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15 de junio de 2004

Historias Mínimas

Historias Mínimas

Por: Andrés Felipe Solano

📷Viven en lo alto de una montaña donde el cielo es limpio y los caminos de polvo. Con frecuencia comen chuletas de cordero al horno, que dejan marinando entre hierbas y ajo la víspera, o un tierno chigüiro curado que les mandan desde los Llanos. Los acompañan de papa salada, ají casero y cerveza. Él la prefiere al clima. Toma la botella de Aguila con sus dos manos para que no se le resbale y ese esfuerzo extra parece hacerlo disfrutar más que yo del líquido dorado. Cada sorbo que bebe lo celebra con un sonoro, envidiable, “¡ahhhh!”, y acto seguido borra con su puño los rastros de espuma. Es cierto, come y bebe como enano. Al brindar tengo cuidado de no machucar esos dedos chatos que rodean la botella. Su casa está recién pintada de verde y blanco, y, como en el cuento de los hermanos Grimm -que representa tres veces a la semana en un teatro al norte de Bogotá-, “todo está aseado y ordenado, da gusto verla”. Y aunque en ella no hay “platicos, cucharitas y copitas”, sí la habitan cinco enanos y una Blanca de un metro sesenta. Él es el más viejo, él es su esposo, David Darío Mendivelson. Se conocieron en Chita, Boyacá, una tarde en que entró a una tienda a comprar mazorcas. Blanca lo abordó y él, osado, no dejó pasar la oportunidad, le hizo la charla, le preguntó si podían volver a verse y así empezó, sin ningún palo en la rueda, un “romance de amor” que atravesó las etapas normales del enamoramiento: caminatas por la plaza del pueblo con Blanca llevándolo de la mano y no al revés, largas miradas sostenidas entre ellos, miradas curiosas y hasta aterradas de los vecinos, la natural, pero en este caso exacerbada desconfianza de la suegra y los regalos.

