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18 de septiembre de 2017

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Hokusai: más allá de la gran ola

Para uno de los más famosos artistas japoneses había ciertas posiciones sociales que solo se alcanzaban mediante la  explotación de las dotes sexuales. Aunque conocido por obras tan famosas como La gran ola (la misma que aparece en Whatsapp), su faceta como pintor erótico es menos popular.

Por: Álvaro Robledo
Getty Images

Son los años 1600 en Japón. Tras la batalla de Sekigahara se levanta como único gobernante de la isla Tokugawa Ieyasu, quien trajo la paz después de años de guerras intestinas. Será nombrado Shogun, gran señor de la guerra, y cerrará las puertas de su país a cualquier extranjero, con la excepción de dos visitas anuales de barcos provenientes de Holanda y China. El emperador seguirá existiendo, como aún existe, pero pasará a recluirse en su palacio- cárcel, carente de poder. Tokugawa traslada la corte de Kioto a Edo (la actual Tokio) y allí desarrollará un complejo sistema de control político y social que evitará alzamientos por parte de sus súbditos y que durará 250 años, en una época que será conocida como Edo. Entre los muchos excesos de poder que  llevará a cabo, decreta una ley que dice que todos sus Daimyo, los señores feudales, deberán permanecer en Edo durante un año con gran parte de su ejército. (Sala sentidos, la primea sala de teatro erótico en Latinoamérica)

Al año siguiente podrán regresar a sus tierras pero deberán dejar familiares cercanos en la capital. Esta forma de control fue la única comprobada eficiente para consumar la paz del archipiélago. El requisito de permanecer en Edo exigía que gastaran cantidades considerables de dinero (medido en arroz), fortunas que irían a las arcas del shogunato. Fue durante esta época que las artes florecieron en Japón: el teatro

Noh y Kabuki, poesías de distintos tipos, la cerámica, las artes marciales y, por supuesto, la pintura. El sagaz Ieyasu sabía que guardar tantos hombres ociosos en una misma ciudad representaba un riesgo considerable para la seguridad del estado.

Por esto decidió construir varios barrios de placer cercanos al río Sumida, que atraviesa la ciudad, a los que llamaron Ukiyo: la traducción de estos ideogramas puede decir tanto “mundo flotante”, como “mundo triste”.

Para los japoneses de ese entonces (y muchos actuales) la tristeza parecía querer decir dicha. El término Ukiyo proviene del budismo y en un principio definía la condición de impermanencia que se asociaba con la vida cotidiana y sus apegos. En el siglo xvii pasó a significar el valor de los placeres pasajeros de las fiestas, la moda, el mundo del teatro, el amor mercenario, las pasiones clandestinas y lo efímero, todo aquello de lo que se nutría el mundo flotante de los barrios de placer.

Estos barrios eran los únicos lugares en los que las personas podían ser como querían en un mundo atravesado por las obligaciones y convenciones sociales de un sistema neoconfuciano como el japonés de ese entonces. El mundo flotante era el lugar donde por unas horas quedaban suspendidas en el aire las estrictas reglas sociales. Un lugar de escape.

Donde los ricos mercaderes, despreciados en el mundo externo, podían ser indulgentes y gastar a sus anchas, brindar y emborracharse con el samurái sin perder la vida, a la vez que con el bonzo y con la geisha. Allí confluían todos ellos, además de actores, intelectuales, artistas, editores y aristócratas de incógnito, cansados de las rígidas formalidades de la vida diaria.

En Edo había el doble de hombres que de mujeres, razón por la que Ihara Saikaku, quien había cedido a la muerte a su esposa y a su hija, uno de los mejores escritores de su época, decidiera bautizarla como “La ciudad de los solteros”. Samuráis sexualmente frustrados, obligados a permanecer con su señor durante períodos extensos en la capital, forzaron la creación de estos distritos de burdeles y entretenimiento, construidos en aguas pantanosas sobre palafitos, a los que solo se podía acceder en bote. Yoshiwara fue el más importante barrio de este mundo flotante durante décadas, al menos en Edo. Pero también existía el de Gion, en Kioto, o el de Shimabara, en Osaka, lugares donde la etiqueta de la seducción encontró cotas insospechadas en el mundo entero.

Ukiyo-e era el nombre que se les daba a las pinturas, estampas labradas en madera, de la vida dentro de los barrios de placer entre los siglos xvii y xix. Estas estampas conforman muchas de las imágenes que tenemos sobre el Japón de ese entonces. Pero como en una muñeca rusa, dentro de ese mundo flotante existían otros varios mundos flotantes.

