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16 de noviembre de 2004

Zona Crónica

La ciudad de los muertos

Para devolvernos el asombro que perdimos ante nuestros propios muertos, SoHo quiso que un extranjero, el novelista argentino Martín Caparrós, pasara un domingo en un cementerio que se acostumbró a enterrar primero a los hijos que a los padres.

Por: Martín Caparrós
Martín Caparrós

Era domingo al mediodía y ya estábamos llegando al cementerio. Hacía sol: un sol casi perfecto. El taxi iba tranquilo, la avenida vacía del domingo, y paró en un semáforo. Yo miraba para adelante, porque algo hay que mirar, cuando lo vi: dos coches adelante, a la derecha, un chico como de nueve o diez forcejeaba por la ventanilla con el chofer de un taxi. Parecía que el chico trataba de robarle.

-Carajo, otra vez esos jueputas.
Dijo mi chofer y yo seguía mirando. Los otros llegaron desde ninguna parte y eran dos: al principio eran dos. Los dos tenían pantalón corto, una remera así nomás, menos de treinta años y se tiraron sobre el chico ladrón como dos perros. El chico corrió un par de metros, hacia nosotros, con una cara rara: la boca muy abierta. Lo agarraron, empezaron a pegarle. El chico sólo trataba de cubrirse, y llegó otro atacante. Le pegaban trompadas y patadas; lo tiraron al suelo. El chico estaba en el suelo, tratando de cubrirse con los brazos demasiadas partes. En el suelo, acurrucado, justo delante de mi taxi, lo pateaban: ahora eran cuatro y se turnaban para patearlo con esmero y tesón, orden, el odio. No sé cuánto tiempo lo patearon: hay veces en que el tiempo se mueve diferente. Sé que lo patearon, lo patearon: llevando el pie hacia atrás, tomando impulso, lo patearon en las costillas, el culo, la espalda, el pecho, las bolas, la cabeza, lo patearon. Yo sé que lo patearon, que yo me quedé quieto: lo patearon. El chico tampoco se movía, tirado en el asfalto. Lo pateaban: debe haber algo en ese ejercicio de patear al caído, de disfrutar que lo que suele ser caro sale gratis, que se puede romper y no pagar, pegar y no tener sanción: que se puede romper, hundir patadas en un cuerpo verdadero, escuchar esos ruidos. Debe haber algo que no termino de saber -pero las caras de los cuatro. 
-Le están dando duro, pues. Pobre güevón. 
Dijo mi chofer. La cara del chico tenía sangre: sólo un hilo. Los defensores del orden lo miraron un momento, se dieron media vuelta para irse y uno, el que llegó tercero, volvió, se afirmó sobre su pierna izquierda, tomó impulso y le voleó la cara. La cara del chico se movió, el ruido fue más fuerte. Después los cuatro se volvieron a manejar sus taxis y el mío arrancó, pero tuvo que desviarse medio metro para esquivar al chico. El chico se quedó tirado en el asfalto. No se movía: los coches, para pasar, tenían que hacer una maniobra. 

El chofer de mi taxi dijo que qué pesar, pero que fue buscado. 
-¿Cómo? 
-Sí, lo del pelao, fue buscado. Estos pelaos no tienen padres, viven en la calle, se la pasan soplando bóxer. Le iba a robar al compañero, usté vio que le iba a robar la menuda. 
Después el chofer me dijo que por eso no hay que tener armas: que si uno tiene un arma, en un asunto así la saca y dispara y se busca un problema: 
-El arma lo envalentona a uno, hombre. 
Dijo el chofer, cincuentón muy amable, y que eso ahí adelante era la puerta principal del cementerio de San Pedro. 

Alguien me había convencido de que Medellín es una ciudad vecina de la muerte -y que para ver Medellín tenía que ver su cementerio: San Pedro es el más tradicional, monumento, patrimonio, herencia, orgullo y esas cosas que les dicen a los edificios que se mueren. Lo fundaron treinta ricos hace siglo y medio o sea que es, también, histórico. Aunque un cementerio sólo puede ser histórico: todo, en un cementerio, es solamente historia. 

