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8 de marzo de 2007

Testimonios

Cubriendo mi propio implante de pelo (segunda parte)

Después de su paso por el quirófano, el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez escribe para SoHo el relato de su odisea en busca del pelo perdido, y reflexiona sobre lo que será una segunda vida con la brillante calva como recuerdo.

Por: POR JOTAMARIO ARBELÁEZ
| Foto: POR JOTAMARIO ARBELÁEZ

El haberse filtrado que iba a someterme a unos correctivos mediante cirugías estéticas en el cuero cabelludo, la nariz y los párpados —lo que terminaría haciendo de mí lo que siempre quise ser, el churro de la comarca—, despertó una serie de reacciones entre entidades y personas ligadas a mis intereses o mis afectos.

Para empezar, hasta luego a la visa norteamericana, pues en las pantallas de sus organismos detectores de terroristas figuro —tal cual la foto del pasaporte— como pelón, narigudo y ojichiquito. Adiós a mis visitas a Disneyworld, donde siempre termino abrazado convulsivo a la pata Daisy. Ahora el ocio viajero lo dedicaré al tercer mundo, que después del glasnost he tenido tan olvidado. Entrevistaré a las jineteras cubanas, a las garotas del carnaval de Río y a las drag queens de la zona rosa, con mi pinta de Valentino reencauchado, a fin de proponer a esta revista unas orgiásticas crónicas con final feliz, haya o no haya eyaculación. Porque aprovecho para declarar que me mamé de seguir cantándole la tabla al sistema por sus injusticias rampantes o sus nexos con criminales, lo que no sirve sino para darle la oportunidad de expresar que estamos en una democracia tan tolerante que cualquier perico de los palotes puede hacer la apología del perico sin que lo cuelguen de las pelotas.

Mi mujer me ha mandado al sofá porque, después de lo soportado como marido, no puede ser que me le presente como un buen mozo. Y mis remamones preadolescentes Salomé y Salvador me dicen que soy un "guiso". Es posible que pierda imagen entre quienes me aman y me toleran tal como he sido, y que quienes en adelante de mí se encanten lo hagan de un Frankenstein de peluquería.

La junta directiva de la Casa del Nadaísmo estudia mi expulsión ante mi flaqueza, que implica una traición a la impronta del ser y la nada. Ya me había perdonado el reciente maquillaje cristiano, pero seré inaceptable con una identidad trastocada. Cambio extremo, pienso yo, el que exhibe Eduardo Escobar, y a él no le han dicho nada.

Menos mal que ya murieron papá y mamá. En mi casa de Cali, mi hermano y sus seis hermanas se están haciendo los pendejos, a la espera del resultado del escalpelo. Mientras no pierda los rasgos de los Arbeláez de Rionegro se me mantendrá el derecho a la octava parte de la herencia que aún no he cobrado. Jan Arb, que es un poeta cristiano, me ha observado que, si según mi reciente conversión religiosa pienso que ni un solo cabello se mueve de su sitio sin la voluntad del Padre, el atrevimiento de volver a insertármelo en la cabeza equivale a contrariar el santo designio.

No debería decirlo, no solo por respeto con mi señora que menos mal no lee bien mis escritos, sino con quienes me creen más allá del bien y del mal, que también mis fans se encuentran desconsoladas. Las menores me dicen que por favor no vaya a permitir que se zanje la diferencia de edades porque entonces qué gracia. Y algunas de las mayores que, si lo hago, no las volveré a ver en cueros ni por el forro, en ningún almanaque de matronas sin fecha de vencimiento.

Mi apoderado parisino el doctor Alfredo Rey, autoridad universal en satelitología cósmica —que no cosmetología—, ha sentenciado que soy el vago del siglo. Que si quedo, dada mi pasión de rockero, como un Rock Hudson, ¡cuidado!, muy bien. Pero, ¿y si resulto con una desfiguración facial permanente, porque el frontis es la parte cenital de la faz? ?

Consideraciones intempestivas

Justifico mi decisión de retomar el pelaje, en la tomada por tantos cabellones al hacerse tusar para posar de calvos triunfantes, como mi amigo Felipe Domínguez, a quien le fue tan bien en la vida mientras la pasó sin un solo pelo. No fue sino volver a dejárselo crecer para que le cayera la caspa.

De entre mis cabecipelados compinches, algunos me han acusado de esquirol y de manzanillo, pero la mayoría ha firmado un pacto de que si el experimento me sale bien, ellos harán lo propio al precio que sea.

Ante protestas tan amables, he decidido abdicar de los retoques en los párpados y nariz y centrarme en el imponente reflorecimiento folicular. Las ñatas pueden seguir broncas y los ojos empiyamados. Con mi nueva pinta también habré de cambiar la foto de mis columnas de prensa. Si muchos lectores recortan los escritos de este calvete, ¿qué no harán ahora con un bacán copetudo, de pelo en pecho y de remolino en el caguán?

