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9 de mayo de 2002

Hecho pedazos por el fútbol

El calvario de un hombre dispuesto a vender su cuerpo para cumplir la promesa de asistir al Mundial de fútbol. Pagará el pasaje y las entradas con un meñique, el riñón izquierdo, un hueso de la cadera o parte de su virilidad encerrada en un frasco.

Por: Andrés Felipe Solano

Si aún tengo palabra de honor, este año debería cumplir una vieja promesa: ir al Mundial de fútbol. En 1998, cuando Inglaterra le marcó el segundo gol a Colombia, la hice. Juré sobre una de mis posesiones más preciadas, un tembloroso autógrafo de Kid Pambelé, que si a la próxima Copa del Mundo no clasificaba la Selección, iría a Japón-Corea, decidido a alentar a un equipo verdaderamente decente (…pongamos Argentina o Francia). Hace dos meses, el amigo y el televisor que me sirvieron de testigos ese día me recordaron a mala hora mi palabra empeñada. Digo a mala hora porque a semanas del primer partido no tengo un peso ahorrado. En caso de que la jefe de personal de la revista para la que trabajo me adelantara la prima de mitad de año —posibilidad bastante remota teniendo en cuenta que estoy violando la exclusividad que supone mi contrato escribiendo esto— y juntando lo que me van a pagar precisamente por escribir esto, el dinero me alcanzaría apenas para el pasaje de ida. Como no tengo carro que vender y tuve que salir del autógrafo de Pambelé para saldar una absurda deuda (no sé a que horas se me ocurrió comprometerlo apostando a que el ‘Bolillo’ Gómez jamás volvería a un Mundial), he decidido vender mi cuerpo. Igual, es lo único que tengo a mi nombre. Al decirlo imagino la cara de horror del portero viéndome salir de mi edificio para recorrer de noche la cuadra que me separa de la carrera 15, enfundado en una minifalda y con un sostén relleno de papel higiénico, listo para hacer la calle. No iría tan lejos, aunque ver al ‘Burrito’ Ortega bien lo merece. Debe haber otra forma. Debe existir una manera de sacarle provecho a mi cuerpo sin perder el orgullo. Mejor dicho, sin tener que caminar entumecido esperando a que pare ante mí un Swift repleto de colegiales bilingües intoxicados por varias Cabezas de Jabalí o cualquier otro coctel infame. Mientras la cara del portero se ve reemplazada por la del guarro del prefecto de disciplina de mi colegio sosteniendo un ejemplar de El Espacio donde se relata mi cruento final (“¡Atan travesti a un árbol y lo dejan morir de frío!”), la respuesta a mi búsqueda llegó. Hace poco había leído en un periódico inglés que un joven sostenía a su familia donando semen. La solución estaba a tiro de pájaro en otro titular: “Hincha bogotano asiste al Mundial gracias a su esperma”. Convencido, puse manos a la obra. La doctora Sandra me lo explicó todo. La seguí por el corredor de la clínica, una casa grande, de los setenta —tapizada con los infaltables cuadros de gamines de Omar Gordillo y algunas pinturas seudoeróticas—, que pasó de ser la morada de una familia grande a banco de semen. La voz serena, dulce, que me había traído cierta alegría al teléfono, apenas correspondía a la mujer que tenía delante: complexión media, estatura media, edad media. En resumidas cuentas, colombiana media. Nada exótico. Primero mi fenotipo debía ser aprobado, lo que significa medir por lo menos un metro con setenta, haber cumplido la mayoría de edad, no pasar de los veinticinco años (tenía que hacerme rico en seis meses) y aparentar ser “un muchacho bien”. Mi madre lo cree y eso debe bastar, así que la dejé continuar. Cumplidos estos requisitos, se practican los rutinarios exámenes de sangre, colesterol e hipoglicemia, y se comprueba que los espermatozoides del donante “gocen de buena movilidad” y no presenten malformaciones, como por ejemplo ser “bicéfalos” o tener dos colas. Me distraje acordándome de los absurdos videos con espermatozoides animados que ponían los jesuitas en la clase de Comportamiento y Salud, o el cuento de una amiga que estudió con monjas, las que para referirse a la virginidad utilizaban metáforas de este calibre: “Las mujeres son como las ostras. Cuando pierden la perla pierden su valor”. En eso estaba cuando un nuevo requerimiento me puso sobre alerta. Luego de los exámenes físicos había que sortear un test