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10 de febrero de 2012

Testimonios

Evocación feliz de un garrotazo en el codo

Juan Gossaín creció en un colegio en Cartagena en el que un profesor, escoba en mano, domesticaba a los estudiantes. Recuerdos intestinos de un internado.

Por: Juan Gossaín

No era un internado: era un reformatorio. Más que eso, era un corral enorme para amansar potros salvajes.

Se levantaba al pie de la muralla venerable, en el centro colonial de Cartagena, con un asilo de huérfanas en un costado y una placita de piedra en el otro. Al frente estaba el mar. 
Con un palo de escoba en la mano, que blandía como si fuera la espada vengadora del ángel exterminador, el profesor Fragoso desbravaba a los muchachos cerreros que venían a estudiar desde todos los rincones del Caribe, de montes y cañadas, de aldeas perdidas y corregimientos sin nombre, incluso de Panamá, Venezuela y Curazao. 
A los diez años de edad, varios de mis condiscípulos eran capaces de tumbar un toro tirándolo por el rabo o de agarrarse a trompadas con un tigre en medio de la espesura. La mayor parte de ellos no habían visto un cuaderno en su vida. Ni un automóvil. Yo, por ejemplo, y sin darle más vueltas, no me había puesto jamás un par de zapatos.
Llegábamos con la maleza enredada en los cuernos al famoso Colegio de la Esperanza, que fundaron a mediados del siglo XIX unos librepensadores sublevados contra los abusos de la educación confesional que imponía el señor arzobispo. La verdad es que nos domesticaron a garrotazos mientras íbamos aprendiendo los secretos de la geografía universal de Ptolomeo, las chifladuras filosóficas de Sócrates y la historia de Colombia amañada en los libros de Henao y Arrubla.
 
UNO SOLO Y EN EL CODO
Ya desde entonces el profesor Luis Guillermo Fragoso, que marcó para siempre los años de nuestra juventud, era calvo como un espejo, aunque podían servirle de consuelo unas cejas de matorral que le infundían mayor severidad a su semblante, como si la necesitara. Anguloso, con los pómulos cuadrados y un bigote entrecano que parecía hecho de alambre, era de estatura mediana, pero tenía la misma contextura maciza del cemento armado. 
Fragoso dominaba como un torturador de la Inquisición el arte secreto de pegar un garrotazo en el codo, sin coger puntería, de un solo golpe, limpio y seco. Una descarga eléctrica se sentía brazo arriba, hasta salir por el hombro, como si fuera una flecha envenenada. Hoy estaría preso a nombre de los derechos humanos o de una tutela que proteja el libre desarrollo de la personalidad.
 
UN DUELO DE TITANES
Nunca podré olvidar lo que ocurrió aquel día. El profesor Hoyos Becerra, un bogotano sabio y malgeniado que se pasaba la vida atrapando en el aire su caja de dientes, estaba enfrascado en una cátedra sobre los principios fundamentales de la ética humana. Imagínense ustedes: Aristóteles a la una de la tarde, en el verano de Cartagena, sin un humilde ventilador. La mitad de la clase roncaba con el mismo estrépito de un buque de río. Los demás hacíamos desorden al fondo del salón.
Bonfanti era un alumno barranquillero, silencioso y solitario, cuya actividad escolar se reducía a comer arroz reseco y alzar pesas en el gimnasio del patio. Tenía el mismo andamiaje de un escaparate en medio de tantos camaradas raquíticos desmirriados por el hambre. La masa de músculos le descosía la camisa. 
Fragoso, con su sigilo de pantera al acecho, se acercó por detrás, agitó la escoba en el aire y la descargó en el codo de Bonfanti. El gigante bíblico, con los puños cerrados, se levantó por segmentos, como si alguien estuviera abriendo un metro de carpintero. Fragoso dejó caer el palo. Lo encaró desarmado.
—Atrévete a tocarme —le dijo.
—No me pegue —Bonfanti echaba candela por los ojos—, que usted no es mi padre.
—Te equivocas —le reviró el profesor—. Aquí, yo soy tu padre.
Fue la única vez que vimos que aquel armatoste humano bajaba los brazos, miraba al suelo y volvía a sentarse. En ese instante comprendí, por fin, en qué consistía lo que mi abuela María Abdala llamaba “la autoridad moral”. 
 
