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22 de junio de 2012

Testimonios

Pongamos que hablo de Sabina

SoHo le encargó al célebre poeta Luis García Montero un breve perfil de su mejor amigo: el gran Joaquín Sabina. Retrato de un grande contado por otro grande.

Por: Luis García Montero

COMPAÑERO, ¿con qué intención introduce usted una mano en el país? Joaquín Sabina acababa de aterrizar en el aeropuerto de La Habana. En un anticuario de México, había comprado la mano de madera de una talla barroca. Era el expresivo dolor mutilado de una Virgen. Cuando el policía de la aduana registró el equipaje del cantante, quedó sorprendido ante un objeto tan imprevisible. ¿A qué conspiración respondía una mano en aquella maleta? La sorpresa se iba a multiplicar por mil si el burócrata de la vigilancia llegase a entrar alguna vez en casa de Joaquín. Allí todas las aduanas han saltado por los aires.
La casa de Joaquín, junto a la plaza madrileña de Tirso de Molina, es un desván en primera persona. Tallas de madera, manos, pies, monstruos de las más variadas civilizaciones, máscaras, peces y pájaros, cuadros, esculturas de cualquier tamaño, una mesa de billar, instrumentos musicales, sombreros, un traje de matador de toros. La verdad es que en cuestión de ropa lo único que no entra nunca en sus armarios es el atuendo deportivo. A la hora de desnudarse no conoce reglas estrictas; a la hora de vestirse, sí.
Pablo Neruda cruzó el mundo y dejó en todas las ciudades de oriente y occidente una fama justa de caprichoso loco. Rafael Alberti contaba que más de una vez hubo que retrasar un viaje oficial de diplomático o de poeta porque el genio chileno necesitaba de pronto esperar al lunes por la mañana. Había descubierto cualquier capricho en un escaparate de sábado por la tarde y no estaba dispuesto a subirse en un avión hasta que los honrados comercios de la localidad abriesen sus puertas. Joaquín ha heredado el genio y la afición por las cosas de Neruda. Este último verano, mientras pasaba unos días de vacación y trabajo con Joan Manuel Serrat en la isla de Menorca, descubrió una inmensa pajarera. Iba a quedar de maravilla en el jardín de la casa de Rota, la playa de la Bahía de Cádiz en la que Joaquín y Jimena entretienen los veranos sin giras. No hubo más solución que comprar la pajarera y negociar el envío en barco, porque las dimensiones hacían impracticables los avances de la aeronáutica. Los amigos discuten aún el precio y los daños de la operación. ¿Quién pagó más? Joan Manuel se encargó de la factura del capricho y del envío. Pero es posible que la cuenta de teléfono pagada por Joaquín superase los costes, porque estuvo un mes llamando todos los días para interesarse minuto a minuto por la pajarera.
Las conversaciones con Joaquín empiezan por un inventario de las últimas cosas. Te enseña lo que acaba de conseguir con la misma urgencia que gasta para pedirle a Jimena que se suba en una escalera, martillo en mano, y coloque una pintura o una fotografía recién capturada. Los amigos de Joaquín suelen apoyarse en las paredes de su casa. O colgar de ellas. Y como todo tumulto corre el peligro de agravarse, la pasión literaria que arrastraba el cantante desde joven se convirtió un día en coleccionismo. La biblioteca empezó a romper sus costuras. Mira, me ha llegado esta primera edición del Ulises firmada por Joyce. Mira, qué manuscrito de García Lorca he conseguido en Montevideo. Mira, la colección completa de la revista Sur comprada en Buenos Aires o de Mito en Bogotá. La conversación literaria es vigilada por los catorce ojos de siete gatos. Una noche entró en casa el primero, y ya no hubo voluntad para decir basta.
Una de las paradojas de la personalidad de Joaquín es que hace compatibles el horror al vacío, el afán acumulador de su casa y la generosidad. Todo lo que entra por una puerta sale con facilidad por otra en manos de un amigo. Como recuerdo de los años de bohemia y lucha por la vida, le queda el afán de comer en buenos restaurantes y de compartir todo lo que tiene con su pandilla. A veces se pasa de generoso y alimenta la avaricia de los buscones o la susceptibilidad de los honrados. Gabriel García Márquez tuvo que enfadarse con él después de salir a cenar cinco noches seguidas en México. Cada vez que sacaba la cartera para invitar, el camarero le anunciaba que el señor Sabina había pagado ya la cuenta. Pero bueno, gritó el escritor, ¿es que te crees que soy un muerto de hambre?
