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14 de diciembre de 2012

Zona Cronica

Jesucristo por un día

¿Qué pasaría si Jesús volviera hoy a la tierra y aterrizara en Bogotá? El periodista Diego Rubio se le midió a encarnarlo durante todo un domingo y pasearse por calles y plazas como si fuera él. Crónica de un mesías muy humano.

Por: Diego Rubio/ Fotografías: Álvaro Cardona © 2012
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Sábado, 2:47 p.m.: Camino por la carrera 15 de Bogotá. Llevo jeans rotos, camiseta deportiva y barba de más de tres meses: negra, tupida, bíblica… de esas que motivan requisas extra en los aeropuertos gringos. Dos señoras de pelo en bomba me esquivan con asco. Este cuento de la barba es cosa seria en una sociedad tan goda: cualquiera que tenga una buena mota en la cara es visto como mendigo, mamerto o matón.
En los últimos meses me han puesto todo tipo de apodos: Alfonso Cano, Bin Laden, Matisyahu, Fidel... Pese a los chistes fáciles y al acoso de mis tías abuelas para que me afeite, he disfrutado de los chismes que se han hilado a mi alrededor: el mejor, que me entregué al bazuco.
Si quienes me dan palo ahora supieran que lo hago como parte de un ejercicio periodístico que consiste en personificar a Jesucristo y deambular por Bogotá como si ÉL hubiera vuelto a la Tierra, me tirarían más dardos aun. Que Dios los perdone.

Domingo, 5:29 a.m.: Estoy medio dormido medio despierto. Recito frases que debo haber aprendido en clase de Religión: “Pagan justos por pecadores”, “ayúdate que yo te ayudaré” o la que siempre me hizo reír: “No mires la paja en el ojo ajeno sino la viga en el tuyo”, o algo así. De repente una canción detestable de Arjona se cuela en mi cabeza: “Jesús, hermanos míos, es verbo no sustantivo”… A trabajar.

Domingo, 7:12 a.m.: Un equipo de producción de siete personas llega a mi casa y empieza la transformación. En menos de dos horas tengo lentes de contacto azules, barba aclarada y perfilada, peluca, túnica, alpargatas de gladiador, bastón indígena… ¡Soy Jesús! Pero el Jesús de películas como Jesús de Nazareth o Jesucristo superestrella. Me acuerdo de una frase de Marie, la protagonista de la novela Jesús me quiere del alemán David Safier: “Si (Jesús) era un judío árabe, ¿por qué en la mayoría de las imágenes parece uno de los Bee Gees?”.

Domingo, 8:05 a.m.: El primer sorprendido al verme es Jesús, el portero del edificio. Se demora en reconocerme. Lo saludo: “¿Qué dice, Jesús?”. Me reconoce la voz, suelta una carcajada y responde: “Buenas, don Jesús”. Parece que me veo como el nazareno de la estampita que carga en su billetera. Tiemblo del susto.

Domingo, 9:38 a.m.: La van de la producción se acerca a la plaza del 20 de Julio, el lugar predilecto de los católicos rolos que usan sudadera los domingos. Me río al darme cuenta de que estoy apoyado en el bastón, mirando al horizonte con aire solemne, cual Salvador de documental.
Siento pena de mí: un pobre pendejo ad portas de los 33 —la edad de Cristo—, que fue bautizado y hasta confirmado, pero que hoy no cree en deidades de ningún tipo, se aburre en misa, piensa que la Iglesia es una de las mafias más poderosas del mundo y —acá va una confesión— ha hecho cochinadas en un convento. Maldigo por haber aceptado el experimento. Le vendería mi alma al diablo por salirme de esta.
Hace unos seis meses, cuando se planteó la idea en un consejo de redacción, lo tomé como un juego. Sabía, sin embargo, que debía estudiar a fondo al Altísimo. Desde entonces leo a diario la Biblia, reviso una aplicación para tableta del Nuevo Testamento animado y busco en internet todo tipo de dramatizados —la mayoría de bajísimo presupuesto— sobre su vida y su obra.

