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27 de febrero de 2014

Testimonios

Mi (larga) borrachera con José José

Hace más de 20 años, el poeta peruano Ehitel Silva compartió muchos whiskies con el Príncipe de la Canción en un vuelo México-Lima. Hoy lo busca para recordarlos. ¿Repetirán borrachera?

Por: Ehitel Silva

Esta historia comenzó hace 23 años, cuando el mundo era un lugar más pausado. Cuando volar en avión era un lujo que se recompensaba con un trato de gran señor. Antes de que la paranoia invadiera aeropuertos y aviones, cuando uno podía sentarse en las últimas filas de la nave para encender un cigarrillo. Hace muchos años, en esa otra época, fue que comenzó esta historia.

En ese entonces, con 17 años de edad, el azar me puso en el mismo vuelo a Lima, Perú, que tomó José José, y por circunstancias casi increíbles acabé compartiendo uno, dos, muchos tragos de whisky con el Príncipe de la Canción hasta hacer de ese viaje algo memorable.

Yo que fui tormenta

Veintitrés años después de aquel viaje, llego a un hotel en Polanco, en ciudad de México, para encontrarme con él. Esperando en el lobby, lo veo llegar, con su natural forma pausada, con su misma sonrisa amable y su mirada noble. José José se mantiene bien a pesar de los años (tiene 65) y los muchos padecimientos de salud que ha enfrentado. Su energía permanece intacta. Su educación, su templanza, su clase y la aristocracia del alma también permanecen intactas; además, luego de todo este tiempo, veo en él una pátina dorada de orgullo y valor.

Lo primero que hace es darme un abrazo, como si el periplo que nos unió hubiera sido ayer. Con la cordialidad de siempre, con la naturalidad de todos los días.

Por supuesto que no recordaba de manera precisa aquella borrachera telúrica, pero no importaba. Lo que importaba más para mí era la posibilidad de encontrarme nuevamente con él. Volver a escucharlo contar historias. Había preparado unas preguntas, pero solo pude verlo y escucharlo; lo dejé hablar.

Me contó que sufrió una pulmonía fulminante con parálisis total de diafragma, que su pulmón izquierdo quedó más chico y con una fibrosis que ahora se ha recrudecido. Dice que por momentos deja de funcionar uno de ellos. Por eso viene seguido a México, para someterse a sus tratamientos y poder seguir trabajando. Ahora vive en Miami, dice, y le gusta por el clima, ya que le favorece la humedad y porque está al nivel del mar. También me confesó que se siente seguro en esa ciudad y que viene a México cada dos semanas. Hoy cuenta con un “equipo de mantenimiento”, apunta, conformado por un homeópata, un médico radiónico y un otorrinolaringólogo.


El aprendiz de seductor

Soy peruano, pero vivo en México desde hace mucho tiempo. Sin embargo, viajábamos a Lima con regularidad, so pretexto de alguna vacación escolar o en la Navidad. En 1990, el motivo eran las vacaciones del verano mexicano, el invierno peruano, e invité a mi amigo Alejandro, del colegio en México, a visitar Perú.

Alejandro y yo teníamos esa edad en la que solo nos interesaba el sexo. En el mundo no había otra cosa para nosotros que la idea de conseguir mujeres, poseerlas en el sentido más mundano, absolutamente hormonal y adolescente.




Nuestras conversaciones se centraban solo en esa idea y en la causa de tantos fracasos en nuestros intentos de saciar el deseo o el motivo por el que otros amigos lograban consumar el acto. Claro, ahora, con el tiempo, sé que todas esas historias de éxito eran meramente el producto de la fabulación, pero nuestra obsesión era real. Viajamos por AeroPerú en un avión amplio. Un DC-10, según recuerdo, y la cabina del avión tenía dos pasillos entre las hileras de asientos. El eslogan de la aerolínea era “El encanto de volar”, y en nuestra adolescencia irredenta, Alejandro y yo jugábamos con el doble sentido de la frase. “¿A qué hora sacan el encanto?, señorita azafata”, preguntábamos.

