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10 de noviembre de 2018

Historias

Ilegales, pero no indocumentados

Para miles de inmigrantes que buscan trabajar en Estados Unidos, falsificar documentos es la única opción. Este es un viaje a las entrañas del negocio de los papeles ‘chiviados’ en el corazón latino de Nueva York.

Por: Juan Sebastián Salazar Piedrahíta

La Avenida Roosevelt en el barrio Jackson Heights, en Queens, Nueva York, es un bazar latino. Se habla y se grita en español. Una colombiana ofrece obleas y, a unos pasos, un mexicano le responde que tiene películas en español; en la otra calle,un chino susurra que vende masajes. Suena a reguetón, salsa y vallenato. Hay peluquerías, tiendas de estatuas de vírgenes coloridas y oficinas de abogados que ofrecen sus saberes en deportación, divorcio, bancarrota o problemas con inquilinos. Huele a grasa y tortilla. La línea siete del metro, que conecta Manhattan con Queens, se alza entre la muchedumbre que camina por la avenida; suena un tucutú-tucutú cada vez que pasan los vagones. En las esquinas, escondidos debajo de los semáforos o de los locales de pizza, hay personas que venden Social Security Cards, licencias de conducción y Green Cards: documentos falsos para poder trabajar en el país. Ahí nace la mayoría de inmigrantes ilegales de Nueva York.

¿Ve a ese que está en la esquina?

Pregunta César, un colombiano que lleva más de siete años en Estados Unidos. Señala a un hombre apoyado en una pared: tiene el bigote liso-liso y los ojos achinados; en su nuca, una cola le amarra el pelo:

Ese man vende las social... Venga le muestro.

Caminamos hacia el hombre de bigote y cuando estamos a su lado se escucha sueave “Social. Social”. No nos mira. Seguimos derecho y César sonríe:

¡Sí ve!

Damos unos pasos y César apunta con la quijada cada tanto: por cada movimiento repite, una y otra vez, “Este las vende. Este las vende. Este las vende”. Ellos responden: “Social. Social. Social”. Un coro de más de veinte “Social. Social. Social”. Sopranos. Tenores. Barítonos. Bajos. “Social. Social. Social”.

En el barrio latino de Jackson Heights, la falsificación de documentos se hace a plena luz del día y de manera rutinaria. 


En una cuadra pueden estar cuatro vendedores de documentos falsos. Tratan de pasar inadvertidos: miran a su alrededor, al celular, a las uñas. Limpian sus tenis, cambian el pie de apoyo sobre la pared, usan auriculares. Son los que están quietos, parados o sentados en las esquinas. El trabajo es monótono. El negocio es en dólares.

Parce, ¿a cuánto la social?

Pregunta César exagerando un acento paisa que no es suyo. Al frente hay un hombre con cara de malas intenciones. Tiene un tatuaje en el antebrazo izquierdo: un pistolero con sombrero ranchero y una pañoleta que le tapa la boca y la nariz.

A 50 la social y a 120 la licencia.

¿Y qué tal la calidad del papel? Es para trabajar como chofer en un parking.

Sí. Sí. Es bien bueno. Eso ha pasado en parkings.

Responde con afán y mirando a los lados. No hay policías. Tiene entre 30 y 40 años. Coge algo de confianza:

También tengo una licencia de conducción de Nueva Jersey que está bien chingona, tiene los brillantes. Te la doy en 220.

Se recuesta en la pared. Frente a él hay otras dos personas que sirven de cortina. Vigilan. Nos vigilan.

Parce, ¿y en cuánto me deja la social y la licencia de conducción de Nueva York?

Te dejo las dos en 150.

Silencio.

¿Cuánto tiempo se demora?

El hombre se desespera. Mira de nuevo a los lados.

Vamos, ¿cuánto me das pues? Dame 110 y te las bajo en una hora.

***

Comprar un documento falso en Queens es sencillo: un par de preguntas, un par de titubeos, un precio, el regateo, el precio final y ok-ok. Entonces el comprador el inmigrante le da una foto tipo visa al vendedor (si la persona no la tiene, este se la toma con su celular en cualquier pared blanca). El comprador también tiene que dar su nombre, su fecha de nacimiento y su nacionalidad. Con la foto y los datos, el vendedor envía un mensaje de texto y le dice al comprador que en una hora el documento estará listo, que lo llamará. Le pide la plata. Miran a los lados para comprobar que la policía no está. Trato hecho.