Domingo, 9:50 a.m.: Camino por un mercado de pulgas religioso. Me pierdo en una imagen 3D del Señor de los Milagros. Me parezco, las pelotas que sí. El encargado se me acerca, creo que va a tratar de vendérmela, pero no, me abraza. “Gracias, señor”, dice mientras se santigua. El tipo parece serio, pero yo creo que me la está montando.

Domingo, 10:06 a.m.: Después de una maratón de fotos con celulares y gritos burlones tipo “Jesús, capullo, quiero un hijo tuyo”, entro por fin a la plaza. Calculo que hay unas quinientas personas. Aunque tenía planeado pararme a predicar la parábola de las diez vírgenes (traía copialina pegada al antebrazo, por si las moscas), me inclino por caminar, pues hay más de uno con cara de escapado de Sibaté declamando versículos.
La táctica parece dar resultado: un hombre calvo de unos 50 años se me acerca: “Sumercé me cae bien porque no está pidiendo plata ni gritando bobadas”, dice, y se arrodilla. Pongo mis manos sobre su cabeza. Él espera que haga la señal de la cruz, pero solo soy capaz de decirle una frase de misa: “Que la bendición del Padre descienda sobre usted”. Qué Jesús tan básico.

10:19 a.m.: Un niño de unos 4 años me pregunta cómo me llamo. Me agacho y le doy la mano, pero no queda contento: “¿Tú eres Cristo?”, insiste, y yo suelto otra frase de libro de religión: “Cristo está en tu corazón”. El niño parece contento, su mamá adolescente también. “Dejad que los niños se acerquen a mí”, digo, y el pelado camina conmigo.

10:30 a.m.: Uno de los ‘locos’ predicadores me repite la pregunta, pero agresivo: “¿Quién es, mano?”. Creo que a este no le puedo salir con lo del corazón, entonces suelto otro lugar común: “Hermano, yo soy quien tú quieras que sea”. Y replica: “¿Dónde es su iglesia?, ¿es obligatorio diezmar?”. “Mi iglesia es el mundo… y los únicos impuestos que uno tiene que pagar son los de la Dian”. El tipo queda desconcertado. Hablamos sobre Zaqueo, el cobrador de impuestos que regaló a los pobres la mitad de su fortuna después de ver a Jesús. “Zaqueo es un congresista que debería darnos el billete”, dice, antes de marcharse sonriendo. No tiene dientes.

10:32 a.m.: Una señora de unos 60 años aprieta mi mano para contarme entre sollozos que su esposo está en la cárcel, que es inocente, que la ayude por favor, por favor, por favor. Ha pensado en suicidarse, aunque sabe que es pecado. Le digo que esté pendiente de su marido, que no se eche a morir, que pregunte por un abogado de oficio, que la fe no lo puede todo. Me siento pésimo, un farsante. Me angustio. El corazón me late más lento de lo normal. Por un segundo pienso en salir corriendo, pero no puedo.

10:45 a.m.: Después de unos minutos de meditación, levanto la cabeza y encuentro a decenas de personas que me piden bendiciones. Quieren que los toque, que levante a sus bebés hacia el Señor. Entro en pánico: nunca pensé que alguien fuera a caer en esta insensatez.

10:49 a.m.: Una señora me ruega que ayude a su hijo epiléptico. Ha ido al médico, pero no le gusta darle remedios, prefiere orar. El niño ha empeorado y tiene la mirada triste. Me vuelvo loco. Ahora soy yo el que le ruego: que vuelva al doctor, que le dé las medicinas… Me jura por mí que lo va a hacer, entonces yo suelto, en voz alta y sin pensarlo, una de las frases insignia de mi estudio bíblico: “Bienaventurados los enfermos, los pobres, las prostitutas… porque de ellos es el reino de los cielos”. Recibo aplausos. Me siento, ahora sí, Jesucristo superestrella.

