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23 de agosto de 2011

Testimonios

Los primeros 100 días de... un preso

Las condiciones al comienzo fueron las más duras, nunca pasé por una prueba similar. Pero aprendí de tolerancia, de respeto. Esa experiencia me mostró otras realidades diferentes a la mía, y le agradezco eso a la vida

Por: Mario León Mejía
Fotografía Alberto Newton

Me capturaron en el aeropuerto El Dorado en noviembre de 2009. Llevaba cien cápsulas de diez gramos cada una con cocaína pura en el estómago. Era la primera vez que hacía algo ilegal en mi vida, soy de una familia tradicional de Santuario, Risaralda. En ese momento tenía visa para España, pues el último año había vivido allá y en Francia haciendo oficios varios. Pero la crisis me había golpeado fuerte, no tenía cómo ver por mi mujer y mi hijo, y además a mi mamá la estaban tratando de un cáncer. Con los problemas de ella, a mi papá se le empezó a afectar el corazón, y el tratamiento costaba un platal. Mejor dicho: a los 27 años yo estaba desesperado y necesitaba dinero, y una gente en Pereira se aprovechó de mi necesidad. 

 
Ya antes un amigo me había ofrecido llevar algo a Europa, dado que yo estaba legal en España y podía ir y venir cuando quisiera, pero en ese momento no me decidí, no tenía tanta necesidad. Sin embargo, en la última venida a Colombia, con la situación como estaba, llamé a mi amigo. Nos reunimos en un bar de Pereira con un señor que fue el que cuadró todo el asunto. Me citó el día antes de mi viaje en Medellín, me pagó el pasaje hasta allá y en una casa, durante toda la noche, estuve intentando tragarme las cápsulas, con un tipo que me indicó cómo hacerlo. 
 
Viajé cargado de Medellín a Bogotá sin problemas. Pero en El Dorado me hicieron una inspección de rutina y me pasaron por el escáner. Ahí me caí. Esa gente tiene sus técnicas para detectar a los que van cargados, y me agarraron. Del aeropuerto me llevaron al hospital de Engativá, me esposaron a una cama y me conectaron suero. Debía estar allí hasta que expulsara todo. Me entregaron un pato y debía lavar las bolsitas que me iban saliendo y entregarlas al agente que nos cuidaba. Éramos varios en la misma situación, gente de acá, de España, incluso un tipo de Teherán. No nos podían dar ni alimentos ni bebidas, ni tampoco medicamentos para acelerar el proceso: una bolsa se podía romper y nos mataría. Yo me demoré cinco días en expulsar todo.
 
Al otro día llegó un camión del Inpec, y nos montaron en la parte de atrás esposados de a dos. Nos llevaron para la URI de Engativá y allá nos reseñaron y nos metieron en una celda de dos por dos. Éramos como veinte personas ahí, nadie podía dormir. No nos dieron comida, y yo estaba que me desmayaba del hambre porque no había pasado bocado en seis días.
 
Al otro día temprano nos llevaron para la Modelo, a una sección que se llama Celdas Primarias, que es donde ubican a los nuevos mientras les asignan patio. Yo todavía tenía la maleta de mano que iba a llevar en el avión, pero en la Modelo me la quitaron y no la volví a ver. Alcancé a sacar 60 euros que tenía, un saco y cosas de aseo. Ese día nos dieron instrucciones: que si teníamos ‘liebre’, o sea, algún enemigo adentro, debíamos decirlo; nos dieron detalles sobre la alimentación, el aseo y los patios de la cárcel. Nos advirtieron que entregáramos las ‘puntas’ (cuchillos) o cualquier droga que lleváramos encima. Y nos requisaron varias veces. Yo no entendí mucho porque estaba muerto de hambre y aterrado. No le había avisado a mi familia, por miedo a que mi papá empeorara. Solo mi mujer, que estaba en Pereira, conocía mi situación. Ese día al fin pude comer: una salchicha cruda, un huevo y un pan redondo.
 
Al final de la tarde nos hicieron formar en trencito, que es en fila india tocando con la mano el hombro del de adelante. Así caminamos por los patios, y oíamos los gritos y los insultos de los internos. Yo nunca había oído insultos de ese calibre: siempre fui una persona tranquila, sana, y allá oí palabras rarísimas: “Hijueputas” era la más suavecita, en serio. Me llevaron al patio cinco y me presentaron con ‘el Pluma’, que era el cacique del patio. Él me preguntó quién era, por qué estaba allá y de dónde era. Como que notó que yo no tenía nada que ver con ese ambiente y me acogió, me dijo que me acostara en el pasillo cerca de su celda. 
 