-Recordemos ante todo que estamos celebrando la victoria de Jesús Cristo sobre el pecado y sobre la muerte.
Dice un cura viejo de casulla verde. Está celebrando la misa del domingo en la capilla del cementerio: habla en medio de los que ya le ganaron a la muerte, los que han dejado de temerla: los muertitos. A los demás nos pone un poco nerviosos todavía: 
-La gente le tiene es miedo a la muerte. Para mí personalmente la muerte no es muerte, es el comienzo de una nueva vida, que nadie sabe bien adónde vamos, pero es una nueva vida. Estos para mí no están muertos, están vivos, empezando una nueva vida. Entonces la gente tiene que venir aquí al cementerio para verle otra cara a la muerte, que no le tengan ese pánico que le tienen. 
Me dice Miriam, que lleva ocho años barriendo el cementerio y veinte o treinta visitándolo: 
-A mí siempre me ha gustado el cementerio, he vivido toda la vida por acá, este era mi refugio cuando estaba joven: si me pasaba algo, si estaba triste, si tenía que estudiar. Me atraía el silencio, la paz. Y ahora para trabajar me siento bien. Yo nunca le he temido a la muerte. No sé si porque no la he visto a las puertas mías, pero no le temo. Vamos a ver qué digo cuando me toque verla cara a cara 
Dice y se ríe: con un poco de nervios. 
-He visto cositas raras, y aún así. Hace unos días hicieron una exhumación, una bebé de tres años, que estaban buscándole. lo que había sido violada, y no me dio impresión, no. Mucha gente cuando ve un cadáver así, en su descomposición, les da cosa, no quieren mirarlo. Yo miré, vi cuando le sacaron el corazón, se lo abrieron así como una carne que la parten en dos. Y era hasta bonito, sí, porque ya después de muerto ese corazón era plácido, lo partieron como cuando uno parte una carne para extenderla, luego lo volvieron a abrir para observar todas sus venas y hablaban una cosa, hablaban la otra. Rico, muy rico. 
Dice Miriam, que conversa con mucha propiedad, la escoba en una mano, los labios bien pintados. 
Frente a una bóveda, un hijo adolescente abraza a su madre con estrechez de amante y le murmura palabras al oído. La madre llora. Otro hijo le acaricia la cabeza mal teñida. Los dos hijos están llenos de gel. El tercero está en un ataúd ahí adelante. 
-Huber nunca tuvo suerte. 
Dice su madre, como quien dice yo sabía. 

La idea de que la muerte iguala es muy antigua. Si es así, también iguala a una ciudad como Medellín, con sus mitos de mafiosos y traquetos, con tantas otras con mitos diferentes. Cuando me hablaron de San Pedro yo esperaba un cementerio con neones y cumbia a todo dar; este no era. O, si era, no lo muestra de entrada. En la entrada una monja vende ron. Vasito chico, sí, y con el vuelto me dice que Dios me bendiga. En el cementerio de San Pedro hay cipreses, pero también palmas y palos de mango y jacarandas: una síntesis de la síntesis, Europa y este trópico. El cementerio de San Pedro está, como todo el resto, dividido por clases. A la entrada hay un barrio tradicional con sus mansiones: los mausoleos marmóreos, estentóreos, excelsos, rimbobantes. Alrededor, apartamentos finos: una gran columnata circular llena de bóvedas. Más allá, en la periferia, varios pisos de bóvedas amontonadas en propiedad horizontal: las populares. La ciudad de los muertos funciona como las ciudades: crecen hacia arriba cuando ya no pueden seguir creciendo hacia los lados. Y así nos amontonan. A veces me impresiona pensar que mientras yo me ducho hay un señor un metro y medio por debajo que defeca pensando en estrategias para quitarle el puesto al jefe y una pareja, dos metros por encima, que se pelea como cada mañana -para poder tirar después. Otras, me impresiona pensar que cuatro metros más abajo hay alguien que piensa que cuatro metros más arriba hay alguien que piensa que él, cuatro metros más abajo, piensa que hay alguien que. Me impresiona, quizás incluso más que saber que cuando me muera voy a tener muertos arriba, abajo, a todos los costados. 

Y hay un olor muy fuerte, que debe ser a muerto. 