Uno de ellos fue el llamado Shunga, que traduce “imágenes de primavera”, un arte escondido para el mundo durante casi toda su historia (salvo por las obras que llegaron a las habitaciones más exquisitas y lujuriosas de Holanda), estampas eróticas, desinhibidas y revolucionarias para el pacato pensamiento judeocristiano, que hablaban de ese otro mundo, el prohibido y no jerárquico dentro de una cultura que vivió una dictadura militar durante más de siete siglos.

Todavía hoy el Shunga sigue siendo ilegal para la ley en Japón, a pesar de su obvio valor histórico y artístico. Es una prohibición, exclusiva de los japoneses, que data de 400 años atrás, por lo que en la actualidad (y a pesar de su indudable profusión), la pornografía sigue siendo censurada en Japón, uno de los países más pornográficos y lascivos de la Tierra. Aquí vemos otro de los poderes indudables de la prohibición, en particular en el terreno económico. Todo esto no deja de hablar de nuestra curiosa condición humana.

El Shunga no se constriñe, alcanza hasta donde llega la imaginación (que se vuelve realidad): encontramos estampas Shunga con homosexuales, tanto hombres como mujeres, animalismo, bonzos con miembros venosos a punto de reventar enculando a novicios que no parecen repudiar lo que está pasando.

Todo es posible en el mundo flotante donde se anudan serpentinos nuestros sesos. Son imágenes sexualmente explícitas, imágenes de poder. Imágenes de sexo con matices ideológicos y políticos que también eran conocidas como Makura-e: cuadros de almohada. Tenían que ver con dos asuntos muy humanos: el sexo y la libertad de expresión. Hablaban de los chonin, literalmente “habitantes de ciudad”, la clase media. Todos esos comerciantes, artesanos, excampesinos y exsamuráis que querían olvidarse de sí mismos.

Era un arma de doble filo: uno de sus lados, el evidente y directo, servía de burla a las costumbres y a la vida cotidiana. El otro, el oculto y simbólico, tenía un carácter transgresor que iba en contra del gobierno y atacaba los imaginarios de poder, entre ellos la iglesia. Ese fue su valor anárquico, un valor creado desde la belleza y la inteligencia: la popularización y la comercialización masiva de imágenes que ayudaban a desestabilizar una sociedad controlada, que quería verse como buena y correcta.

Con el paso de las décadas el Shunga comenzó a tratar otros temas concernientes al mundo de los samuráis, de los comerciantes pudientes y de las prostitutas famosas. Entre ellos también encontramos estampas humorísticas, como las famosas Competencias de penes o La batalla de pedos, de Tosa Mitsuoki. En el Shunga las situaciones son por lo general transgresoras y no tienen nada que ver con el amor marital: las escenas son de encuentros clandestinos, fugaces momentos de intimidad atrapados al vuelo durante una excursión, el momento en el que el amante logra escabullirse mientras la pareja legítima yace dormida, alguien que toma por asalto a otro que descansa desprevenido.

***

Katsushika Hokusai (1760-1849) nació en el año del dragón y murió con 90 años. Fue uno de los últimos grandes pintores del periodo Edo. Nació allí y desde muy temprano fue extremadamente prolífico: dicen que empezó a pintar a los seis años y que hasta los 80 no dejó pasar un día sin tocar sus pinceles y probarse con ellos. A pesar de ello, decía en su vejez que no podía hacer que un gato le saliera como quería. Trabajó una gran variedad de estilos y formas, centrándose en los paisajes y la cultura de Edo, en las famosas vistas del monte Fuji y los clásicos temas del Ukiyo-e, entre los que se encuentran actores y actrices famosas y escenas de guerras del pasado. (¿Qué tanto sabe usted de cine erótico?)

Le dedicó varias series al mundo de los Yokai, el universo de los fantasmas y los seres sobrenaturales de Japón. Y también, por supuesto, desarrolló una amplia creación de estampas Shunga. Su vida está nublada por el misterio pero se han salvado algunas historias gracias en parte a su “testamento espiritual”, que sirve de colofón para sus famosas Cien vistas del monte Fuji, que tuvo un gran impacto en la filosofía de los impresionistas y posimpresionistas. Empezó su carrera como artista a los 18. Cuenta la leyenda que fue golpeado por un rayo cuando tenía más de 20 años y que desde ese momento se volvió artista. Hay quien dice que aquel que es alcanzado por un rayo se transforma en chamán.

