brrrrrrrrrrr, ñaaaaaaa, brrrrrrrrr! Con la comida no se juega, le recomendó a ella el doctor Bernardo Huertas, nuestro pediatra, y por eso en casa, ahora que soy mamá, tengo prohibido por "papá" hacer "el avioncito".
A las 9:30 Gustavo se duerme. Los próximos 120 minutos serán el único momento del día en que podría, si fuera mamá, llamar por teléfono a mi suegra (es decir, a mi mamá), hablar con las amigas, recordarle a la empleada que hay polvo en no sé que repisa, arreglarme las uñas y hacer pipí tranquilamente. sentado.
A medio día despierta el monstruo y tiene hambre. Sale de su cueva-cuna y exige de la aldea que le sacrifiquen una virgen. Se conforma, como cualquier cristiano, con sopa y seco. Es momento de lo que llamaríamos asuntos varios: ir al Centro de Actividades, dar vueltas por los parques del barrio en su carrito, salir al patio de atrás de la casa o qué sé yo. A las 4:00 p.m., refrigerio: yogur con ponqué Gala o un par de Alpinitos (cubos sólidos, ¡jamás "supersólidos"!, primos hermanos del kumis). Habrá después sesión de juego hasta las 6:00 p.m., cuando el niño se toma la sopa para volver a los juegos supervisados hasta las 7:00 p.m., hora en la cual no puedo ver las noticias porque tiene por costumbre que le pongan uno cualquiera de los cuatro DVD que tenemos en casa de una serie educativa llamada Baby Einstein (serie que, sospecho, ha sido desarrollada por temibles hechiceros, pues Gustavo se concentra de tal forma en ella que difícilmente despega los ojos de la pantalla). Mientras, toma una avena o un Chocolisto y, cuando comienza a frotarse los ojos con sus manos regordetas, lo lleva uno al cuarto, donde vuelve a cambiársele el pañal, casi siempre en medio de llanto y bostezos. Queda empiyamado y duerme hasta el otro día, cuando, puntual, a las 6:00 a.m., con un reloj biológico referencia gallo de finca, volverá a llorar para que la historia comience de nuevo y otra vez me encuentre yo rodeado de señoras en un Centro de Actividades (¿alguien vio la película aquella en la que Bill Murray despierta siempre el mismo día, el Día de la Marmota, en un pueblo gringo tan pero tan aburrido que parece canadiense?).
Hoy hay más señoras y más niños, y más cosas interesantes por hacer que ha preparado la directora, Martha Ivonne, quien disfruta mucho con la idea de un padre-madre suelto en su coto de caza. Es el día de las texturas y se me había advertido que debía traer una "ropita de combate". Un ejército de asistentes acomoda a los niños en una especie de comedor liliputiense y en vajilla desechable comienzan a servirles harina, crema de manos y colorante azul. La idea es que los enanos revuelvan con las manos el potaje y, como efectivamente hacen, se lo unten entre sí. Un niño, entiendo, hace amigos ensuciando prójimo y demuestra a su mamá el cariño de la misma manera. Con alguna resignación (¿maternal?) le pongo el pecho a las manchas (¡sin tener pechos!). A mi lado está Adriana, una mamá de verdad que domina perfectamente el difícil arte de amar sin ensuciarse. Mañana me la encontraré en la tarde de piscina, y saldrá sin una gota en el cuerpo; yo, empapado. A la piscina no pueden entrar los padres, solo un par de entrenadores y los niños. Es un sitio húmedo (¡es una piscina!) y muy caliente. Las mamás no están en bikini. Gustavo ha resultado poco afecto a las piscinas, así que pasa casi todo el tiempo sentado en las escaleras del lado menos hondo. Trato de conversar con algunas señoras a las que me cuido de decirles que trabajo en una revista donde nos ganamos la vida desnudando mujeres. Descubro que las madres tienen habilidades asombrosas. Gustavo gruñe con Antonio (¿Pabón?), le coge la mano a Nicolás y le abre los ojos a una niña preciosa, Isabela. Para las mamás que me acompañan, Gustavo "discute" con Antonio, "conversa" con Nicolás y "coquetea" con Isabela. ¡hágame el bendito favor! Me falta mucho para madre, incluido el sexto sentido y, como dije, las tetas.
A estas alturas de mi maternidad, podría gastar un par de párrafos describiendo la visita al centro comercial (arrastrando cochecito y morral repleto de pañales), la tarde de columpio y otros planes obligados. Y con ello no haría sino garantizar bostezos generosos, porque lo verdaderamente complicado de la maternidad, del cuidado de los niños, es que uno pasa el día haciendo muchas "cosas", pero sin hacer nada de lo que masculinamente se considera útil. Pañales, muñecos, juegos, cagadas, sopas, muecas, "Gustavo, no toques eso", caricias, agrieras, visita de las abuelas, cremas para la cola, televisión educativa, el pediatra, "saluda a tu tía", mercado, balón, carrito, más pañales, más juguetes, más televisión. pero no pasa nada. Nada diferente a vivir en función de ese pequeño regalo de Dios que, según dicen, llega con un pan debajo del brazo, pero debería llegar no con pan sino con niñera.
La verdad es que los papás tenemos miedo de los niños, del cuidado que necesitan, de la atención que reclaman y de que, cuando están con nosotros, supliquen tácitamente que activemos esa parte femenina que los hombres nos esmeramos a diario en ocultar. Podría seguir diciéndolo yo, pero hace un cuarto de siglo John Lennon -que en su primera experiencia paternal fue un asco y mejoró notablemente en la segunda- lo dijo de manera impecable: "A la gente le da mucho miedo pasar el día entero con niños. Por eso, los rechazamos y los mandamos a guarderías y sitios de ese estilo, para que los torturen. Los únicos niños que sobreviven en las guarderías son los conformistas, los que se portan de manera tal que los adultos pueden etiquetarlos de buenos. Los otros van a parar a manos de los psiquiatras o se convierten en artistas". No voy a tenerle miedo a estar nunca con Gustavo, no voy a hacerle trampa, pero tampoco a esta revista, en la que debo, con toda sinceridad, exponer las cosas concretas que aprendí en mis días de mamá. Son quince:

