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14 de abril de 2005

Zona crónica

Los últimos días de un toro de lidia

El periodista Héctor Rincón acompañó a 'desocupado', un toro de lidia de 480 kilos y cuatro años, desde los pastizales de la sabana de donde lo llevan a la plaza,hasta el momento en que se convierte en carne de nadie. Crónica de una despedida.

Por: Héctor Rincón

La cuesta en cuya cúspide está mi toro no es muy inclinada. Solo hay que caminar debajo de las sombras de unos encenillos muy altos por un camino de barro seco, que es el camino que va a la dehesa, ese pastizal que es el último que lo acogerá en la vida, que es la antesala del embarque, el último verde que verán sus ojos antes de la cita que tiene sin saber que la tiene y que es una cita amarilla y roja y bulliciosa.

Para empezar a subir hasta donde está mi toro, hasta donde retoza Desocupado, hay que pasar dos cuerdas de alambre templado, la segunda de las cuales lleva corriente eléctrica, pero nada de eso es difícil, qué difícil: qué difícil va a ser caminar por estas praderas que a esta hora están atestadas de un sol clemente, de un sol solecito que pasa todo pálido por entre las ramas y sobre esos destellos vuelan chapolas de las que son granates y negras y que se llaman monarca.

Es un breve valle limitado por dos colinas, todo muy verde y muy silencioso por donde pasa un aire limpio, todo en contraste con la metrópoli bogotana, pero no es que quede ni a muchos kilómetros ni a muchas horas porque Agualuna, que es la finca que recorro, está en el centro occidental de la Sabana, por los lados de Madrid, más al sur de Mosquera, por acá por Bojacá.

Desocupado dejó la hacienda Agualuna, donde se crió,  a la una de la tarde.

Agualuna es finca ganadera, ganadera de lidia desde 1996, no hace mucho es cierto, pero las simientes que permiten ese montón de sólidas manchas negras que de lejos parecen rocas que interpretan armoniosamente una coreografía, las simientes de todos esos toritos que van y vienen que van y vienen, son de origen legendario, de la ganadería Sanduendo, de la familia Domecq, que es mucho decir cuando se está hablando de toros en cualquier parte del mundo.

Ellos -los utrera que acabo de decir, los que van y vienen y que están en un potrero distinto a aquel en que come Desocupado- no nacieron aquí mismo sino en otra finca cerca, que es donde fueron concebidos por unos toros que cubrieron a sus madres en alguno de los instantes de celo exacerbado que dura 15 horas cada mes, y en ese instante justo vaciaron en sus entrañas los cuatro centímetros de semen que carga todo toro ganoso; y después siguieron los nueve meses de gestación y después fueron erales hasta los ocho meses cuando los destetaron, hasta los diez meses cuando los marcaron, hasta cumplir el año cuando los trajeron aquí ya convertidos en utreras.

Todo eso pasa en el primer año de vida de un toro de lidia. Todo eso, dicho así rápido, pero más que eso, más que engendro, más que preñez, más que parto, más que mamada, más que tatuada, más que todo aquello dicho de modo tan vertiginoso y casi doloroso, es un trabajo paciente y arduo, de seguimiento obstinado y diría amoroso, una observación experta y tranquila, como la que hace desde este lado de la cerca Félix Rojas, el administrador de estas praderas, quien lleva cuarenta años distinguiendo entre la manada cuál de ellos es andarín, cuál corretón, cuál suelto, cuál manso, cuál blandón y cuál de todos de los que van y vienen de los que van y vienen es más bonancible que el resto.

Antes de que sean toros como es Desocupado ahora, a los toritos los dividen en lotes. Los discriminan, sí, los van discriminando por tamaños, por arquitectura, por olfato, por bravura. Por dependiendo qué tan toro sea el toro: a los que salgan sin la condición de no huir ante el acoso sino de enfrentar al acosador y enfrentarlo suave, bonito, fiero, los van sacando a la venta cuando ya tienen unos tres años para festivales de plazas que no se llaman Santamaría ni Macarena. No tan elegantes como esas ni tan encrespadas como Argemesí, como Tlaxcala, como Toledo, como Algeciras que es donde irán otros a cumplir la cita amarilla y roja y bulliciosa que cumplirá aquel toro que está en la dehesa viendo los últimos verdes que verán sus ojos.