El vuelo iba relativamente lleno y nosotros fumábamos como si no hubiera mañana, “como chinos en quiebra”, dicen en Perú. Un cigarro tras otro. Con la inconsciencia de los 17 años, cuando se tiene la certeza del mundo y la seguridad de saberlo todo. Benditos 17.

Poco antes de despegar, ansiosos por partir y perfectamente instalados en nuestros asientos, se apareció una mujer hermosa en el avión. Recuerdo que venía en unos pants Adidas negros. La recuerdo clarísimamente: era bajita, con el pelo negro, con un trasero redondo y perfecto. Tenía una cara linda y desenfadada, tenía el pelo largo y recogido, como si viniera del gimnasio.

Alejandro y yo no le quitábamos los ojos de encima, por supuesto con una mirada lasciva, y queríamos averiguar si por una suerte divina se sentaría cerca de nosotros. Y, por qué no, invitarla y, quizá, emborracharnos con ella y probablemente cumplir la eterna fantasía de hacerle el amor en el baño del avión para entrar, con alfombra roja, al selecto club de los 30.000 pies.

La lógica juvenil es, claro, engañosa: si querer es poder, a los 17 eso pasaría con seguridad. A esta edad uno aprende que sí se puede, pero cuesta y a veces mucho.

La hermosa mujer recorrió los dos pasillos del avión como si fuera una azafata sin uniforme. Al pasar por nuestro lado, nuestros ojos se desorbitaron al ver sus hermosísimas nalgas, y ella, por supuesto, no perdía la displicencia.

Siempre he pensado que los hombres, en general, nos dividimos entre quienes prefieren las tetas de una mujer y quienes nos decantamos más por las nalgas. Yo me considero, por mucho, parte de la legión que prefiere la retaguardia.

Luego de recorrer el avión de cabo a rabo (nunca había encontrado mejor momento para usar esta expresión), la mujer regresó a la puerta principal para hablar con la jefa de azafatas. Luego salió y volvió con José José. Supuse que sería su asistente que había ido de avanzada para hacer un reconocimiento y encontrar el mejor lugar para el Príncipe de la Canción.

El cantante entró con una sonrisa franca, carismático y amable. Con unos modos pausados y propios de la realeza.

Recorrió el avión e iba saludando al público (o pasajeros, como quieran) fila por fila. Parecía que partía plaza.

Sobra decir que Alejandro y yo estábamos mucho más interesados en la asistente que en el mismo José José. Éramos, como diría el Príncipe, unos aprendices de seductor. Dada la cordialidad de la estrella, pensamos que sería más fácil acercarnos a él y así estar más cerca de su asistente, que más parecía una princesa. Así que con la desfachatez propia de la edad quisimos usar al cantante como pretexto para llegar a la mujer.

No creo que esto sorprenda a nadie: todos sabemos que los verdaderos intereses que mueven a los hombres tienen que ver siempre con una mujer y el coqueteo. Buscar esa victoria era lo importante, la caza estaba en ciernes. El hombre siempre está ligando, yo al menos sí.


Espera un poco...

Cuando los hombres abrimos una botella, ‘ficcionamos’, si se permite el verbo, amarga o dulcemente, sobre nuestra realidad.

El peruano Julio Ramón Ribeyro escribió un libro de cuentos llamado Las botellas y los hombres (1964), y en el cuento homónimo toca ese tema. Me permito parafrasearlo: Cuando un grupo de hombres abre una botella, es un nuevo universo, es una realidad paralela que se desata.

En torno a un grupo de hombres y una botella abierta se gesta una nueva ficción; un nuevo piso de la conciencia se desprende. Ese día, José José quería abrir una botella y encontrar esa ficción.