10:55 a.m.: La alegría dura poco. Un niño me jala la túnica y por poco deja al descubierto mis partes, que son bastante más humanas que divinas. Una señora me pide que toque su rodilla, que le duele hace años. Un paletero me trata de sobornar: me da un helado si le multiplico las ventas. Me preguntan si hago milagros y les digo que no en este momento de la historia, que no insistan. ?Mientras uno me pide un autógrafo y yo me pregunto cómo diablos firmaría Jesús, oigo que varios me gritan: “¡Afuera, Satanás!”. Entonces me abro camino entre la multitud, no quiero terminar linchado. Estoy a punto de montarme a la van cuando una señora me agarra: “Déjeme seguirlo”. Otro abrazo. Me voy, pero le prometo que volveré. “¿A los tres días?”, pregunta con esperanza, y, si mal no recuerdo, se llama Esperanza.

11:07 a.m.: Me siento mal por lo que acaba de pasar. No sé si fui lo suficientemente claro: ¡rezar no es suficiente, carajo! Creo que algunos se han sentido insultados. Si es así, pido disculpas, Colombia, como dicen en los realities.

11: 44 a.m.: Un bus se pasa un semáforo en rojo, un frenón me sacude, se oye un grito… el bus atropelló a un motociclista al lado nuestro. ¡Mierda, y yo con esta pinta! Van a querer que lo resucite, como Jesús a Lázaro. ¿Y ahora qué voy a decir: levántate y anda? Esto ya fue demasiado lejos. Rezo cual quinceañera con retraso para que el tipo se pare y nuestro conductor arranque. Por suerte ocurren las dos cosas. Soy el Redentor más cobarde de todos los tiempos.
Esto de interpretar al Pastor Supremo no es fácil: hay que saberse una cantidad de nombres, de historias, de oraciones. Reviso las notas que llevo acumulando meses en una libreta y me encuentro con mis páginas favoritas: las de cientos de personajes de carne y hueso que han jurado ser el hijo de Dios, mesías autoproclamados que han tramado a millones de fieles.
Está Potter Christ, un gringo que murió en 1982, cuando cayó por un precipicio en un intento fallido de ascender a los cielos. E Inri Cristo, un astrólogo brasileño sesentero que declaró a Brasilia la nueva Jerusalén. También Sergei Torop, un expolicía ruso que vive con miles de seguidores en una comunidad enclavada en Siberia. Y mi preferido: José Luis de Jesús Miranda (Jesucristo Hombre), un puertorriqueño radicado en Miami que usa un reloj Rolex de miles y miles de dólares.

12:11 a.m.: Llegamos a Monserrate, donde parece haber más turistas que creyentes. En el teleférico, con Bogotá diminuta al fondo, me quito la chaqueta y dejo ver mi túnica. La gente empieza a codearse, se oyen risitas contenidas, como de misa de colegio.
Me bajo y empiezo otra ronda de fotos: con Marina, con los hijos de Marina, con los sobrinos de Marina, con un policía que me pide que lo proteja de un “man” que se la tiene “enterrada”, con una pareja hondureña que me confiesa que le gustan los actores de Monserrate, como yo: “¿Son de la misma compañía que los de Andrés Carne de Res?”, me pregunta.

12:14 a.m.: Voy camino a la iglesia cuando me para un guardia:
—Cédula.
—¿Acaso no sabe quién soy? Yo no tengo papeles.
—Retírese, caballero.
Le explico que la iglesia es la casa de todos, le cuento que pagué mi entrada como cualquier mortal, le pregunto qué le molesta de mí… Él, como buen colombiano, se limita a estirar los labios en señal de me-importa-un-culo. Un cura pasa y sonríe. Tal vez por lo nervios, me inclino hacia él con las manos juntas, como un peleador de taekwondo. No entiendo por qué, pero él también se inclina. Me acaricio la barba y él se acaricia la suya. Me está mamando gallo, ¡qué grande!