Mientras tanto, a unos pasos del lugar donde se concreta el negocio, en un apartamento o en una bodega, un par de personas reciben el pedido. Escriben los datos del comprador y comienzan el proceso de falsificación; utilizan impresoras para tarjetas de identificación de plástico, impresoras para papel aluminio, tarjetas blancas, tintas ultravioleta y programas para editar. Aunque las tarjetas no quedan idénticas a las originales, tienen las formas básicas: los colores, los diseños y, lo más importante, los diez números de la seguridad social (Social Security) escogidos al azar. Esta serie numérica pertenece, generalmente, a ciudadanos estadounidenses legales.

Según la Oficina del fiscal del distrito de Queens, hay cerca de diez fábricas de documentos falsos en menos de veinticinco cuadras. En promedio ganan más de un millón de dólares anuales por el negocio.

El presidente Donald Trump pretende endurecer las medidas contra los inmigrantes, a pesar de la presión social que busca la legalización de los indocumentados.


En una o dos horas el vendedor aparece con los papeles. La entrega se hace generalmente en un lugar cerrado, en un Burger King o en un McDonald’s. Con los documentos en la mano, el comprador o inmigrante o alien, como se les dice en Estados Unidos ya puede empezar su sueño americano. Se dan la mano. Gracias. Bye.

***

Cuando César llegó al aeropuerto John F. Kennedy, de Nueva York, un guardia lo paró y lo llevó al cuarto de inmigración. Estaba tranquilo. No era la primera vez que iba a Estados Unidos: antes viajó para hacer negocios en la compañía de televisión de su hermano, ese día volvía para quedarse como inmigrante ilegal.

Déjeme ver su maleta le ordenaron. El agente buscó entre la ropa.

Quítese los zapatos.

Clavó una navaja pequeña en la suela una y otra vez.

¿Dónde tiene la droga?

En ningún lado, revise.

Y revisaron por dos horas. Vaciaron su maleta, le hicieron más preguntas, lo requisaron. No encontraron nada. Lo dejaron ir. Cuando caminaba hacia la salida lo pararon dos agentes encubiertos. Ahí perdió la paciencia:

¿Otra vez? Es por ser colombiano, ¿cierto?

César recuerda: “Apenas se reía el hijueputa”. Silencio. Toma un sorbo de cerveza. Ya han pasado siete años desde entonces. Frunce las cejas y aguza la mirada. Tres accesorios cuelgan en su cuerpo: un rosario en el cuello, una pulsera de plata en la muñeca derecha y un piercing en el lóbulo izquierdo. Otro sorbo:

Mire, Juancho. Yo no venía de paseo, venía a trabajar, a ser más independiente y vivir más tranquilo... Por lo menos eso fue lo que me dijeron cuando estaba en Colombia, que aquí uno tenía más oportunidades.

Por fin salió del aeropuerto. Llegó a Nueva Jersey, a dos horas en tren de la ciudad de Nueva York. Allí vivía su tío, que trabajaba en un hotel, y ahí se quedó la primera noche y la segunda. Cuando se despertó, el tío le preguntó qué iba a hacer. En otras palabras, ¿hasta cuándo se iba a quedar en su casa?

César se fue a Jackson Heights, al bazar latino, buscando una respuesta. Entró a un restaurante colombiano y allí habló con un desconocido que estaba tomándose un café; le explicó su situación: no conocía a nadie, necesitaba dónde vivir en la ciudad y tenía que trabajar: “A eso vine”, le explicó. El hombre colombiano le dijo que sabía de alguien que estaba arrendando una habitación en un sótano por 500 dólares mensuales más un depósito de 200. En cuanto al trabajo, dijo el hombre, lo primero que había que hacer era buscar a los “indios” y comprar una Social Security y una licencia de conducción o una Green Card. Simple.

En una cuadra puede haber hasta cuatro vendedores de documentos falsos. Se quedan ahí por horas mientras intentan pasar desapercibidos. 

—Cuando fui a comprar los documentos por primera vez me dijeron que no me los vendían porque tenía pinta de policía.

César hace una mueca y ríe:

¿Tengo cara de tombo o qué?