Pero lo peor son las bóvedas de arriendo: el purgatorio. Muchos de los muertitos de San Pedro están en tránsito: sus vivos les arrendaron por cuatro años una bóveda hasta saber qué hacer -o conseguir la plata para hacerlo. Los muertitos de la zona de arriendo siempre esperan algo: que los muden, que el señor juez que se aburre con su causa diga que ya no los necesita y que pueden quemarlos, que los echen. Pero muchas veces los olvidan y se quedan de ocupantes ilegales. Entonces, las autoridades del cementerio les ponen un papel en la lápida lleno de mala ortografía que dice que tienen que desalojar so pena de terminar en el osario. Y si en un año o dos no se hacen cargo, la autoridad mete sus huesos en unas bolsas numeradas que apelotona en un altillo; a partir de ese momento pasan a ser "quedados". No es bueno ser quedado pero tampoco dura tanto: si en cuatro o cinco años nadie los reclama, los queman todos juntos y revueltos: 
-Ahí, debajo de estas losas están las cenizas de los que nadie quería. 
Me dice un señor y me señala la piedra bajo mi pie derecho. 
-¿No ve que se mueve? Es para poder abrirla y meter más muertos. 
Camino sobre muertos. Como siempre, sólo que en general no lo pensamos. Y estos, además, son muertos despechados. 
El moreno golpea la piedra que dice Rosa Uribe: 
-Rosa, ya llegamos. 
Le dice, como si fuera a regañarla porque no tiene lista la comida. El moreno no parece más de veinticinco y lleva una chiquita de la mano y le dice: Rosita, salude a su mamá. 
-Hola, mamita, yo te quiero y te extraño mucho. 
Dice Rosita todo de corrido, casi ocho años, vestidito rosado con puntillas, muy juiciosa: 
-Pero igual me va muy bien en la escuela, mamita, y mi papá me quiere como a vos. 
Las lápidas de San Pedro son escuetas y esconden una información central: la fecha de nacimiento del muertito. La única fecha que aparece en esas piedras es la última. Es cierto que un cementerio es el triunfo de la muerte pero, en muchos otros, esa información permite pensar a sus muertitos como vivos, armarles al menos las fechas de un trayecto por el mundo con aire. 
En San Pedro, en cambio, no; la clave del secreto es que demasiadas placas están firmadas por las madres: "Hijo, desde antes de nacer te quise y en vida te adoré mucho más. Goza en el cielo al lado de Dios. Tu mamita, María, que nunca te olvidará", dice una, por ejemplo. O si no: "Te dimos en vida todo lo que pudimos. Nunca pensamos que te perderíamos tan rápido. Perdónanos por lo malo. Te queremos siempre, tus papás", dice otra -que introduce la idea de la culpa. 

El muchacho y la novia tienen menos de veinte y pasean entre las bóvedas mirando las fotitos, descubriendo: 
-Oí, aquí está el Fredi. 
-Mirá, la Luz también está acá. 
-Sí, pues. ¿Te acordás de Alex? 
El muchacho y la novia van saludando gente como quien entra al bar de la esquina después de un par de meses o como quien, en aquellas películas de Hollywood, recorre el álbum de graduados. 
-Será que nos meten bala pa‘ no darnos la cédula. 
Me dice el muchacho con una sonrisa que no termina de decidir nada. Yo les pregunto si tienen muchos amigos en el cementerio y me dicen que muchos, demasiados: que tienen casi más acá adentro que en el barrio. 

El cementerio de San Pedro pone en escena la subversión más bruta. Subversión es eso: dar vuelta al orden de las cosas que sí tienen un orden. Casi ninguna lo tiene, siempre son inventos, pero hay un par que sí: que los padres se mueren antes que los hijos, por ejemplo. Aquí hay demasiados hijos enterrados por sus padres. Hijos enterrados por sus padres. 
Digo: hijos enterrados por sus padres. 
Y la misa, por supuesto, continúa. En su cátedra de madera repujada el cura viejo de casulla verde habla de un juez que se parecía a la mayoría de los jueces y dice que una vez una viuda fue a pedirle que la defendiera de un enemigo que tenía. La viuda, en esos tiempos, era la imagen de la desprotección: 
-Por mucho tiempo el juez no quiso hacerle caso; pero al fin, aunque no tenía temor a Dios ni respeto a los hombres, dijo para sus adentros: ‘Es tanto lo que esta viuda me molesta que voy a defenderla. Si no, de tanto venir a quejarse, me va a desesperar‘. Y añadió el Señor: ‘Esto es lo que dice un juez sin conciencia. ¿Y creen que Dios no saldrá en defensa de sus escogidos cuando claman a Él día y noche? ¿Creen que los dejará esperando?‘. 