📷 📷 Ni David Darío ni Carlos Uriel conocen el congelador de la nevera de su casa. Los dos apenas alcanzan los ochenta centímetros de estatura, lo justo para asomarse a la ventana o al espejo. A los pocos días David Darío tuvo que regresar a Bogotá, a donde llegó hace 17 años a vender, por una de esas bromas pesadas del destino, libros de 'crecimiento' personal. El noviazgo debió ser alimentado entonces con cartas que le escribía acostado en la cama de una de las habitaciones del Boyacá Real, el hotel que fue su casa por aquel tiempo. Y lo que la vida no le concedió en altura parece habérselo repuesto en voluntad y poder de convencimiento, porque a los cuatro meses le propuso matrimonio. Blanca le dio el sí y desde entonces tienen un hogar sin fisuras y han pasado temporadas muy felices, por lo menos eso me dicen las fotos que guardan en un maletín y en las que los hermanos juegan sonrientes mini tejo o en las que él, enfundado en un traje blanco y de corbata roja durante el bautizo de uno de sus ahijados, baila agarrado con fuerza a su cintura como si se le fuera toda la vida en ello. Como yo quisiera hacerlo. En otra toma de esa misma serie la madre del bautizado se pone en cunclillas para mostrarle su hijo al padrino. David Darío me las enseña parado, apoyando sus codos sobre la mesa de centro de su sala. Para estar en la misma posición yo debería ponerme de rodillas. Blanca lo mira sonriente, con la candidez de una mujer de pueblo frio, como si otra vez lo estuviera viendo escoger las mazorcas en la tienda donde ella dio el primer paso. Apenas si habla. Este parece ser uno de esos raros casos, raros porque quizás conozco pocos, en los que el amor cruza fronteras, derriba murallas, tiende puentes, etc. Blanca y David Darío parecen encarnar todas esas figuras de los que hablan los boleros y que por momentos nos suelen sonar tan extrañas, tan lejanas. En su amor un verso de Con mi corazón te espero, canción que canta como nadie Roberto Ledesma, alcanza su total sentido: "Tú tan alta y yo tan bajo que alcanzarte así no puedo". Al parecer yo también disfruto de la cerveza como enano, porque en medio de la historia me he tomado un par y he empezado a pensar, por ejempl,o en que para ellos deben existir obstáculos imposibles de soslayar. Para empezar están los besos. Necesariamente él debe sentarse sobre sus piernas para dárselos, pienso. En la apuesta por vencer el gen responsable de su acondroplasia, la forma más común de enanismo, ha tenido tres hijos con ella y aunque había un cincuenta por ciento de posibilidades de que nacieran con una estatura normal, no deja de impresionarme esa terca lucha contra la genética. La ruleta en la que jugó le devolvió tres muchachitos que llevarán una vida como la suya, la de su hermano y la de su madre, una campesina que en otra de las fotos del maletín aparece como una niña de setenta años con un vestido fucsia -los enanos tienen una longuevidad igual a la de cualquier hombre promedio-, un sombrero de fieltro, unas trenzas y un rosedal al fondo. Una vida que exige una ardua contienda contra el mundo. Una lucha que yo midiendo casi tres veces más que David me cuesta dar. Los Mendivelson no pueden extender sus codos totalmente, sus manos están dispuestas en forma de tridente, son más propensos que el resto de los hombres a la otitis, han tendido desde la niñez a la obesidad y adultos han aceptado que sean comunes los dolores de espalda. Su vida significa entre tantas otras cosas nunca poder acodarse en la barra de un bar, alcanzar los botones de un ascensor o una pila de agua bendita, temer a los perros grandes e ir a un estadio por miedo a morir aplastado; que robar un beso y alquilar un carro sean un improbable, como también lo sea convertirse en piloto de avión, tenista profesional, guardia de seguridad o símbolo sexual. Significa terminar todos los días con el cuello agarrotado de tanto mirar al cielo y padecer de la única enfermedad que causa risa. También generar una capacidad admirable para tomar con humor, sin amargura, lo que para cualquiera de nosotros es un acto cotidiano, como por ejemplo empujar el carrito de un supermercado o acercarse al mostrador de un cajero de banco. O que incluso duden sobre su existencia, como le pasó a Carlos Uriel, el hermano de David Darío. - Óigame este cuento. Yo trabajo en el Terminal de Transporte desde hace muchos años y un día un señor pasó mirándome muy raro. Luego volvió a pasar y lo mismo. La tercera vez a mí ya me tocó frentearlo y decirle: ¿Le puedo ayudar en algo caballero? Y el tipo va y me sale con estas: No se me ofenda señor, yo soy el presidente del consejo de Campoalegre, Huila, y es que como en mi pueblo andan diciendo que los extraterrestres no demoran en llegar a Colombia le voy a preguntar algo con toda la seriedad. Yo no he visto antes una cosa así. ¿Usted qué es?... Ni siquiera dijo persona, dijo cosa, pero bueno, le expliqué. Cuando tiene función en el Teatro Nacional de La Castellana, David Darío se levanta a las cinco de la mañana. Se baña y el chorro de agua le pega más duro por aquello de la relación entre estatura-gravedad-velocidad. Se afeita en un espejo de marco rosado que cuelga de la llave de la ducha, justo a su altura: 