Fue inolvidable la noche en la que apareció en mi casa, que es la suya, con Gabriel García Márquez. Nos lo trajo como un regalo de cumpleaños. Queríamos cantarle las mañanitas a mi mujer, Almudena Grandes, y habíamos preparado una fiesta de amigos. Joaquín llamó, anunció que Gabo había vuelto a España, que estaba en Madrid y que lo había invitado. Pero también nos pidió que nadie molestase, que nadie abusara de él, que no le diésemos demasiado la lata. No es raro que bajo la piel del artista cosmopolita y del viajero impenitente aparezca la figura del muchacho tímido educado en la Andalucía campesina del franquismo. Gabo llegó, la pandilla de cantantes, editores, poetas, periodistas y conspiradores se alegró mucho, todo el mundo confesó la admiración, pero nadie quiso dar la lata. Al día siguiente, Beatriz de Moura, editora de Tusquets, le preguntó por la fiesta, y el novelista confesó su sorpresa. Estuve con Joaquín en casa de Almudena y Luis, dijo. Muy bien todo. Pero es la primera vez en cuarenta años que voy a un lugar y nadie me hace ni puto caso.
Joaquín también es obsesivo cuando habla de fútbol. Es del Atlético de Madrid porque se siente solidario con un equipo capaz de grandes hazañas inesperadas y de múltiples y previsibles desastres deportivos. Le conviene a su personaje artístico. Escribe el himno del Atleti con el mismo bolígrafo que usa para cantar a los republicanos españoles, los exiliados, los perdedores, las putas, los solitarios, los abandonados y toda esa galería de benditos malditos que van de sus canciones a sus sonetos y de sus emociones políticas a sus declaraciones en la prensa. Pero en las últimas temporadas, y a mí no puede mentirme, solo ha tenido ojos para el Barcelona de Messi. Antes hablaba mucho, pero le importaba poco el fútbol. Ahora se ha hecho aficionado de verdad, y sus amigos del Real Madrid pagamos el pato. Esté donde esté, cante en Miami o en La Habana, en Nueva York o en Medellín, cada vez que alguien le mete un gol al Madrid salta en el teléfono móvil la alarma de los mensajes. ¿Estás viendo el partido? Y después de cada derrota, una pregunta envenenada. ¿Cómo ha terminado el marcador? Tenía actuación y no pude acabar de verlo.
El carácter compulsivo de Joaquín se adueña también de su trabajo. Escribir una canción es darles mil vueltas a las palabras, a los ritmos, a las ocurrencias sorprendentes, a los guiños poéticos. He visto a poca gente corregir tanto y hacer tanta labor de taller. Son comunes los elogios sobre la calidad poética de Joaquín, porque sabe hacer sonetos o porque escribe versos inolvidables en sus canciones. Pero hay mucho más: el mundo propio y el orgullo artístico. Lo más difícil para un poeta es conquistar una mirada personal sobre la realidad y fundar en su territorio el orgullo del decir. Joaquín es un artesano más que un iluminado, alguien que ha hecho de su saber y su oficio una forma de rebeldía. Fue Joaquín el que estableció las reglas de trabajo para cuando los amigos nos pasamos nuestros borradores o nuestras maquetas. Antes de la publicación, crítica descarnada y búsqueda de defectos para mejorar los resultados. Después de la publicación, todos como una piña en defensa de la obra maestra.
Quizá sea este el secreto: el oficio. El oficio de escribir o el oficio de vivir. Tomarse en serio la vida y la escritura hasta el punto de convertir la realidad en una celebración, en una acumulación de objetos, recuerdos, amigos, copas de champán y vasos de whisky. Pocas veces se siente tanto la plenitud de la celebración como al lado de Joaquín Sabina. Se trata de apurar la existencia a manos llenas, pedir al final de la noche una copa más, un gato más, un libro más, un cuerpo más, una broma más, una situación rara en la que podamos reírnos de los demás y de nosotros mismos. El muchacho de Úbeda se educó contra el franquismo, las iglesias y las autoridades represoras. Salió corriendo de ahí y no está dispuesto a parar. Señor policía aduanero, ¿sabe usted con qué intención introduzco una mano en su país? Quiero que en mi maleta haya siempre cosas inesperadas, pasmos y sorpresas para la autoridad.

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