Wilson Patiño debió ser un auténtico berraco. Su tumba tiene flores, angelitos, dibujos, varios poemas de Melinda que lo ama como el primer día, una cruz, una calcomanía del DIM y el mensaje de un amigo: "Parcero: has emprendido un viaje del cual no regresarás y la verdad nos estás haciendo falta. Cuántas locuras compartimos; cuántas noches de licor y de desvelo, la cuadra perdió ambiente. Por la amistad que te brindamos un día; ahora iluminamos el camino". Hay gente que ni muerta la dejan descansar. 

Debe ser duro, se me ocurre, amar a alguien siempre como el primer día -con amor tan nuevito, como a tientas. Pero ese no es el tema: acá se trata de los últimos. 

En algún lugar cerca debe haber un naufragio, porque dejaron salir a las mujeres y a los niños primero. Quizás lo que naufragó fue, en algún momento, Medellín. En todo caso, el cementerio de San Pedro es un lugar para mujeres y niños: ellos son los que vienen y se van; los que se quedan son los hombres. Acá se quedan, jovencitos, para una eternidad de varios años. 
El cenizario es marmolado y pulcro, tipo baño de un hotel de Las Vegas. El cenizario es nuevo y subterráneo y se llama Sagrado Reposo: una opción muy moderna. Muchas cenizas se esconden tras placas de mosaicos marmolados; muchas otras se muestran en sus cajitas de madera tras un cristal muy limpio. Por alguna razón los muertos de cenizas en cajita cuentan más historias: algunos sí tienen fechas de nacimiento y muerte. Estela Vélez Vélez campea orgullosa entre siete u ocho muertos jovencitos; Estela nació en 1928 y murió en 2003: "Sólo muere aquel que no deja huella en la vida. Tú como madre, abuela, hermana, dejas huellas en nuestro corazón", dice su plaquita. En la caja de al lado el muerto se llama Iván Vélez y no llegó a los veinte y es probable que sus huellas sean muy leves. 
-¿Cómo estás, m‘hijito? 
Lo saluda una señora gorda sudorosa. Las cajas son coquetas: parecen humidores caros, pero adentro ya no quedan puros. Están, si acaso, las cenizas de historias tremebundas. Me imagino el estruendo del balazo de esta chica que murió a los dieciséis, la última imagen de ese mal viaje torbellino de este chico que se pasó a los quince, el último día de zozobra, cuando sabía que ya no se escapaba, de este chico de diecinueve años. Pero son sólo inventos; las cajitas, los cristales, las florcitas de plástico o papel están acá para deshacer todas esas historias, para dar a sus muertes el brillo que sus vidas no tuvieron. 

Una chiquita de quince acuna un bebe. A su lado, un chico de dieciséis o diecisiete acuna su brazo enyesado en cabestrillo. Después me dirá que tuvo suerte de que la única bala le pegara ahí. Entierran a su primo, que tuvo menos suerte: 
-Qué berraco. 
Dice, y dice que ellos no tuvieron nada que ver, que pasaban por ahí cuando se armó la balacera, pero lo dice con palabras demasiado perfectas, con frases aprendidas. 

Sigue haciendo calor: mediodía de domingo, sol perfecto. Un vigilante privado hace rondas con su rifle en la mano, el dedo en el gatillo; le pregunto qué cuida. Me dice: no se vaya a creer que porque los mataron ya no son peligrosos. Yo le sonrío pero él no. 