Los primeros días uno está en los pasillos, y a los nuevos que no tienen contactos adentro los asignan al lado de las puertas. Es el peor lugar: los ‘carritos’, que son los que hacen mandados entre patio y patio, siempre están entrando y saliendo. Las ratas corren por ahí y se le suben a uno. Además, los duros del patio arman sus parrandas en los corredores, y toda la noche se pueden pasar tomando trago o fumando bazuco. Creo que las primeras cinco semanas habré dormido profundamente no más de dos horas seguidas.
 
Las comidas eran una pelotera. A las cinco y media de la mañana nos despertaban, había que echarse un baño rápido (unas duchas inmundas y muy incómodas al final del pasillo) y salir para el caspete (que es lugar donde sirven la comida). Pero en el que me tocaba a mí atendían a otros dos patios, y la fila era de 4000 personas para el desayuno. Como a la semana y media me pillé que si me demoraba un poco para bañarme y llegar al caspete me tocaba una fila como de una hora nada más. El desayuno era siempre el mismo: una tajada de mortadela o una salchicha cruda, a veces un huevo, pan y café con leche o chocolate. Al almuerzo eran arroz, lentejas o fríjoles, una papa y un jugo de algo, una juagadura. También iba tarde y no me tocaba hacer mucha fila. Lo mismo a la comida. Los que tienen plata les pagan a los rancheros y los cuadran con más carne, más salchicha o les hacen comida aparte. Pero yo estaba sin un peso, tocaba conformarme con lo que me dieran.
 
Los días más horribles de mi vida fueron los que pasé en el patio cinco. Muchos internos no usaban los baños, sino que orinaban en botellas y las tiraban abajo sin taparlas. El olor me producía náuseas. Siempre estaba oliendo a marihuana, a bazuco, a alcohol, a orines. Y yo, que no me soportaba antes el cigarrillo, tuve que aprender de tolerancia. Aunque a veces me sacaban la piedra. Dos veces estuve a punto de agarrarme con unos tipos siniestros que llevaban varias entradas y andaban siempre con sus ‘socitos’, los compinches. Uno allá no puede pelear nunca con otro y a mano limpia: siempre caen dos o tres con cuchillos. 
 
Cuando llevaba tres semanas en el patio cinco nos pidieron a unos internos que lleváramos unas mesas a otro patio. Cuando llegué allá no lo podía creer: gente sentada, sin gritar, leyendo, jugando ajedrez, conversando, fumando tranquilos. Había espacio y no olía a feo. Yo no podía leer en mi patio por más de cinco minutos, porque enseguida me caían a preguntarme cosas, a molestarme, a quitarme el libro, a insultarme. No me habían hecho daño porque era protegido del ‘Pluma’, no me podían tocar. Pero ganas no les faltaban, seguro.
 
Al otro día empecé a hacer las gestiones para que me cambiaran de patio. Fui a Derechos Humanos, vieron bien el asunto, pero me advirtieron que debía guardar prudencia, porque los duros de los patios toman muy mal que uno se quiera ir. Piensan que va a sapear o que trabaja para los del Inpec. Pasé cuatro días muy nervioso porque hacía vueltas, iba a oficinas pero nadie en el patio podía saber que estaba gestionando mi traslado.
 
Al fin un viernes por la noche me llamaron, me dijeron que recogiera mis cosas y me llevaron al patio tres. Cinco semanas pasé en el patio cinco, el peor infierno que me ha tocado vivir.
 
En el patio tres las cosas son a otro precio. Prácticamente todos están aquí por lo mismo que yo, o por asuntos similares. Nada de asesinato, secuestro, extorsión, robo y todos los demás delitos por los que están en la cárcel los internos del patio cinco. Me tocó en una celda con un ciudadano belga y con un manizaleño, gran persona, con mucho don de gentes.
 
Hay una pequeña biblioteca, y si te sientas a leer, nadie te molesta. La comida es igual de deficiente, pero la pelotera es un poco menor. Uno encuentra personas para conversar, personas interesantes, que han tenido vidas duras pero llenas de experiencia. Aproximadamente a los noventa días de estar aquí, o un poco más, definieron mi situación: 42 meses. No valió que mis padres estuvieran graves ni que mi esposa y mi hijo dependieran también de mí. Pero lo acepto: asumo toda mi responsabilidad por lo que hice, y sé que debo pagar mi culpa. Las condiciones al comienzo fueron las más duras, nunca pasé por una prueba similar. Pero aprendí de tolerancia, de respeto. Esa experiencia me mostró otras realidades diferentes a la mía, y le agradezco eso a la vida. Acá estaré el tiempo que determine la ley, y después iré a verle la cara a mi hijo con la conciencia limpia. Y a empezar de nuevo.

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