En ese momento, el Tano cavila y pide ayuda a uno de sus muchos amigos: un abogado que lo tranquiliza y lo disuade del temor de que alguien (alguna de sus “víctimas” discursivas) pueda venirle con algún quilombo. Otro amigo, que sabe de medios de comunicación, le sintetiza sus alternativas: o levanta a su numerosa familia (su mujer y sus cinco hijos), desconecta el celular y desaparece por dos semanas, o se presta a que los medios lo conozcan y lo traten. Opta por lo segundo porque teme que su silencio se preste a confusiones, a que cualquiera especule con cualquier cosa. Eso sí: se deja la piel en una locura de entrevistas y apariciones públicas.
¿Lo mejor de estar metido en semejante torbellino? El cariño de la gente. Los que son de River, y los que no lo son, lo saludan con afecto. Lo entienden. Yo, aunque no se lo digo en ese momento, estoy completamente de acuerdo con esa gente.
El Tano hilvana una historia con otra, mientras el partido entre River y Desamparados de San Juan exhibe un trámite anodino. De vez en cuando, algún grito aislado, al calor de las escasas aproximaciones de River al área rival. O la contraria: un súbito silencio cuando Chichizola, el arquerito de la banda roja, tiene que volar para sacar al córner un cabezazo esquinado.
El Tano es un buen contador de anécdotas. Se le iluminan los ojos mientras cuenta. Va subiendo los escalones del suspenso, y los remates juntan sus carcajadas con las mías. En medio del fárrago de entrevistas, y mientras atiende a unos periodistas españoles en un hotel paquetísimo en plena Buenos Aires, un tipo le pide sacarse una foto con él. El Tano accede. El tipo aclara que es para enviársela a un amigo que tiene en Portugal, que no le cree que esté, en ese momento, delante del célebre Pasman, su ídolo. Y el Tano pregunta cómo puede ser que alguien en Portugal lo considere su ídolo. Quién es esa persona. “Javier Saviola”, informa el tipo. Y el Tano es feliz, con la constatación. Y sigue siéndolo un rato después, mientras vuelve su casa con su hija, sentado a duras penas en un vagón del ferrocarril San Martín que se cae a pedazos. Del hotel glamoroso y el admirador célebre al traqueteo infame del San Martín que amenaza siempre con detenerse a morir en plena vía. Cenicienta en pleno baile y entre los ratones y las calabazas. El contraste lo asombra y lo divierte.
Van 35 minutos y River, que no está jugando bien, mete un ataque profundo, centro atrás y cabezazo de Ocampos para el uno a cero. El Tano salta del sillón, puños cerrados y alarido. Se sienta y comenta que está un poco mareado. Se comprende: gritó con todo el aire que tenía, y toda la sangre se le fue a la cara. Tal vez el mejor modo de recuperar el aliento no sea encender otro Parisiennes, pero no me atrevo a señalárselo. River se suelta un poco. A los 45 otro centro y otro cabezazo. Sánchez. Dos a cero. El grito del Tano se parece mucho al primero. Nada de relax, ni de sobrar la cosa. Otro cigarrillo.
(El futbolista que perdió su trabajo por un tatuaje)En el entretiempo hay calma como para más anécdotas, recientes y de antaño. Hace unos días, al Tano lo juntaron con el Beto Alonso, uno de sus ídolos. Y visitó, junto a su hijo, el museo futbolero que el Beto tiene en su propia casa. Y se atrevió a comentarle, en chiste, que qué raras son las cosas, que al Beto le llevó quince años y un montón de sacrificios convertirse en ídolo de River, y a él, al Tano, le alcanzó con cuatro puteadas. Nos reímos. No hay soberbia en lo que el Tano dice. Apenas sorpresa. Pura maravilla. “Pongamos que hubiera ido a ver a una bruja, hace unos meses —inicia una hipótesis el Tano—. Y la bruja me dice que voy a terminar en la tapa del Olé, y en la revista Gente, y en la tele, y con millones de espectadores en internet —el Tano hace una pausa—… ¡Devolveme la guita, vieja loca!”, hubiera sido la culminación de la consulta. Y el Tano de nuevo se ríe porque es como él dice: los primeros días fueron duros pero después no. Después se puso lindo. ¿Quién le iba a decir a él que se iba a tomar un café con el Beto Alonso? ¿Quién, eh? ¿Cuándo?
Empieza el segundo tiempo y River juega mejor. Estrella un pelotazo en el travesaño. Alguna puteada corta, concisa, casi diríamos necesaria. Y no según los códigos del Tano, sino según los códigos del fútbol. Que para el caso es lo mismo.
Sale el tema de su papá. De que lo llevaba siempre a la cancha, cuando era chico. En un Renault 4. Aunque hace más de cuarenta años, el Tano se acuerda de la vez que su viejo se pegó la vuelta a su casa, ya de camino a la cancha, porque había empezado a llover. Y el Tano lloró toda la tarde.
A los quince del segundo los sanjuaninos demuestran no estar tan desamparados: Rosso clava el 1-2 y al Tano —y al Gordo, que sufre más allá— se les transforma la cara. Yo mismo me preocupo. No quiero pasar a la historia como “la visita mufa”, traducido a “vino a mi casa Sacheri y nos empataron un partido imposible”.
El partido sigue, pero con más nervios. Cavenaghi se come un gol debajo del arco. El Tano salta de su sillón. El Gordo salta del suyo. Francisco y yo nos quedamos sentados. La ventaja de ser hinchas de Independiente es que no sea nuestra piel la que está en juego.
Por suerte, a los 26 Domínguez hace el tercero y los ánimos se calman. Se calman después del nuevo alarido, de la ceniza del Parisiennes al piso, de alguna puteada de esas que uno necesita para aflojarse los nervios como si fueran la corbata.
(Mi amigo de la infancia jugaba mejor que yo)Otro recuerdo del Tano: cuartos de final de un Torneo Nacional, contra Newells. River va perdiendo de local. El Tano y sus amigos, en su desesperación, prometen hacerse los trescientos kilómetros que los separan de Rosario, para ver la revancha, si los millonarios ganan el partido. Y el milagro sucede, con dos goles de un tal Gordon. Y como promesas son promesas ahí se van, días después, hasta Rosario. Pero allá pierden seis a dos. Una cosa es que existan los milagros y otra es que se repitan.
Y termina el partido. “Por lo menos se ganó, aunque se haya jugado más o menos”, es la conclusión del Tano. Le pregunto qué ha sido lo peor de todo este fenómeno. Piensa un poco. Que algún boludo se haya creído que lo armé a propósito, concluye. Que lo fingí.
Antes de irme hacemos un alto en el living. Ahí están sus hijos, un sobrino, su mujer. Conversan y se ríen. Se nota a la legua que se llevan bien. Se han pasado todo el partido entrando de a ratos en la habitación en la que nosotros veíamos el partido. Un poco para ver cómo iba River. Y otro poco para ver cómo iba el Tano y su presión arterial. Ahora se ríen. Los espera la noche del sábado. Y por las caras que tienen se les nota que la van a pasar bien juntos.
El Tano nos acompaña a la puerta. Le pregunto si quiere que el torbellino siga o que se corte. Se encoge de hombros. Hace un gesto hacia su casa, hacia el living en el que lo espera su familia. Dice algo acerca de que su vida son ellos. Yo sonrío porque entiendo que es así.