Aparecen, de vez en cuando, viejas, viejos. Don Pedro me cuenta que su mujer se murió hace más de tres años y él, desde entonces, viene cada ocho días a traerle un trío para la serenata y a pasar el domingo con ella. Él tiene un diente solo, pero no está muy firme; el pelo renegrido, la piel un poco oscura, los calcetines blancos. Se sienta frente a la bóveda de su Bernarda, muy arriba, y espera el día de instalarse en la de al lado. Mientras tanto, la mira desde abajo y le cuenta lo que le pasó en esa semana. 
-Ya nunca pasa nada. 
Me dice, la voz casi deshecha. 
-Pero yo igual vengo a contarle. ¿Y con quién más podría hablar yo? 
Don Pedro se acuerda de cuando llegaron hasta el mar y cuánto le gustó a Bernarda y que ojalá hubieran podido volver alguna vez. Y me dice que este cementerio es muy caro, pero que él se consiguió una oportunidad, casi una ganga: le revendieron esa bóveda por ochocientos mil y a plazos, cuando cuesta más de millón y medio y al contado. Y que por eso pudo traer a Bernarda a este barrio de ricos. 
-¿Y no le impresiona que su mujer esté en una bóveda usada? 
-No, estas bóvedas son así, siempre las utilizan unos y otros. Quién sabe cuánta gente habrá vivido ahí. Quién sabe cuánta. 
Don Pedro está muy triste: dice que su hijo ya no quiere verlo y que solamente le reprocha que se gaste su platica en serenatas. Diez mil pesos por vez, una vez por semana: 
-Si es lo único que me da gusto, y a ella también. A ella, más que nada, a mí ya nada me da gusto. Desde que mi Bernarda se murió, yo lo único que pienso es en morirme. Ojalá no me tarde. 
Dice, y se vuelve a hablar con ella. 

La banda de sonido de San Pedro está hecha de pajaritos, charlas en voz muy baja, esa rara música de los avemarías y los chicos: los chicos gritan, para eso son los chicos. Un cartel firmado por el Monumental Camposanto San Pedro me tranquiliza: "Nunca es largo el camino que conduce a la casa de un amigo". 

Tiempos eran aquellos en que el mausoleo de los hermanos Muñoz Mosquera sí tenía música veinticuatro sobre veinticuatro, siete sobre siete: música sin parar, para alegrarles el descanso. Esos sí, me dice un muchacho, que eran tiempos. 
Los hermanos Muñoz Mosquera eran muchos y trabajaban para ese Pablo que acá todos llaman Pablo. Algunos se hicieron famosos, como Tyson y La Quica. La Quica es uno de los sicarios con más muertos en su debe, y vive en la prisión más segura de Estados Unidos -en una celda del tamaño de esta tumba. Él también fue sentenciado a pasarse allí toda su vida y nueve vidas más: lo acusan de todos los crímenes colombianos, desde el secuestro y muerte de Simón Bolívar hasta el pénal que fallaron los Millos este sábado. La Quica es el sobreviviente; los demás hermanos caían a menudo. Lidia, su madre, les construyó uno de los mausoleos más grandes, con dos cuerpos: uno para los cuerpos de mujeres y otro para cuerpos de hombres. Los hombres acá son siete hermanos que, como dice cada bóveda, fueron sacrificados. El mausoleo pide "Paz en la tumba de mis hijos", pero hasta hace poco la música no se callaba nunca: rock, cumbia, vallenato, y por las noches clásica -porque esto, después de todo, no deja de ser un cementerio. 
-Esto en esa época se volvió superpeligroso, había muchos atracos. Estaba todo lleno de mafiosos, un día en un entierro se armó la balacera y se murieron tres, acá mismo, en medio de las tumbas. Se ahorraron una plata, los berracos. 
Me dice un guardia y recuerdo un chiste de gallegos, el titular de un diario: "Cae avioneta en el cementerio de Vigo. Encuentran 4.528 cadáveres". 
-Acá había música, llamaba la atención. Yo venía a visitar familia y amigos y me llamaba la atención la música que ponían, como romántica, así. 
Me dice el muchacho muy pasado: gesto trabado, pelo con gel, la barba dibujada en el salón del barrio. 
-¿Era música en castellano? 
-No, en español. Era muy buena aquella música. 
Pero hace un par de años la prohibieron y ahora todo son recuerdos de aquellos tiempos de esplendor. El mausoleo ya no brilla y dicen que la madre, indignada, dejó la religión católica: se volvió evangelista. 
Una señora me explica que esta iglesia es más sagrada que otras porque está en medio de los muertos, que son todos de Dios, y el cura ahora cuenta cómo los hebreos derrotaron a los amalecitas, porque las tácticas militares son importantes en estos arrabales: 
-.y mientras Moisés tenía el brazo levantado, vencía Israel, pero cuando lo bajaba, vencía Amalec. Y como a Moisés se le cansaban los brazos, buscaron una piedra y se la pusieron para que se sentara en ella, y Aarón y Hur, uno a cada lado, le sostenían los brazos. Así pudo tener los brazos levantados hasta que se ocultó el sol, y Josué derrotó al ejército de Amalec a filo de espada. 
Yo ya había oído que el Concilio Vaticano II insistió mucho en que había que adaptar las homilías a su entorno. 