Vistos así son apacibles. Casi mansos. Vistos así, en este lote de postulantes a toro, son gregarios que siguen al arisco que va enfrente. Nada más hacen que seguirlo, aunque sí. Hacen algo más: muy delicados pero muy atentos buscan con los ojos todo lo que se mueva en su entorno, un entorno grande, de fanegada entera, que es el espacio que le dan a un torito para que se vaya volviendo toro. Comen del pasto que pisan en el que crecen leguminosas como la lengua e´vaca y los tréboles y comen también florecitas de esas, de las silvestres, margaritas, batatilla, lilas, maní forrajero, esas que también son favoritas de las avispas y de las abejas que van por aquí chupando néctares y de pronto clavándole el aguijón a los toritos cuando todavía lo son y a los toros cuando ya lo son.

Los purgan, claro. Y los vacunan contra la aftosa y contra un riesgo que se llama carbón sintomático. Dos veces al año los bañan con una fumigadora con la que les combaten los piojos si están en climas fríos y contra las garrapatas que son los piojos de clima caliente, según entendí. Cuando han pasado de los tres años -y han bebido agua al menos dos veces al día, como todos a todas las edades, y han comido más de noche que de día y han hecho siestas echados en el pasto debajo de las sombras de los eucaliptos en los mediodías- cuando llegan a esa edad comen un concentrado para el engorde que tiene un porcentaje alto en proteínas, en calcio y en fósforo, cada día cuatro kilos, cada día cuatro kilos, hasta lograr poca grasa y mucho músculo, poca grasa y mucho músculo, que es de lo que se compone un animalazo de estos que no puede tener menos de 440 kilos cuando le llega el día de cumplir la cita que no sabe que cumplirá.


Desocupado llegó a las 3 de la tarde a la Santa María. Esa noche -su última noche- durmió con sus cinco compañeros en toriles. Tres horas antes de salir al ruedo recibió el último baño de su vida.

Les dan, dije, pero no es que les den sino que les ponen. Debajo de un toldillo de tejas de hojalata que encandelillan, en un cuenco de madera ancho y hondo, les ponen esta comida especial para toros de lidia y a ella se acercan, rituales. Se la ponen ahí y no se la dan porque a partir de muy temprano, a partir casi desde que son becerros, es correr riesgos cualquier cercanía, como lo sabe bien Aquilino, el mayoral de Agualuna que no tiene palabras sino sonrisas. Y con sonrisas, más amplias o más estrechas, responde que sí, que son bravos y que hay que ver cuánto se pelean.

Porque se pelean. Aquel arisco que preside el lote y vuelve gregarios a todos los demás, puede (debe/tiene) puede ser un pendenciero de barriada, un matón agazapado que empieza a acumular broncas de la piara por esas arrogancias y esas soberbias que parecen tan humanas pero que no solamente. Pelean unos contra otros o uno contra uno, pero muchas veces se engavillan contra el crápula de la manada y entonces le caen todos: los corniapretados, los brochos, los cuernivueltos, los bizcos. Todos los que tienen los cuernos así, que los tienen así y así los describen y así los diferencian, porque todos pueden (deben/tienen) que ser peleadores: los burracos jaboneros, los salpicados, el listón y el gargantillo. El calero también y el acarnerado y el almendrado de culata. Todos, incluido el destartalado y el cárdeno y el bragado. Y los coleteros, que son algunas de las características y colores que los distinguen entre tantos y tantos y que forman ese lenguaje hecho de palabras sugestivas que aparece por temporadas.

Cuando pelean, braman con esas voces profundas, desgarradas a veces, que rebotan en los altos y se vuelven un eco como de canto de vaquería. Braman furiosos cuando pelean, solo cuando pelean, porque el resto de la vida son silentes, solo producen el ruido de sus pezuñas sobre el pasto, nada más que ese y aquel otro ruido cuando escarban maniáticos en el piso y levantan unas nubecitas de polvo que se pierden muy rápido.

Una pelea de toros en manada puede dejar -como ha dejado aquí- cinco muertos. Son largas y a fondo, creo que ya lo dije, ocasionadas por unas discrepancias que se van acumulando con los días porque en estos lotes, como en la vida, hay quienes van ganando reverencias y reputación y amistad, y hay quienes van conquistando antipatías hasta que llega el día de los cobros de cuenta y el potrero se estremece.

Los sobrevivientes de esas reyertas y los elegidos por los ojos expertos de los ganaderos pasan esos filtros y las manadas se reducen. Ya no son cuarenta o treinta, sino seis o siete como en la pequeña cuesta en cuya cúspide está el número 528 que se llama Desocupado (hijo de Desocupada porque los toros se llaman como sus mamás pero en masculino), que en su negro vientre solo tiene ese número y no como otros, como otros toros, que llevan en la piel el recuerdo de peleas perdidas vueltas cicatrices. Desocupado no. Desocupado es negro, cornialto, tiene las manos cortas y el cuello grueso de piel crespa. Y mira serio desde sus ojos miel como si tuviera un mal recuerdo por dentro. Muy serio es Desocupado, pero no es una seriedad dañina ni resentida, sino una seriedad de independencia o una seriedad premonitoria porque Desocupado, que nació en julio del 2000, y lleva en estos pastizales más de cuatro años felices, tiene una cita con su destino dentro de dos días.