Las sobrecargos se desvivían por atenderlo, mientras que él, con esa cualidad apesadumbrada y aristocrática del alma, se dejaba querer.

Después del despegue, cuando el piloto dio su venia para deambular libres por la cabina, el Príncipe de la Canción se puso de pie, recorrió el avión (pasó frente a nosotros y nos saludó con un discreto movimiento de la cabeza) y se refugió en la parte posterior.

Nosotros, antojadizos adolescentes, teníamos como prioridad conocer a su asistente, así que alcanzamos al cantante para presentarle nuestros respetos.

Con el carisma que lo caracteriza, José José nos tomó de la mano. Él estaba de pie porque, dijo, quería componer una canción, y un traguito lo podría inspirar. Con total naturalidad nos preguntó si lo acompañábamos con un whiskicito. Nosotros, ni tardos ni perezosos, aceptamos mientras veíamos con el rabillo del ojo a la asistente. Ella se acercaba y nos ignoraba con naturalidad, como cualquier mujer desdeñaría a un par de adolescentes calientes.

Así, abrimos la primera botella de whisky y llegaron los hielos, el agua mineral y otras bebidas de moderación. Todo junto con una especie de mesita, improvisada amablemente por las sobrecargos que atendían al Príncipe como se lo merecía.

Todo, a cambio de una sonrisa, una foto o un autógrafo. Cosas a las que el cantante accedía de buena manera.

Cuando empezamos a conversar, le conté que era peruano porque siempre, cuando no sé qué decir, digo lo mismo desde mi provincianismo. Entonces, el Príncipe comenzó a hablar.

Le gustaba contar anécdotas y arrancó con una de unos conciertos recientes, y nos habló del amor del público latino. Se sentía orgulloso de ser cómplice de tantas historias de amor. De la forma en que con sus canciones tantas personas se habían amado. Por supuesto, sus palabras se lubricaban con vasos cada vez más cargados.

Recuerdo que las azafatas nos llevaron unas papas fritas o cacahuates, pero nosotros despreciamos la botana porque esa borrachera era seria.

En la vida nos encontramos gente que se cree el centro del mundo y es pesadísima. Sin embargo, a 30.000 pies de altura, en un avión, el centro del mundo era esa conversación. Lo demás dejó de importar. El mundo giraba en torno a esa botella, a esa conversación, a esa ficción que estábamos desarrollando. Lo único importante era la delicia de la borrachera, el goce del alcohol en un vaso de vidrio, como debe ser. Esas eran las ventajas de volar hace 23 años, cuando afortunadamente podíamos decir salud en vasos de vidrio, lo que ahora sería impensable.



Qué triste fue decirnos adiós

Luego de unas tres horas y media bebiendo, llegamos a Panamá, la escala programada. Ya estábamos un poco ebrios, pero el Príncipe habló: “Siempre es bueno conocer, vamos a aprovechar y salgamos un poco a estirar las piernas”. Salimos del avión, pero teníamos que permanecer en la zona de pasajeros en tránsito y, por supuesto, aprovechamos para conocer el bar del aeropuerto. El área de compras sin impuestos de la terminal panameña era impresionante. Había ofertas importantes en aparatos electrónicos y en otras cosas. Pero para nosotros eso no tenía la menor importancia.

José José, en todo su esplendor, iba conversando de forma pausada, y aprovechaba para saludar a toda la gente que se cruzaba con nosotros en el bar. Lo que no previmos fue la estridencia de la música en el lugar. Todos los estéreos en venta estaban encendidos a su máxima potencia. Salsa, merengue, bachata, guaracha, todo sonaba al mismo tiempo causando un ruido horrible que llegaba al bar, donde no se podía hablar.




A pesar del aire acondicionado, el calor panameño permeaba el lugar y la humedad entraba por todos lados. Por supuesto, el antídoto perfecto para ese sopor fueron unas cervezas bien frías. Alejandro y yo pedimos eso, pero el Príncipe prefirió coñac. Los viajeros que pasaban lo reconocían de inmediato y se acercaban a saludarlo. Él, como siempre, fue muy amable.