RINCÓN GUAPO
Dos dormitorios de trescientas literas cada uno. En el fondo del segundo quedaba ‘Rincón Guapo’, que el Mono Escobar había convertido en una república independiente. El Mono, que se declaró alcalde de aquella guarida de rufianes, trazó una línea de tiza en el suelo y puso un letrero que decía: “Profesores, abstenerse de cruzar la raya. Aquí no entra ni la policía”. 
‘Muchilanga’, un enfermo de brillante cerebro que moqueaba como si estuviera llorando, dormía en una cama de arriba. ‘Molécula’, una especie de bacteria humana que no levantaba una cuarta del suelo, con los brazos arqueados en forma de paréntesis, ocupaba la de abajo. 
En la alta noche, en medio del silencio, ‘Molécula’ se despertó sin hacer ruido, agarró una cuerda de plástico y le amarró los testículos al enfermo. Tuvo tiempo de atar el otro extremo en la cabecera. Cuando Fragoso armó el consabido estropicio de las cinco de la mañana, para despertar a todo el mundo, aquel pobre hombre se lanzó desde lo alto de su colchón y quedó colgado en el aire, gritando y sangrando. Faltó poco para que lo capara. Entonces fue ‘Muchilanga’ el que tuvo que caminar durante quince días con los cojones entre paréntesis. 
 
LOS PROFESORES
Ha pasado medio siglo y no he podido olvidar a ninguno de los profesores que envejecieron tratando de amansar a esa manada de cimarrones: María Varilla Rodríguez, Cuarto Bate López, el Papa Guerrero, Perroviejo Cabarcas, el Tuerto Espinosa, Mister Prisly, el colega Poveda, Sofanor, el sabio Cury, el pobre Ceballón, Heliogábalo Orozco, que comía más que todos sus alumnos juntos.
No saben ellos la gratitud que yo les guardo por haberme impuesto castigos interminables, sin salida a la calle, en ese caserón de fantasmas donde había vivido el virrey Eslava en tiempos de la Colonia. Gracias a esos encierros, huyendo de la soledad y de los muertos que me perseguían en los pasillos, no encontré más que un solo sitio para refugiarme: la biblioteca.
A propósito de Heliogábalo y la comida: cada tarde nos llevaban a retozar en la orilla del mar. Hasta que un día descubrimos que no lo hacían por darnos esparcimiento sino por conveniencia. Los trabajadores del comedor aprovechaban el paseo para llenar unos tanques gigantescos con agua de mar. Materia prima de la sopa. Así se ahorraban la sal.
El garrote de Fragoso nos enseñó que el talento sin disciplina no es más que un desperdicio. Pero también nos enseñaron a discutir en una cátedra libre, repleta de conocimientos, en la que, el primer día de clases, el profesor Guillermo Puente, en vez de obligarnos a memorizar la fórmula del ácido sulfúrico, nos recibió con esta frase: 
—Ustedes no vinieron aquí a aprender química. Vinieron a aprender a pensar. 
 
POSDATA A LA NOSTALGIA
Solo una vez regresé a mi internado. Fue el día en que construyeron sobre sus predios un hermoso condominio de apartamentos, jardines y piscinas. Donde quedaba la legendaria cama de ‘Muchilanga’ y ‘Molécula’, hoy se levanta una fuente de alabastro. Aproveché que estaban echando un discurso y me fui de la fiesta inaugural con disimulo, porque una lágrima estuvo a punto de traicionarme.
Pasé nueve años recluido en esa cárcel. (Y pensar que hoy lo meten a uno en La Picota solo tres años por saquear al Estado, siempre y cuando lo haga con un contrato en la mano).
Hace unos meses me encontré con Fragoso. Tiene 94 años. Nos dimos un abrazo largo y callado. No ha subido ni un gramo de peso. No le duele un pelo. Parece que en lugar de huesos tuviera una armazón de varillas de hierro. Todavía sale de madrugada a pescar en una barca con sus amigos. Se ha pedido para sí el encargo más penoso de todos, la tarea de arrojar y levar el ancla. 
Los mismos ojos de acero brillante, los mismos pómulos prominentes, la misma nariz de águila. Me parece que las cejas le siguen creciendo. Lo cierto es que el profesor Fragoso está más idéntico que antes. 

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