12:15 a.m.: Me apoyo contra el muro de piedra que da hacia el abismo. Una señora me apunta con su cámara. Sale el flash y digo: “Hágase la luz”. Se acerca. Cree que Jesús tenía un gran sentido del humor, “pero no del morboso”, aclara.
—¿Eres?
—Soy.
—Puede ser cualquiera…
Me decido por contarle la parábola de la semilla de mostaza, una de las que tengo mejor estudiadas y que ella conoce, por supuesto. Le digo en un tono ceremonial que no me había salido nunca que el corazón de los hombres debe estar arado para recibir la Palabra. Me mira a los ojos como si me amara.
—¡Sí, sí, eres! —Me pica el ojo.
—Tu corazón es un campo fértil —concluyo.

12:32 a.m.: Ya los guardias están pisándome la túnica. “Ni que fueran apóstoles”, les digo antes de montarme en el teleférico. Lo único cierto es que Jesús seguro no les tenía miedo a las alturas, como yo. Decido entonces levantar las palmas hacia el cielo, inclinar la cabeza y rezar en voz alta. Algunos me callan, otros oran. Terminamos: “Amén”.
Una viejita me cuenta que hoy está cumpliendo años. Le ayudo a bajar las escaleras que llevan a la calle. Me llama “nieto”. Un vendedor de achiras me regala un paquete, pero le pido que se lo dé a un hambriento. Mientras me tomo una foto con el hombre, alguien me grita: “Abrite, loco hijueputa”. Y este loco hijueputa, cobarde como ninguno, se abre.

1:09 p.m.: Llego a la Plaza de Bolívar, lugar de reunión de comedores de vidrio, fotógrafos de vieja data y creyentes que visitan la Catedral Primada… Entro a una tienda de imágenes religiosas. Nadie dice nada, pero un empleado sigue cada uno de mis pasos. Por si me daba por robar, me confiesa después.

1:16 p.m.: Un par de mechudos, como yo, ofrecen manillas y toman chamberlain, ese coctel inmundo de alcohol y Frutiño. Me saludan con el puño cerrado. “Conéctate, Yavé”, dice uno. “¿Cuál Yavé? Llave”, responde el otro. Se carcajean, brindan. “Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen”, digo mientras me alejo. “Dejá de decir maricadas y convertinos este trago en perico”… Ahora el de la carcajada soy yo.

1:33 p.m.: El sol es violento. Estoy empapado en sudor, como Jesús después de 40 días en el desierto. Debemos oler a lo mismo. Solo un par de niños notan mi presencia. Me hundo en la idea de que soy un disfrazado cualquiera, cuando un indigente me saca del letargo: “Jesucristo estaría como usted, al lado de los pobres como yo… no como esos curas que mantienen encerrados”, dice, y señala la Catedral.
No sé qué decirle, no creo tener derecho moral para criticar. Yo, tan pecador que me atrevo a vestirme como Jesús. Bueno, eso si el pecado existe. No aguanto y me despacho: que muchos han malinterpretado el Mensaje, que odio a los sacerdotes que prohíben el condón, condenan el aborto, tildan de enfermos a los homosexuales, molestan niños… El hombre se aleja para que yo siga lo que él llama “la importante labor”.

1:41 p.m.: Unos jóvenes del colectivo Anonymous, ese que apoya la libertad de expresión y critica a los cienciólogos, se unen a mi causa. Si un Jesús justo aterrizara hoy en la Tierra, defendería la libertad de información, a que sí. Me piden que les dé “para la pola”. Ni modo. Un canchoso me lame los tobillos mientras digo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

1:47 p.m.: Estoy mamado. Qué desgaste físico y emocional tan bravo. Recuerdo a A.J. Jacobs, un periodista gringo divertidísimo que pasó un año viviendo según la Biblia para escribir un libro y descubrió que dice cosas tan absurdas como que hay que apedrear a las adúlteras, dejarse crecer las esquinas de la barba —aunque nunca supo cuáles eran—, no usar ropa de fibras mezcladas, no posar las nalgas donde se haya sentado una mujer con la regla… ¿Y, entonces, por qué hay tanta gente que dice seguir las Escrituras al pie de la letra? Fariseos.