1. Gustavo me quiere. Él, que siempre ha sido un poco distante conmigo, es ahora más cálido. A fuerza de compartir juntos el día entero, he logrado que me abrace y que me regale algunas sonrisas sin que esté presente mi mujer "animándolo".
2. Tiene 8 dientes.
3. Usa a toda hora body (la última vez que desabroché uno, en mil novecientos ochenta y algo, fue en situación definitivamente más excitante que el cambio de pañales.).
4. Tiene (no revelo donde, ¡pero lo tiene!) un lunar que compartimos mi mamá, mi hermana y yo, y que es marca de familia.
5. Siente cosquillas en la palma de las manos.
6. Sus zapaticos, saquitos y pantaloncitos funcionan en diminutivo solo hasta el momento de pagar por ellos: la ropa de Gustavo cuesta más que la mía y, además, le dura menos.
7. No puede dormir sin Pomponio, su ratón de peluche.
8. Imita muy bien a los peces, los perros, los caballos y las vacas.
9. Pesa 8.600 gramos (cuando nos "conocimos", el 22 de febrero de 2005, pesaba 2.400).
10. Abre y cierra cajones sin machucarse los dedos.
11. Usa con habilidad los pitillos.
12. Reconoce la letra "a".
13. Aplaude.
14. Responde a todos los nombres cariñosos que le tenemos: ratoncito, merengue, pirulo, peluchín.
15. Toma Uva Postobón.

Saber que un niño toma Uva Postobón puede, al menos en apariencia, no ser una lección importante. Para mí sí: yo la tomo desde las épocas del "avioncito" y nunca ha faltado en casa. A veces falto yo, porque paso el día siendo papá, en la revista, pero siempre hay uva en la nevera. Y un niño que, me consuelo, se la toma haciendo algún tipo de asociación automática con papá. Ese papá que se asegurará de tener en algún rincón de la casa un par de copias de esta SoHo para que cuando Gustavo tenga uso de razón entienda que su papá lo adoró desde que lo vio, que pasó siete días tratando de ser su mamá y que al menos dos cosas ha tenido siempre en común con él: uva y pipí. Ah, y las tetas de mamá, que son de los dos.

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