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18 de noviembre de 2008

Homenaje a los fotógrafos de parque

Homenaje a los fotógrafos de parque

Por: Luis Fernando Afanador

Lilly Portilla nació en Ricaurte, Nariño, y luego se fue a vivir a Pasto donde se casó y tuvo varios hijos. Hace nueve años —por razones que prefiere no contar— llegó sola a Bogotá y en el desespero del rebusque se acordó de las rudimentarias clases de fotografía que alguna vez le había dado un amigo en Pasto y empezó a trabajar en la Plaza de Bolívar y, los domingos, en el cerro de Guadalupe. "Vaya allá a ver cómo le va a usted", le dijo Alejandro, su actual compañero sentimental y también fotógrafo callejero, quien le cedió su puesto en el Santuario y ahora únicamente trabaja en San Victorino.

No resulta nada complicado adivinarlo: no le va muy bien porque desde hace un tiempo la mayoría de los fieles y los turistas llevan sus propias cámaras o utilizan la de sus celulares. Mientras hablaba con Lilly, una señora me pidió que tomara una foto con su celular. Y no le dio pena pedirme que la repitiera porque la primera había quedado "algo oscurita". Lilly, entonces, con su linda sonrisa de negra y su simpático sombrerito, no es mucho lo que puede hacer para convencerlos. Cuando ofrece sus servicios, "la gente no contesta o se pone brava". Es cada vez más difícil. "Esto ya no paga". En un día bueno puede llegar a vender 10 fotos y si es "buenísimo", 15. Tenía una "instantánea" que aún conserva. Sin embargo, se ha adaptado a los cambios tecnológicos: compró cámara digital y una pequeña impresora que carga en una cajita que le mandó a hacer especialmente. La llaman "chaza" y es hecha de tríplex y caucho. El kit le costó un millón de pesos, y debe pagarlo cobrando la foto a 5.000 pesos.

El Santuario de Guadalupe abría al público solo el primer domingo del mes. Ahora lo hace todos los domingos pero —las tradiciones no se cambian de la noche a la mañana— el primer domingo continúa siendo el más concurrido. En esos días, Lilly llega más temprano con la esperanza de vender sus 15 fotos. Hoy domingo 26 de octubre, último de mes, no es tan bueno y el día, bastante nublado, no ayuda mucho: la foto típica es con la vista espectacular de la ciudad atrás. La otra, por supuesto, es con la Virgen que abre sus brazos, la Virgen Morena de Guadalupe que paradójicamente es blanquísima.

Aparece Paula, la modelo de SoHo, y Lilly le hace las fotos de rigor. En medio del alboroto y de los curiosos, domina la situación y la dirige: "Córrase a la izquierda", "mueva la cara". Como la novelería es una pasión colombiana, la gente que hace un rato la ignoraba, se acerca a pedirle fotos: "Espere un minutico", les dice ella con cierto tufillo de venganza. El día empieza a despejarse, se le arregló la mañana, pero el futuro de su oficio sigue siendo igual de incierto.

José Antonio Chiquinquirá lleva 50 años tomando fotos. Empezó a trabajar con Foto Non Free, una empresa de reporteros fotográficos. Su primera cámara fue una Leica de 35 mm. Una cámara ligera y versátil creada en 1923 por Oscar Barnack, diseñada en un principio para el cine porque requería una película pequeña pero que se hizo muy famosa entre los fotógrafos profesionales y aficionados. También recuerda con cariño una Yashica y una Boilander que tuvo. Luego se fue a trabajar a Foto Res e inició su peregrinar por calles y parques de Bogotá. Salían a fotografiar parejas o transeúntes desprevenidos. Captaban buenas imágenes porque sorprendían a las personas sin posar. Los llamaban "fotocineros" (todavía queda uno, de origen costeño, que anda por la séptima). En Foto Res les pagaban por rollo: tomaban la foto y le entregaban un recibo a los sorprendidos paseantes para que fueran a reclamarla a una oficina. El cálculo, acertado, era que mínimo un 40 por ciento de los fotografiados, llevados por la curiosidad, irían a reclamarla. Les iba bien. Buenos tiempos aquellos que le ayudaron a levantar una familia con siete hijos: "Hay que ser agradecido con la fotografía". Para José Antonio, con la llegada de la Olympus Tri, muy fácil de operar por cualquier persona, comenzó a hacerse innecesaria la labor del fotógrafo profesional. "Salió la Olympus y empezó la lagartería para arriba y para abajo". Aunque —me dirán después otros fotógrafos— había otra Olympus, la Pen, de medio formato, utilizada en las transparencias en colores, el famoso "telescopio", que sí exigía alguna competencia. Este formato fue algo novedoso que gustó y tenía su encanto en los años setenta. ¿Quién de esa época no guarda, por ahí en un cajón, un telescopio de esos en el que todavía estamos flacos con una vieja novia? En realidad, si hubiera que señalar un punto de quiebre, un momento de cambio profundo, es con la aparición de la cámara Polaroid, la gran sensación, la gran revolución que revelaba la foto y la entregaba en pocos segundos. La Polaroid, con su rollo de 10 fotos, que hoy parece de museo. Y hasta produce cierta nostalgia: desde febrero de 2008 sus productores decidieron sacarla definitivamente del mercado. La que todavía subsiste es la Instantánea Fuji, de menor calidad (así me lo dijeron varios fotógrafos). José Antonio tiene una y cobra 6.000 pesos por foto. Aunque desde hace 18 meses también claudicó ante el mundo digital.