La víspera de su azar, como a las once de la mañana, Desocupado dejó sus colinas de siempre, el aire de toda su vida, el silencio de casi cinco años. El campo de soles y de lluvias y de florecitas que eran un tapiz en la sombra de las acacias. Lo metieron en un corral de hierro y lo encaramaron en un camión en el que viajó como una hora por primera y última vez de su vida. Viajó con otros seis toros hacia el ruido de una ciudad no vista y lo bajaron en los corrales de la plaza de Bogotá en los que ya no había verde sino amarillo y rojo. Y allí pasó la noche. Esta noche. Su última noche.

A Desocupado, el 528 con 480 kilos de peso, nueve millones de pesos de precio, lo miraron desde lo alto de los chiqueros unos señores que llegaron antes del mediodía del domingo final. Lo miraron y lo miraron. Le miraron su actitud, su parsimonia, su aire retraído. Y las manos cortas y las pezuñas firmes. Le examinaron con ojos expertos hasta llegar al consenso silencioso de que ese, Desocupado, era el más promisorio de todos. Por esa predilección lo escogieron de primero los delegados de los toreros y por los cruces de los azares ese mediodía la vida decidió que Desocupado se enfrentaría al más prestigioso de los matadores de la tarde. El mejor de los toros ante el mejor de los toreros.

Eran las cuatro y veinte y había llovido sin piedad en una tarde que comenzó luminosa. La plaza no estaba llena pero casi. Por los trapos y los aceros de otros toreros habían pasado ya -y habían muerto ya-tres de los compañeros de potrero de Desocupado. A esa hora salió por un túnel que desembocaba a una luz que volvía a ser clara. Salió sin aspavientos, con dos cintas en el lomo que le habían puesto después de que lo escogieron. Una color azul zafiro, otra color oro, los colores de la ganadería donde nació Desocupado y por la cual podría morir. Salió y lo envolvió una bocanada de hummmm de gradería que después se volvió ehhhhh de torero.

Torito -mi torito- dio una batalla brava en la cual lo fueron hiriendo y lo fueron mareando, mientras hasta el amarillo del ruedo bajaban algarabías de oléee y sus ojos ya no brillaban como brillaban, sino que eran turbios y estaban extraviados hasta cuando después de un silencio inusitado, denso, póstumo, una espada larga le entró por el morrillo y le llegó al lado izquierdo del tórax y le abrió pulmones y le atravesó el corazón. Desocupado no cayó ahí mismo. La hemorragia interna se manifestó hacia fuera, por la boca, por la nariz, y su vida era cada segundo menos, cada segundo menos. Hasta ese segundo final cuando dobló las rodillas y se inclinó vencido. Ya sus ojos no veían nada.

Lo que siguió ya no fue bonito, porque hasta ahí, a pesar de esos doce minutos finales de dolor y de sangre, hay lealtades y hay riesgos. Desocupado perdió pero pudo ganar matando: siete o diez veces sus cuernos altos pasaron a milímetros del vaso, del hígado, de los riñones de su matador. O pudo ganar peleando más, hasta el indulto, y entonces hubiera vuelto a los potreros y después de estrenar mujé no habría tenido que hacer nada más que seguir montando mujé.

Pero no. Lo que siguió no fue bonito. Hubo aplausos y a Desocupado le cortaron las orejas para entregárselas a su matador. Y lo arrastraron hasta un cuarto de baldosas frías, de mangueras negras, de delantales ensangrentados, de cuchillos largos, de hachazos puntudos, de carniceros eficientes. Eficientes destazadores que mientras el torero daba la vuelta al ruedo amarillo, con sus trofeos en la mano y los claveles de júbilo que llovían desde la tribuna, mientras eso que no eran más de cinco minutos, a Desocupado le habían roto las patas, le habían desprendido la cabeza, le habían desgarrado la piel ya rota por la espada y por las banderillas.

Desocupado, ya vuelto trozos, ya separados sus huesos de su carne fina, de su carne enriquecida, ya no era Desocupado. A toda su belleza, tasajeada, sin rostro y sin gracia, la fueron colgando de unos ganchos de carnicería, de esos grandes, y la pusieron en un furgón de esos cerrados que salió de la Plaza a entregar pedidos sin nombre.

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