psicológico que medía si el donante era emocionalmente inestable. Tuve que interrumpir la explicación de Sandra, que para ese entonces se había soltado el pelo (¿estarían tan mal de donantes que las charlas introductorias venían con coqueteo incluido, o yo estoy tan mal que quitarse una hebilla mientras se habla de oligoespermia me parece un acto de provocación irrefutable?). Fui a buscar esa y otras respuestas en el baño, con la mala fortuna de que la doctora no me advirtió que allí se tomaban las muestras. Sobre un sanitario rosado encontré una colección de ajadas revistas que mostraban mujeres aun más ajadas. No me atreví a hojear ninguna. No pude orinar sabiendo que varios compadres del programa de donantes las habían tenido en sus manos. Me dieron arcadas. Además estaba eso de la “inestabilidad emocional”. A juicio de la última mujer con la que salí, podría ser mi caso. Antes de dejarme en el asfalto me dijo que debería buscar ayuda profesional, pero todo sucedió tan rápido (los lugares comunes son todos ciertos) que no le pude preguntar a qué se refería: si a un psiquiatra, a una prostituta o a qué. En todo caso lo primero que pensé con eso de la ayuda profesional fue buscar un cura. Volver a la religión es lo único que puede salvarme a estas alturas. Por alejarme de Dios es que estoy en estas, viendo cómo con la ayuda de Onán logro ir al Mundial. Ensombrecí todavía más cuando, a mi regreso, mi guía me contó cuánto ganaba un hombre caritativo que se decide a ayudar parejas infértiles: 28 mil pesos. En caso de que pase todos los obstáculos que me han puesto y teniendo en cuenta que se toman dos muestras por mes, en lo que resta para que el balón comience a rodar alcanzaría a ahorrar 224 mil pesos. Es decir, el taxi hasta el aeropuerto y los impuestos de salida. Salí de la clínica destrozado. Además de ver más lejanas las posibilidades de ir a hacerle barra a Zidane, me había enterado de lo poco que vale mi simiente. Como el cielo siempre se ensaña conmigo en estas situaciones, en el taxi que cogí para regresar al apartamento sonaba el poco afortunado baile del gorila de Melody. Haciendo caso omiso de los infernales “uhh, uhh” de la canción, me puse a pensar en cómo sacar verdadero provecho económico de mi cuerpo. Un hombre adulto puede vivir sin un riñón o con medio hígado, pero está prohibido por la ley cobrar por donarlos y no me apetecía negociar con el mercado negro. Por dar sangre no pagan. El único comprador de cálculos renales, de los que sufro hace un Mundial, está en la cárcel (Justo Pastor Perafán, entre los muchos negocios que manejaba, exportaba las piedrecillas con fines médicos a Europa del Este). Sabía que en los cementerios compraban huesos. Según un conocido que estudia medicina, gente que ronda los cementerios paga de 80 a 100 mil pesos por un esqueleto completo y cincuenta mil por un cráneo en buen estado. Problema: hay que estar muerto. Otro que se graduó de odontólgo me dijo que un depósito dental en el barrio Siete de Agosto compraba dientes a cuatro mil pesos. Cuatro por dos, ocho; cuatro por tres, doce… 128 mil. Lo que me costaría una caja de dientes si me arrancase los molares, premolares, caninos e incisivos. Todo estaba perdido. Mi palabra en adelante no valdría y estaba comprobando que mi cuerpo mucho menos. En el semáforo de la 106 con 15, un cotejo entre obreros que atisbé por la ventana me hizo aguar los ojos. Era uno de los únicos partidos que vería en directo. Pero milagrosamente algún dios todavía me guardaba aprecio y secó mis mejillas. Al extender un billete de cinco mil y ver que a Salomón Barrios, el taxista que me tocó en suerte, le faltaba el dedo meñique de su mano derecha, una idea, algo retorcida, se apoderó de mí. Tenía que hacer una llamada a mi agente de seguros. La hice.Según John, un seguro contra accidentes profesionales por 60 millones de pesos me costaba doce mil quinientos pesos mensuales. Claro que él también puso sus requisitos: no valían accidentes con arma de fuego o desgracias causadas por guerra o revolución. No facturaba muerte causada por suicidio o en siniestro aéreo en calidad de piloto. En cuanto a invalidez, si perdía totalmente la visión, el habla, las dos manos, los dos pies o un pie y una mano me daban el 100 por ciento de la póliza. Si