Antes usaba sombrero, no para esconder la calva sino para no portar paraguas; ahora tendré que llevarlo obligatoriamente así no llueva ni truene. Ni un rayo de sol puede besar mi cráneo implantado, que pronto comenzará a poblarse de fina pelusa.

Durante un año tendré que hacer el amor de gorra, comer y viajar de gorra. Porque, ¿qué orgasmo estético puedo ofrecer a los ojos de mi pareja con semejantes cráteres en la teja? Y, en un buen restaurante, ¿cómo arruinarles a los comensales la ingestión de sus viandas con mi testuz de langosta? Y, ¿cómo me voy a presentar en el extranjero como un picado de avispas?

Pero el mal —o el bien— ya está hecho y voy por el orondo camino de la Sala de Recuperación. Mientras en el laboratorio se preparan los folículos a insertar.

Preparativos con los pelos de punta

Tomé la determinación de recuperar el pelo perdido para violentar el destino. Es normal que un peludo perezca calvo, pero no que un calvo muera peludo. La revista me solicitó inicialmente tres crónicas, con el antes y el después, en tres meses consecutivos. Pero según el científico estético y tricólogo Ernesto Andrade, el proceso tarda un año en llegar a su plenitud. Entonces apareceré por entregas progresivas hasta que los folículos pilosos se pongan las pilas.

Asisto a la Clínica del Chicó para los requerimientos previos. En la sala de recepción hay toda una fauna de faunos y ninfas de todas las edades y condiciones en vías de reparación. De la cabeza: ojos, nariz, boca, orejas, mentón, frente, pómulos, pelo. Del tronco: tetas, hombros, barriga, cintura, culo. Y también de las extremidades: brazos, manos, muslos, pies, piernas, miembro viril. Nunca cae mal una cuota extra de belleza o de longitud. El apuesto cirujano doctor Andrade promete hacer de mí el hombre nuevo que no logró el Che Guevara.

Una intervención de estas, que en el lenguaje popular se conoce como microimplante piloso, puede costar entre seis y ocho millones, de acuerdo con los folículos insertados, hasta tres o cuatro por poro, es decir, cada pelo en cinco mil pesos. El paciente permanece un año en salmuera, con chequeos más o menos cada tres meses, al cabo de los cuales arranca su nueva vida.

Minutos antes de ingresar al quirófano, el anestesista revisa el resultado del electrocardiograma y se asusta por lo alto de mi presión arterial. En esas circunstancias, con la anestesia total, correría peligro la vida del artista. Vuelo a donde el cardiólogo, doctor Ternera, quien descubre que sufro de ‘hipertensión de bata blanca‘, o sea miedo a los médicos. Me hace un ecocardiograma, donde el corazón resulta súbitamente normalizado y, así, firma la autorización para que vuelva al quirófano.

Me han pedido que traiga un buen libro para leer entre los dos procesos. Vengo con Borges, por Bioy Casares, sus conversaciones de sobremesa durante más de 50 años, en 1662 páginas. Pero delegaré en la anestesia la labor del adormilamiento profundo. ?

Una calva en la camilla (3)

De la Sala de Recuperación, donde he pasado ocho horas —sin comer ni beber ni tirar hace 24—, leyendo los chismes de Borges y tomando apuntes que ya tendré oportunidad de mostrar, salgo hacia la sala de cirugía como una res al matadero, a que me rematen.

Ya lo que ha de ser, que sea. En una sala previa me subo a una camilla y una acuciosa enfermera me aplica el primer aguijón en la vena del brazo, el de la ineludible bolsa de suero, a la que le inyectarán las sustancias que el organismo requiera. Y me echan a rodar por los pasillos en busca del pelero perdido.

En la primera crónica de esta serie, publicada el pasado noviembre, dedicada a los prologómenos de esta aventura que tanto tiene de espiritual como de corpórea, pues al ponerle pelos al cuerpo físico también le salen al astral, las fotos de mi cráneo sangrante hablaron por anticipado del sentido vía crucis sobre el quirófano que ahora me permitiré describir.

Al pie del patíbulo me espera el doctor Andrade, severo pero sonriente, con su pinta de ángel restaurador y su espada de fuego. A su lado el ángel asistencial, la doctora Carolina —quien se ha pasado toda la tarde seleccionando al microscopio mis pelitos para insertar—, breve, aérea, armada con todos los atributos de la belleza clásica natural, que potencian las lámparas y mi tenso estado de expectativa; el cirujano plástico Juan Carlos Marciales, quien está al tanto de mis medidas faciales; el anestesiólogo Jorge Villarraga, quien carga su jeringuilla; la instrumentadora quirúrgica Carol González, quien reparte los cubiertos a la tribu caníbal; la auxiliar Yolanda Sánchez, quien vela por que no vaya a resbalar de la camilla al abismo. Y entre ellos el fotógrafo de la revista, Carlos Vásquez, volando como un colibrí con su cámara por el ámbito. La doctora Carolina me hace hervir la testosterona. Como siento que el corazón me bombea más allá de lo permitido, tomo valor y le digo al doctor Andrade que prefiero que me apliquen anestesia local controlada, no solo por precauciones cardíacas, sino para conservarme consciente para mi crónica. Lo encuentra razonable y acepta.