Después de unos tragos volvimos al avión para continuar el viaje. Ahora, Panamá-Lima. En Lima, Alejandro y yo nos quedábamos, pero el cantante continuaba hasta Buenos Aires, en donde daría un concierto.

Como buena conversación entre botellas, además de los pasajes alegres, de carcajadas y camaradería, también hay parajes un poco más agrestes. Luego, los chistes y las anécdotas, entramos en temas de política y la conversación se volvió un poco menos suave. El muro de Berlín tenía poco tiempo de haber caído, y José José formuló una aguerrida apología a la libertad y el derecho de elegir libremente los gobiernos. El Príncipe celebraba la aparente caída del régimen socialista con la Perestroika que implementó en esa época Mijaíl Gorbachov.

Para entonces, la noche ya había envuelto al vuelo de AeroPerú; sin embargo, como ocurre en los aviones, la noche y el día se determinan no por el sol, sino por las necesidades particulares del vuelo. Con eso en cuenta, de pronto se encendieron las luces para servir el desayuno, previo a la llegada a Lima. Yo tenía en la mano un whisky en las rocas cuando la azafata me preguntó si quería huevos revueltos, al tiempo que ponía la charola del desayuno delante de mí. Acepté con la cabeza, pero mi estómago se negó. Entre el desayuno y un último whisky, opté por lo segundo.

Llegando a Lima, nos despedimos del Príncipe, agradecidos de haberlo conocido. Él nos entregó su tarjeta y nos hizo prometer que lo llamaríamos cuando regresáramos a México.

Su asistente, nuestra princesa, dormía plácidamente en ese momento. Para entonces, por supuesto, nuestro interés en ella se había esfumado.



El amar es el cielo y la luz

De regreso a Polanco, ya en 2013, el Príncipe me habla de la nueva música. El rap y el reguetón, por ejemplo, son fenómenos musicales importantes, dice. Pero eso no afecta al género romántico. “En los momentos importantes de nuestra vida, la música romántica es música de fondo”, me dijo.

“La música romántica que yo he grabado me convirtió en amigo y cómplice de muchas parejas que se han amado. La gente me procura en las calles, me conocen desde hace 50 años —explica José José—. Les canté a los jóvenes, a sus papás y a sus abuelos. Este año presentaré un nuevo disco con canciones inéditas”.

Le pregunté cómo se sentía y cómo había llevado estos años con la enfermedad y manteniendo al margen el pesimismo. Me dijo que cada día pone su vida en manos de Dios y vive así, un día a la vez. “No hay que darle oportunidad al pesimismo para que ataque, porque eso sería echar a perder el trabajo diario”, agregó. Yo solo puedo pensar en su tenacidad y valor admirables. “Si se aprende a vivir el día a día, la angustia se va. Se vuelve gratificante. Dios siempre resuelve”, me confesó. Recuerdo inevitablemente su canción Amar y querer, y creo que él es de los que sí saben amar.

Me despedí del cantante como quien lo hace de un hermano, igual como fue hace 23 años. Me volvió a dar su tarjeta y me dijo que no dejara de llamarlo si pasaba por Miami.

Muchas veces lo que ennoblece a las personas son las formas, y este es, sin duda, uno de esos casos.

La vida del Príncipe es testimonio de intensidad, ejemplo de fiereza. Espero que no pasen otros 23 años para volver a verlo. Quizá un día cualquiera que esté de paso en Miami le tome la palabra y pase a visitarlo. Quizá entonces conozca a su actual asistente, quien, tal vez, esté aun más guapa que la mujer de los pants negros, probablemente use unos ‘chorcitos’ que resalten su trasero igual de redondo, y en esa ocasión, quizá, corra con mejor suerte.

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