De los 50 años en fotografía, José Antonio lleva 25 en Monserrate. Con algunas interrupciones. Se fue a aventurar un tiempo al 20 de Julio y regresó. Aventura que tuvo su precio: perdió el derecho de trabajar arriba en el Santuario y ahora se encuentra conminado a la parte baja, donde el trabajo es más escaso y siempre molesta la Policía. No se queja: "El que se va pierde su silla". Y no se rinde: se consiguió una llama, Mateo, con la cual se defiende: de 15 a 20 fotos diarias los fines de semana y tres o cuatro los otros días. Mateo lo mantiene a flote. Y lo avergüenza un poco en su autoestima profesional: hay gente que prefiere tomar la foto con su propia cámara y solo le pide que le preste la llama. Como si no vendiera fotos sino exotismo andino.

"¿De dónde salió esa mona?", "¿quién mandó eso?", "¡huy, se me arregló la vista!", gritan entusiasmados varios hombres cuando Paula se quita el abrigo y queda semidesnuda para que José Antonio haga su trabajo. Hay tremendo revuelo entres los vendedores de las casetas. ¡Buena esa, Chiqui! Le dice un amigo. José Antonio se acuerda de sus habilidades de fotógrafo creativo y busca una gran foto, como en sus mejores tiempos de reportero gráfico: "Suelte los labios". Y le da órdenes atrevidas: "Baje el brazo, que se le vean los senos". Y un tanto autoritarias: "Pa' un solo lao, mamita". Termina el trabajo y descansan Paula y Mateo: una del otro porque se tuvieron cierto recelo durante la sesión. "¿Cuándo vuelve, monita?", pregunta alguien que no se resigna a volver a la rutina.

Javier Sosa tiene una vieja cámara que parece un laboratorio ambulante, "un cuarto oscuro" y utiliza la técnica de la placa mojada. Es conocida popularmente como "foto-agüita" y fue durante muchos años en Colombia el emblema de los fotógrafos de parque. Es una Munich-Kodak que su abuelo, Julio Sosa, le compró al importador Emilio Jiménez en los años cuarenta. Un objeto muy bello que no ha perdido su magia. El cliente se sienta o hace la pose que se le antoje —libera su fantasía— delante de un decorado con aire antiguo. De pronto le dice el fotógrafo: ¡quédese quieto! Y cuenta: 1, 2, 3... Le quita la tapa al lente y… ¡listo! En menos de cinco minutos, luego de un proceso de revelado y de fijación de la foto al papel —"el negativo" no sale en acetato sino en papel fotográfico—, de lavarlo en un balde que el fotógrafo tiene a su lado —de ahí el nombre de foto-agüita— de hacerle una nueva toma, de colocarle unas plantillas y volverlo a revelar, estará lista la foto en positivo, la foto final. Que puede ser en blanco y negro o en sepia, estilo daguerrotipo.