Vuelve a reír. Sí, sí tiene cara de policía: gafas Ray-Ban, pelo corto y pintado de canas grises; en la punta tiene un copete como una ola de surf que se mantiene tieso por el gel. Tiene esa mirada acusadora que aprieta los párpados y esconde los ojos. Sí, policía.

Dos personas más dijeron que era policía.

Y nada que le vendían los documentos. Luego conoció al ‘Veneco‘, un tipo que cambiaba de número celular cada semana; él le vendió la Social Security. Días después empezó a trabajar en un parqueadero de Manhattan.

Mire, lo difícil no es sacar los documentos, lo difícil es el miedo que uno tiene los primeros días. Cuando compré la social miraba a todo lado y cuando veía un policía me ponía tieso, caminaba derecho.

Una vez, cuenta César, estaba trabajando y le tocó llevar el carro de unos clientes a un hotel. Ese tipo de cosas no le gustaban porque se exponía, salía a la calle y en una de esas, a lo mejor, un policía lo agarraba. Aceptó con recelo. El hotel estaba a un par de cuadras. Condujo unos metros y un semáforo en rojo lo detuvo: “¡Jueputa!”. Estaba nervioso. Miró el espejo retrovisor y vio, justo, una patrulla de policía. De repente prendieron las luces y sonaron las sirenas: “Me cogieron. ¿Qué hago? ¿Acelero? ¡No!”, su mamá le enseñó a no huir de la autoridad, y más en Nueva York, recordó. Parqueó el carro a un lado, pero la sirena y la policía siguieron derecho, no pararon. Respiró. Si lo hubieran cogido con los papeles falsos le hubiera tocado pagar una multa de 275 dólares como mínimo, o 5500 dólares máximo. O peor, hubiera ido a la cárcel mientras esperaba la deportación a Colombia:

Ese es el riesgo que uno debe tomar para salir adelante en este país.

Respira hondo. Descarga:

¿Cómo putas trabaja uno acá si no se puede?

Silencio.

Si uno quiere trabajar, debe tener la Social Security falsa... Todo el mundo lo hace.

***

En la presidencia del republicano Ronald Reagan, en 1986, el Congreso estadounidense aprobó una reforma que se llamó IRCA (Immigrant Reform and Act Control); esta prohibió, por ley federal, la contratación de inmigrantes ilegales o inmigrantes no autorizados para ejercer cualquier trabajo. La idea era, según Reagan, “eliminar los incentivos para la inmigración ilegal”.

Desde entonces, la Green Card (tarjeta de residencia permanente), la Social Security Card y la licencia de conducción, entre otros, son los documentos que avalan a una persona para trabajar en Estados Unidos. Si usted los tiene, trabaja; si no los tiene, no trabaja.

Según el Centro de Estudios de Migración (CMS, en inglés) hay más de once millones de personas que viven en el país de forma ilegal (bien sea porque entraron por la frontera sin ningún permiso o porque su estatus de turista se venció y siguieron en el país). Más del 72 por ciento de estas personas trabaja ilegalmente, y de estos, el 75 por ciento, aproximadamente, usa documentos falsos. El resto es contratado fuera de los libros de caja; o sea, les pagan menos del mínimo y trabajan hasta 17 horas.

Aquí no es fácil. En mi país yo era el jefe, aquí soy el puto mesero dice Leandro Marotti, un brasileño que llegó de Sao Paulo a Nueva York y a los pocos días de aterrizar se postuló a un trabajo en un hotel. Dio su hoja de vida, hizo la entrevista, lo entrenaron como botones y pasó. A los tres días, la administradora le dijo que necesitaba sus documentos para hacer el contrato. Leandro fue a Queens a comprar la Green Card falsa:

Los que venden los papeles parecen drug dealers, pero son paper dealers. Es gente que está en la calle haciendo nada le dijo un amigo.

La tarjeta le costó 70 dólares y en esta sale su foto, pero no su apellido exacto, por si lo agarran. El cambio es sutil, una vocal.

Cuando llegó al hotel con el documento estaba nervioso. La administradora lo llamó y le pidió la Green Card. Se la dio. Ella la tocó, la movió. “Es falsa”, dijo.

No se imagina cuánta vergüenza sentía... Ella trató de ayudarme. Me dijo que trajera una carta de permiso de la escuela donde estaba aprendiendo inglés... Pero ellos no hacían eso.