El anestesista procede. Y mientras opera la sutil sedación, tal vez en broma, le dice el doctor Andrade al fotógrafo que debería hacer unas fotos de la doctora Carolina al desnudo para publicar en SoHo y hasta allí dura la insensibilidad del poeta. El árbol kundalíneo se despabila. Mientras la pandilla de blanco comienza a inyectarme quién sabe qué sustancias de largas jeringas en el cuero descabellado, y a martillarme como clavos al rojo los pelos innumerables en mi frente marchita, yo no dejo de imaginarme la sesión de fotografías en un set sugestivo. Cada clic en mi cráneo se me antoja un close up a lo curvo de Carolina, y así el dolor se me va transformando en las escabrosas cosquillas del marqués de Sade. No estoy en ninguna intervención quirúrgica asistiendo a mi propia carnicería, sino en una sesión desenfrenada de la famosa Filosofía en el tocador. Mientras más me duela más rico. Definitivamente se me ha alborotado el demonio del mediodía. ¿Será cuestión de la calva y es esto lo que me están corrigiendo? Pero ya no hay manera de echar atrás.

Me siento como el paciente de La lección de anatomía, de Rembrandt, muerto de ganas. "En tus manos encomiendo mi calva", fueron mis últimas palabras a mi presunto salvador sobre el empapado sudario. Pienso que cada pelo nuevo ha de ser una nueva mujer por probar y con eso exorcizo el padecimiento. El calvario de un calvo por redimirse. Termino hecho un nazareno, con mi corona espinada cubierta por un gorrito. La tanga de material desechable debe estar deshecha. Me ponen en un rincón.

Retorno al mundo

Son casi las nueve de la noche, calculo. Antes de despedirse, el doctor Andrade me da una noticia que me confunde. Que en adelante, para fortificar la invasión pilosa, deberé ingerir un medicamento a base de finasteride. Así superaré mi síndrome de Elvis Preley. El único problema es que puede reducirme el impulso sexual y que las erecciones no sean las deseables. Como quien dice, pienso, me volveré mucho más sexy pero sin sex. Valiente aventura, valiente hombre nuevo, ¿qué me gano ahora con estar peludo y platudo si ya no me va a servir el desnudo?

Espero a que se acabe el cuncho de suero. Me pongo los pantalones. Me calo un gorro de plástico. Recojo el libraco de Borges. Mi señora anda con los niños de Halloween, lo que la salva de transportarme con mi pinta de bruja. Con la caja del cráneo sellada con grapas de cosedora, método que ha venido a sustituir las salvajes puntadas de hilo de seda, echo a andar como un zombi en busca de un taxi. Tomo uno y doy la dirección de mi estudio, donde debo sentarme a escribir la primera crónica, porque la revista ya cierra. "El señor se me parece al poeta Jotamario, ¿es usted?", me pregunta el taxista. "No, señor, usted me confunden." Pero por ahora el confundido soy yo.

En un año, cuando haya recuperado del todo mi melena mesiánica, espero que no me toque emplearla en predicar la castidad entre mis adoradas admiradoras, como durante tantos años me lo recomendara mi hermano el poeta místico. Tal vez así recupere mi alma, pero habré perdido la mejor parte de mi cuerpo, a la que nunca le faltó pelo, la que me dio tanta dicha, la que nunca tuvo una falla. ¡Qué nostalgia!?

Postdata

Han pasado ciento veinte jornadas, no digamos que de Sodoma. Todas las mañanas, frente al espejo de aumento, veo que la pelambre no prospera como esperaba. En el testuz avanza una pelusa ligera. La coronilla continúa espejeante, como me lo acaba de revelar con crueldad la luna del peluquero. El doctor Andrade, en el último chequeo, me reiteró que tuviera paciencia. Que el debido proceso, lo dijo desde un principio, requería un año. Como él es el del saber y la fama, me rindo ante la eminencia. Por primera vez siento el deseo y el placer de quedar como un culo, como el de tantas reinas y modelos que él les arregla. Me muevo por el mundo con la cabeza cubierta con pañoletas de rasta, sombreros kafkianos, cachuchas esportivas, boinas vascas y, en vista de mi queja de que durante un año tendré que hacer el amor con gorrito, el director de la revista ha condescendido en cuadruplicarme los honorarios. La oportunidad estaba que ni pintada.

Lo malo es que cuando, en los éxtasis del amor, se me cae el gorrito, la parlanchina ninfa me comenta que estoy en nada —refiriéndose al crecimiento de mi melena, supongo—, pero que siga en la puja. Y, con una mezcla de resignación y ternura, me acaricia la cabecita.

(Continuaremos)

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