Nunca temió tocar ningún tema por difícil que fuera formal o conceptualmente, por lo que se le considera uno de los precursores del arte moderno. Su manejo del espacio es único, al igual que el conocimiento que llevó a cimas insospechadas de que todo en el mundo es una abstracción. Cuando vemos los cuadros de Hokusai nos sumergimos en su mundo flotante.

Hokusai traduce la estrella del norte, la estrella Polar, centro del cielo para los navegantes, alrededor de la que giran el resto de estrellas. Adoptó este nombre en gratitud a Myoken, uno de los budas a los que era adepto, quien es representado por esta estrella. Hokusai tenía algo infantil y juguetón en su forma de ser. Le gustaba cambiar de formatos, iba de lo inmenso a lo que podía ser contenido en un grano de arroz.

Vivía en la orilla oriental del río Sumida, que era uno de los medios de intercambio comercial más importantes de Japón, entre los que se encontraba el intercambio de placer. Era esta ya una sociedad con una gran hambre de sofisticación. Tuvo dos esposas y le pagaba las deudas en el juego a su nieto. Perdió su casa y sus dibujos al fuego.

Pintó más de 30.000 obras a lo largo de su vida. Amaba el azul de Prusia y tenía un conocimiento de maestro de los diferentes pigmentos. Su religión era la Shinto, animista, por lo que todo lo que pintaba parecía tener alma, ya fuera una piedra, un puente, la lluvia, un pato o un niño. Se mudó 93 veces pero siempre vivió cerca al Sumida.

Se vestía con sobriedad y llevaba un bastón de portador, sandalias de paja: solo le interesaba dibujar. Desarrolló un estilo propio tras estudiar muchas técnicas y a pesar de su fama, nunca se dio aires ni se dejó ganar por la fama ni las evanescentes sombras de lo que la gente llama éxito. (10 películas con sexo real que no son porno)

Como dibujante de Shunga tiene la famosa escena de una violación perpetrada por un bandido vestido como un ninja, quien mantiene a raya con su espada al esposo de la víctima: el esposo está amarrado y grita, pero su excitación sexual es evidente. En otro de sus libros eróticos más representativos, Los dioses del coito, del género enpon (cuentos eróticos a color), Hokusai muestra gente ordinaria teniendo encuentros sexuales de diversas índoles, pero que brilla con el mensaje anticonfuciano que dice que ciertas posiciones sociales son solo alcanzadas mediante la explotación de las dotes sexuales.

En una obra de 1814 encontramos una de las más famosas imágenes eróticas de Hokusai: La pescadora de perlas poseída por los pulpos, que fue así descrita por Edmond de Goncourt: “Entre sus imágenes se encuentra la terrible plancha de la forma desnuda de una mujer tendida sobre una cama de rocas cubiertas por algas, jadeando de placer.

Está en tal estado de abandono –sicut cadaver– que no es fácil decir si es una ahogada o si su cuerpo está vivo. Un pulpo enorme, con aterradoras pupilas como cuartos crecientes, succiona sus partes pudendas, mientras otro pulpo más pequeño devora con avidez su boca”.

Sabemos poco del legado de Hokusai que vive entre nosotros: si escribimos la palabra “mar” en WhatsApp, nos sale de inmediato el emoji con la imagen de la gran ola de Kanagawa, quizá su obra más conocida y ubicua en el mundo de hoy. Así vemos cómo las cosas del pasado nos siguen habitando.

A los 70 años decía no haber hecho nada valioso ni merecedor de ser visto. A los 90, días antes de morir, dijo: “Si me hubieran dado diez años más de vida, siquiera cinco, me habría convertido en un verdadero maestro de mi arte”. Todo esto lo resume con belleza en su “testamento espiritual”: “Desde los 6 conservo la manía de dibujar las cosas (la forma de las cosas), a los 50 tenía publicados infinitos dibujos aunque sé muy bien que antes de los 70 lo hecho nada vale (una burbuja vale). A los 73 aprendí algo sobre la verdadera estructura de los seres: cuadrúpedos o peces, plantas, árboles, pájaros e insectos. En consecuencia a los 80 aumentaré el progreso y a los 90 penetraré el misterio de las cosas; y cuando llegue (porque llegaré) a los 110 años, todo lo que haga, ya sea un punto o una línea, será la vida. Pido a quien me sobreviva que compruebe si cumplo mi palabra”.

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