perdía un ojo y un pie, o un ojo y una mano, también me hacía acreedor al “premio gordo”. Por un solo globo ocular inservible, el 60 por ciento. Le pregunté por cláusulas de desmembración menos agresivas. Digamos dedos. Por el pulgar, 20 por ciento, y por cualquier dedo del pie, el diez. Cálculo rápido: el diez por ciento de 60 son seis millones de pesos. Hecho. Podía vivir sin el dedo chiquito de mi pie izquierdo. Total estaba algo torcido y como todos los dedos chiquitos del pie, la uña es horrorosa. Vería jugar a Inglaterra y de paso me haría un bien estético. Colgué sonriendo pero la cobardía no demoró en llegar. Mi resistencia al dolor es mínima. ¿Sería capaz de cercenarme una falange? Sólo con anestesia general lo aguantaría. ¿Quién lo haría entonces por mí? Imposible volver a una piscina a o la playa. La gente no despegaría sus ojos de mi pie deforme. Maldito sea el día en que me aficioné al fútbol… hmm… ¡Lo tengo!: un tío calvo me contó hace tiempo que hay lugares donde compran el pelo para hacer pelucas. Desgraciadamente (¿afortunadamente?) el mío no tiene el largo del de un integrante encargado de tocar la zampoña o la charanga o la ocarina en un grupo de música andina. Pero como ya estaba de cabeza en esto, averigüé. El directorio tiene las siguientes entradas para pelucas: Esmeralda: pelucas, camuflaje, trenzas, alisado, venta de cabellos. Pelucas-Bisoñés Bari: naturales, sintéticas, bigotes, chiveras /despachos dentro y fuera del país. Proestética capilar: pelucas con cráneo (volvieron las arcadas), prótesis capilares en piel de silicona, técnica USA. Sistemas Jairo Sarmiento: se compra cabello natural largo, diseños exclusivos, a una cuadra de Transmilenio. Este es.El reino de don Jairo ocupa una casa gigantesca en el barrio Palermo. Pasó de ser el refugio de una familia el doble de grande de la que habitaba la clínica de la doctora Sandra, a convertirse en la central de operaciones de un ser que engaña a la gente haciéndole creer que su imagen mejora con una prótesis capilar pensada exclusivamente para el cliente. Voy con una amiga que posee “cabello natural largo”. Se compra de 30 centímetros en adelante. Pueden pagar de 20 mil a 50 mil pesos, dependiendo de la extensión y el estado. Por horquilla el precio baja considerablemente. Nos explican que en otras partes se compra por libra o por kilo. Los mil gramos alcanzan los 80 mil pesos. Hay quienes utilizan su propio estándar de medidas: compran por moña. Don Jairo nos hace una oferta: si mi amiga decidiera cortarse el pelo le daría 100 mil pesos. Mi dedo pequeño del pie vuelve a escena pero lo espanto rápido. No voy a aportarle dolor gratis a mi vida. Basta con comentarios como ese de la ayuda profesional. Subimos la cuadra que nos separa de Transmilenio. La tarjeta se traba. Con mi suerte y lo mal cotizado que está mi cuerpo la decisión más prudente es rendirse. Confirmo que no tengo palabra de honor. No voy a ir al Mundial. La plata de la prima y de este artículo la invertiré en un buen televisor y un par de despertadores para levantarme en la madrugada, porque con eso de la diferencia horaria nos han sabido joder. Será un Mundial muy solitario para todos. Francamente no creo que más de dos personas se reúnan para gritar gol a las tres de la mañana. La cerveza habrá que reemplazarla por un termado de tinto. SON ESAS PEQUEÑAS COSAS… Si se queda en la calle, las terribles fuerzas del mercado ya tienen tasado su cuerpo. Como no hay que confundir valor y precio, tenga en cuenta que esto es lo que puede cobrar por cada parte; no lo que vale. Lo permitido (Aunque de ninguna manera recomendado, porque “el deporte es salud” y no es saludable desmembrarse por unos cuantos goles). Dedo gordo del pie (pérdida en un accidente): $6.000.000. Esqueleto en buen estado: $100.000. Un cráneo ídem: $50.000. Semen (una donación): $28.000. Diente: $4.000. Lo prohibido (Según los organismos de seguridad, estos son los precios aproximados que se pagan en el funesto mercado ilegal de órganos): Hígado: $25.000.000. Riñón: $20.000.000 (Corre el rumor en Medellín sobre un capo de la mafia que, a la salida del hospital San Vicente de Paul, ofrecía mil millones por un riñón para su hijo). Córnea: $12.000.000.

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