Leandro mira el pasto del Central Park, en Manhattan, allí conversamos. Tiene los ojos color miel, los párpados están hinchados y rojos. Su nariz parece una rampa en picada. Tiene 33 años.

La semana siguiente fue a un restaurante. Pasó su hoja de vida, hizo las pruebas y lo aceptaron. Como en el hotel, le pidieron la Green Card para hacer el contrato. Esta vez entregó el documento sin nervios. El jefe escribió su nombre y los números de la seguridad social en una planilla. Ni siquiera revisó la autenticidad del papel. Cuando terminó de escribir le dijo que firmara el contrato.

Leandro recibe semanalmente, gracias a la Green Card falsa y a su trabajo, cerca de 900 dólares. De ese total el empleador descuenta cerca del 10 por ciento en impuestos para pensión, seguro médico (Medicare), subsidio de invalidez, subsidio a los familiares por muerte o subsidio por desempleo. Unos 90 dólares. Todo va para las arcas del Estado. Es decir, Leandro ?y todos los trabajadores ilegales? no ganan semanalmente lo que ganan: la cifra disminuye para pagar los programas de seguridad social para los ciudadanos estadounidenses. Esos aportes no van a ser reclamados nunca por Leandro o César o por cualquier trabajador ilegal porque, precisamente, no son ciudadanos.

El Instituto de Impuestos y Control Económico (Institute on Taxation on Economic Policy), una organización sin fines de lucro de Estados Unidos, estima que todos los trabajadores ilegales del país aportan más de 11.000 millones de dólares anuales en impuestos ?incluyendo los tributos por sus salarios, impuestos de venta, gastos en arriendo o consumo, en general?.

Un ejemplo. Cuando el trabajador recibe su salario en una cuenta bancaria los bancos descuentan algún monto por el uso de sus servicios y, claro, por los impuestos. Si el empleado no tiene cuenta bancaria y recibe un cheque, al cambiarlo por efectivo en cualquier local de Cash Back este se queda con un porcentaje (por los servicios) y el Estado se queda con otra parte (por los impuestos). Si el trabajador tiene un cheque de 1000 dólares, la casa de cambio le descontará 20,10 dólares, el 2,10 por ciento.

Curioso. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dijo en 2016 que el muro que dividiría fisicamente a México y su país costaría unos 8000 millones de dólares. Sí, según esas cuentas, todos los inmigrantes ilegales podrían pagar el susodicho muro que reafirmaría su condición.

***

Elena Langourde nació en Francia y es historiadora de arte. Hace un año llegó a Estados Unidos y desde la primera semana ya estaba trabajando con una Green Card y una Social Security Card falsas que compró en Queens.

Elena toma un margarita y sonríe. Recuerda la primera vez que cambió su cheque en un negocio de Cash Back. Mostró sus papeles y pasó el cheque por una ventana. La trabajadora detrás del cristal la miró de arriba a abajo y observó la Green Card. Su apellido en el documento no correspondía con exactitud, pero el cambio era sutil. La trabajadora le pidió un soporte para confirmar la información del documento y ella, por error, dio su pasaporte. La mujer dijo que ya volvía y se fue a un cuarto. Los apellidos de uno y otro papel no concordaban: Elena Langourde-Elena Langorde. Esperó diez minutos y la mujer no aparecía. “Están llamando a inmigración”, pensó. Pasaron otros cinco minutos y la mujer llegó. Le dijo que listo, que ellos confirmaron; había llamado al administrador del restaurante donde trabajaba para verificar sus datos.

Elena baja la cabeza, toma un trago y con la copa en los labios sonríe:

La mayoría de personas en los restaurantes de Nueva York son ilegales.

Voltea y observa al mesero del bar donde estamos: sonríe. Luego al bartender: sonríe. Apunta hacia la cocina y sonríe. Todos son ilegales.

Solo que ellos (administradores, bancos, Cash Backs, consumidores o el mismo Estado y sus presidentes) no quieren saberlo. Todo es un negocio...

Otro sorbo y piensa por unos segundos:

No soy una criminal... Ok, sí, sí lo soy. Soy una criminal porque le estoy colaborando a este sistema hipócrita.

Dice Elena mientras menea la copa del coctel entre los dedos. Vuelve a sonreír, esta vez sin tanto ánimo. Llama al mesero al ilegal y paga su cuenta. Incluye dos dólares de propina. (Lea también: Así es la vida en el país menos turístico del mundo)

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