2:10 p.m.: Camino por el Parque Nacional hacia la carrera séptima. Una mujer gorda, de esqueleto negro y pelo amarillo taxi me pide que la “crucifique” y la “clave”. Le pregunto cómo se llama y me dice que María Magdalena, “como la novia suya”. No es una tentación, pero prefiero alejarme.

2:18 p.m.: Descanso en una banca, al lado de un anciano. Noto que está en chanclas y le pregunto si puedo lavarle los pies. Se voltea hacia mí apretando los dientes. Es ciego, creo. Me dice que me largue. Le ofrezco disculpas y le pido que me deje ayudarlo. “Que no me joda, ¡imbécil!”. Me voy frustrado.

2:57 p.m.: Camino por la séptima. Rezo en voz alta el padre nuestro. Soy uno más en la masa de deportistas y de frikis de domingo. No puedo evitar pensar que cuanto más al norte de la ciudad, más riqueza, más educación y menos fe ciega. En estos barrios de clase media y alta por los que camino ahora ya no parece haber creyentes de esos que se aferran a lo que sea, incluso a mí. Pasé de ídolo a maniático, de salvador a salvable, en tan solo un par de horas y de kilómetros.

3:02 p.m.: Almuerzo en el Crepes & Waffles de la séptima con 39. El celador amenaza con no dejarme pasar. ¡Qué berracos! Los únicos que me han puesto problema son un par de vigilantes. Las meseras me atienden con la misma amabilidad que a cualquiera.

3:14 p.m.: Camino por la Caracas, sin duda una avenida apocalíptica. Paso por moteles, por ferreterías, por billares llenos de borrachos. Trato de acercarme a ellos, pero me ignoran. Les digo que me sigan, trato de hacerlos caer en razón de que pueden rehabilitarse como el hijo pródigo bíblico, quien volvió a casa después de gastarse en mujeres y en alcohol la herencia que su papá le dio en vida y fue recibido con amor. No se voltean, ni siquiera para tomarme el pelo. Unos niños me hacen pistola desde TransMilenio.

3:41 p.m.: Llego a la iglesia de Lourdes, donde un desempleado me interroga: que si nací en Oriente Medio, que si he vivido miles de años, que si hablo todos los idiomas. “Yes”: respondo con monosílabos. “Lo más raro es que haya venido a Colombia, este pueblo de mierda lleno de plagas”, dice.

4:59 p.m.: Cuando estoy a punto de irme, una abuela me encara. Me pregunta de qué religión soy. Le explico un rollo que tengo preparado sobre la importancia de amar al prójimo sin importar raza o creencia. Entonces me cuenta que ella conoce la Biblia al derecho y al revés. Le pregunto si lapida a las infieles y, como no contesta, emprendo camino. Pero me sigue, y recita párrafos y párrafos y párrafos del Libro Sagrado: me parece oír algo de la carta a los corintios, de Malaquías, de las Bodas de Caná. Trato de interrumpirla, pero no hay forma. Cabeceo. Le explico que el día ha estado muy largo y quiero descansar, pero ni me oye.
De pronto respira y aprovecho para preguntarle sobre sus creencias antes de que tome impulso. ¡Ajá, pillada, es testigo de Jehová! Nunca me había enfrentado a uno. Entonces hago un regate futbolístico y salgo corriendo. Pobre Todopoderoso, si volviera, tendría que llenarse de paciencia.

5:22 p.m.: Camino cerca del Parque de la 93. Pasan indigentes que no me piden plata y ricos que piensan que yo les pediré a ellos. Llego a mi casa, donde Jesús me espera en la portería con la misma sonrisa. Me despido de quienes me han acompañado: “Podéis ir en paz”. Ahora sí, a hacer lo que se determinó para el séptimo día: darle gracias al Señor por un buen partido de fútbol en televisión, porque por fin me voy a afeitar las esquinas de la barba (mi novia también da las gracias) y porque me puedo echar sin asco en el mismo sofá que lleva generaciones en mi familia, en el que seguro se ha sentado más de una mujer adúltera y con la regla.

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