Don Julio murió en el 2000 a los 84 años y hasta sus últimos días estuvo en Lourdes, su parque, junto al urapán que sembró él mismo y que ahora es el árbol más alto del lugar. Empezó a trabajar muy joven en el Parque Santander. Allí conoció —y fotografió— a Jorge Eliécer Gaitán. Cuando don Julio se ponía pesimista y le decía a Gaitán que le tocaba dedicarse a ese oficio por haber recibido una maldición "de trabajar al sol y al agua", este lo tranquilizaba: "Tranquilo, Julito, vamos a comer mazamorra". Y aunque a don Julio no le habría gustado mucho la idea, sus nietos decidieron hace cuatro años desempolvar la vieja Munich-Kodak. Primero en el mercado de las pulgas de Usaquén y después en el de la calle 24. A 6.000 en blanco y negro, y a 8.000 en sepia: nunca falta la persona que se anima a pagar estos precios seducidos por la calidad de esa foto. Pero no por mucho tiempo: los materiales para esa cámara cada vez son más escasos y más caros.

El ejemplo de los nietos Sosa animó a Miguel Muñoz a hacer lo mismo con la cámara de su suegro, Alcides Sánchez, el fotógrafo "agüita" de la plaza de los Mártires quien murió en 2004, a los 90 años. Por casualidad —a veces va unas pocas horas los domingos— nos lo encontramos en el Parque de Lourdes y con "la cámara de hace cien años" le toma unas fotos bellísimas a Carolina, la otra modelo de esta crónica. Carolina, que acaba de tener una sesión un poco alterada con Iván Müller y Rodericho, los dos veteranos fotógrafos de Lourdes. No por ellos, por supuesto, sino por una señora histérica y defensora "de la moral pública" a quien le dio por insultarla. Por fortuna, apareció un espontáneo y agudo defensor de oficio que le replicó a la desencajada señora: "¿Cómo se le ocurre que semejante belleza deba permanecer vestida?".

Iván Müller y Rodericho se niegan a utilizar cámaras digitales. Lo mismo que Rufino José Sánchez, fotógrafo que trabaja en el Parque Nacional desde hace muchos años: "No me gusta la foto digital". Para él, lo que vale la pena es captar un momento importante de la vida y no, como ahora, cualquier cosa: un gesto de mal humor, el hijo orinando. "Ahora todo el mundo tiene un celular y saca la foto caiga como caiga". Ya nadie piensa en una composición, en un encuadre, en la luz, en la velocidad, en algo memorable: espichamos un botón y creemos que cualquier instante es inmortal. Somos una sociedad de obturadores. José Rufino, hoy domingo, solo ha hecho tres fotos y eso, con justa razón, lo hace renegar del presente e idealizar un pasado mejor: "La gente antes decía que este era el parque de las mantecas y los soldados pero yo hacía fácil 15 ó 20 fotos". Y agrega: "Venía la gente a ver la Ciudad de Hierro, la fuente luminosa de Ecopetrol".

Miguel Munévar, en el Parque Santander, tampoco ha cedido a la fiebre digital. No abandona su Olympus Tri (por comodidad, tiene en su casa otras mejores) con la cual hace su foto estrella, la "tridimensional": el modelo junto a la estatua de Santander, el Museo del Oro y, al fondo, Monserrate. Es decir, una foto con perspectiva, con punto de fuga, es el orgullo de este empírico Piero della Francesca bogotano. Don Miguel es todo un cachaco, ex reportero gráfico de El Tiempo y "fundador" del club Independiente Santa Fe. De saco y corbatín, luce con dignidad una cachucha de su equipo y una camiseta del año 48, cuando por primera vez salieron campeones. Y tenía una foto de aquel momento glorioso, su orgullo, que desafortunadamente le robaron. El Parque Santander ha decaído por la remodelación del museo y porque no volvió a funcionar la fuente de agua, la gran atracción del lugar. Pero él se niega a abandonarlo. La Plaza de Bolívar, la más cercana opción de trabajo, "está llena de pelafustanes".

Y lo cierto es que la Plaza de Bolívar es el paraíso de los rebuscadores. Permanentemente hay más de 30 fotógrafos. Vendedores de fruta o de maíz que han recalado en ese oficio dadas las facilidades que ofrece la era digital. Jimmy Cuéllar es un campesino desplazado que llegó del Caquetá hace 20 años y hoy se defiende con su cámara digital, su impresora y el valor agregado de tres llamas, siempre una gran atracción para niños y adultos. Francisco Sánchez, con sus viñetas kitsch de corazones y coronas que le permite hacer su cámara Samsung. Doña Rosario, fotógrafa que lleva 30 años en la plaza, resume de una forma lapidaria la situación actual, en la que los ingresos se han reducido por lo menos a la mitad: "La tecnología nos fregó, mijo".