78 centímetros. Busca una de las camisas talla 16 que guarda en su ropero, unos mocasines número 28 y uno de los pantalones que le manda a hacer a don Víctor, un sastre del barrio. Ingenuo le pregunto porque no los compra también en la sección para niños de los almacenes. -Por el tiro amigo, por el tiro- contesta con su voz de adolescente alcanzado la adultez. Luego toma café de un pocillo tintero, que en el cuenco de mis manos imagino que sería apenas un vasito al que no le cabe la cantidad de cafeína que necesito para emprender la cuesta del día. Me cuenta que se lo bebe sentado en una butaquita de madera. La señala. Hay tres más arrumadas por ahí y en ellas asumo que se sientan su hermano y sus niños Édison Darío (13 años), Lady Bibiana (11 años), e Iván Alexis (8 años). Edison e Iván a pesar de que se llevan cinco años miden lo mismo. Las butacas son los únicos muebles de la casa que ocupan y sus pies no quedan en el aire. El comedor, las poltronas y el sofá de la sala están a una altura que debieron aprender a remontar con la destreza de Manolo, un gato negro y grande que a veces cruza rápido por el corredor y los hace perder el equilibrio. Son muebles que cumplen más con la idea de lo que entraña tener una casa que muebles útiles. Están ahí para llenar espacios no para servirlos. Así mismo hay lugares de su casa que no les dicen mucho, que son casi desconocidos para cinco de los integrantes de esta familia, como por ejemplo el lavadero, el lavaplatos y el congelador de la nevera. Las cuerdas del tendedero de ropa son para ellos casi como las del tendido eléctrico para nosotros. Entro a la habitación principal y veo la cama matrimonial. Tendido David Darío debe ocupar la tercera parte. Puede ver lo que hay debajo sin tener que tirarse al piso y si quisieran podrían dormir cómodamente sobre ella él, su hermano y sus hijos. Así son sus días, días en los que jamás irán a cambiar un bombillo del techo y en los que los hombres de esta familia orinan sentados para no pasar malos ratos. En una esquina de la sala hay un atril con la Biblia abierta en el Salmo CXV al que solo se puede asomar Blanca. Husmeo con otra cerveza en la mano. Antes de despachar a sus niños para la escuela, que queda a la vuelta de la casa, y de despedirse de David Darío y Carlos Uriel, puedo ver a la mujer repetir el versículo trece, que dice: "Bendice a los que temen al Señor, bendice a grandes y pequeños". Eso basta para que los deje partir en paz, sabiendo que si la palabra de Dios se refiere explícitamente a ellos nada malo puede sucederles. Lo que no significa que desconozca a lo que se enfrentan diariamente. Por cada 40.000 habitantes nace apenas uno con enanismo (según esto, solo la familia Mendivelson representa el 2,8 por ciento de población total de enanos de Bogotá y el 0,45 por ciento de Colombia). En Estados Unidos, España, Chile, Argentina y otros países los enanos están asociados. A través de páginas web los miembros intercambian fotos, anuncian convenciones, ofrecen productos y ropa diseñada para ellos. Pueden concertar citas amorosas, organizar excursiones o participar en foros de discusión sobre la conveniencia o no de manipular el gen causante de la acondroplasia, que fue identificado plenamente sólo hasta 1994. A pesar de haber recorrido todo el país y tener 39 años David Darío calcula que sólo conoce a setenta personas con su condición y sabe que en Colombia lo único parecido a una de estas asociaciones es Superlandia o el Gran Tin-Tin, dos empresas que tienen en sus filas a enanos de todas las ciudades y pueblos para montar espectáculos cómico-taurinos. Su hermano y él han hecho parte de sus filas, se han metido en bidones de plástico rellenos de espuma para ser embestidos por una vaquilla en plazas de Cartagena, Armenia, Cali o Popayán. Ahora trabajan en una obra de teatro en la que cumplen con un presupuesto común entre los enanos colombianos, el de vivir de su condición. David Darío y Carlos Uriel me proponen tomarnos una última cerveza en una tienda cercana y después acercarme a Bogotá. Me adelanto, salgo a la calle y espero a que desciendan la empinada escalera de cemento que comunica sus casas con la calle. Bajan todos en fila con su andar de pato, una cabecita tras otra. Afuera nos espera Álvaro Peñalosa, el responsable del volante de El Palomo, el Datsun blanco 1983 que compraron desplumado y que hoy tienen volando. Alvaro ayuda a subir a Carlos Uriel por el lado izquierdo del carro. David Darío se queda parado como una estatua a mi lado. Por unos segundos mira el cielo y yo miro su anillo de matrimonio que brilla a la luz del sol. Me demoro en caer en cuenta. Debo alzarlo. Lo cojo por debajo de los hombros, él me sonríe. A mitad de camino tengo que redoblar mis fuerzas, mi cerebro lo tenía codificado con el peso de un niño. Siento que sus piernas patalean un segundo en el aire antes de ponerlo sobre el asiento. Entro al carro y cierro la puerta de El Palomo. Descendemos de los Altos de Cazuca con el sol en la cara, con la seguridad de una imagen que persistirá en mi memoria durante mucho tiempo: Dos enanos y yo tomando cerveza en una tienda, riendo. Canto para mí: "Tú tan alta y yo tan bajo que alcanzarte así no puedo".