Frente a una tumba hay un muchacho de veintipocos años, bajito, mal vestido, cara de poca suerte en esta vida; lleva un nene de dos años de la mano. El nene le pide que lo alce y él lo alza. El nene recuesta la cabeza en su hombro como sólo un hijo puede apoyarse en el hombro de su padre. El muchacho pega la mejilla a la mejilla de su hijo, ya dormido, y entrecierra los ojos. 

-No, señor, no era un gato para mí. Ese gato es muy costoso, no come sino leche y galletas. No, ahora lo vendí. 
Le dieron como doscientos mil pesos pero ella sigue triste: se había encariñado.
La señorita es flaca y un poco ajada, cincuentona. La señorita me cuenta que desde que se murieron sus papás ella viene a San Pedro todos los domingos. 
-¿Esta es la tumba de sus padres? 
-No, mis papás los he enterrado en otro cementerio, porque no es tan costoso, pero este me queda más cerca y es más bonito, por eso vengo acá. 
La señorita me cuenta que una vez hace dos o tres años vino con dos amigas y justo habían enterrado a alguien en un mausoleo muy bonito, bien de ricos. Y que le habían dejado su gato -con su agua, su comida, su tristeza que nada consolaba: 
-Ese gato era lo más de triste. Eso era una lloradera de aquel gato, que me dio un dolor. Y además era un siamés carísimo, divino, usted lo viera. 
Y que el gato se le pegó, le caminó detrás toda la tarde y ella creyó que estaba mal llevárselo. Pero que al otro día volvió y el gato la siguió de nuevo y que entonces sí se lo llevó a su casa y que usted no se imagina, señor, lo que es ese gato. 
-Y todavía lo tiene. 
Digo yo, que siempre busco aquel final feliz. Pero los pobres, me dirá después, tienen que cuidarse de quién quieren y cómo. 

La chica, camiseta blanca, bluyín, sandalias, prolijita, se sube a una de esas extrañas torres de metal para sentarse frente a una bóveda de la quinta fila. Sus dos hijos chiquitos hacen bochinche más abajo, corren, gritan. Su marido está lleno de flores. Ella empieza a contarle alguna cosa o a rezarle. Le cuelga una sandalia: su pie derecho juega con ella en el vacío. A veces se distrae, arregla alguna flor, se sube el pantalón para cubrir sus nalgas: no debe ser cómodo conversar con el más allá si temes que te estén mirando el culo. 

Descubro que la frase del parcero -"cuántas noches de licor y de desvelo"- se repite en varias placas: también es un lugar común. Es una de las ventajas de la muerte, que hace de casi todo un lugar común. Lo extraordinario, al fin y al cabo, es de una vulgaridad extraordinaria. 
Pero la madre de Hebier golpea y golpea y nadie le contesta. Se le caen más lágrimas. Le pregunto al hombre que está al lado, su marido, por qué golpean la lápida. 
-No sé. 
Me dice con la voz muy bajita: 
-No sé por qué será. 
-¿Pero usted por qué lo hace? 
-Costumbre. Siempre vi que lo hacían. 

Y al final el cura viejo pone su voz más persuasiva para explicarles a sus fieles que no recibimos nada de lo que pedimos o solicitamos, pero que el Señor, si seguimos orando, siempre nos dará lo que necesitamos: 
-Los problemas tarde o temprano tienen su solución. 
Nos dice el señor cura. 

Dos señoras me preguntan para qué doy tantas vueltas: ya me han visto pasar un par de veces y están curiosas. Una es negra y arregla delicada las flores de la tumba de su hermano. La otra es blanca, cincuentona, y la acompaña. Les cuento que estoy mirando, escribiendo, y la negra me dice que lo que ella querría saber es qué pasó con ese muchacho de dieciocho años que se ahorcó hace unos días -"en plena flor de la juventud y bien pispo que era"- y después cuando lo fueron a enterrar descubrieron que le habían robado las córneas de los ojos y todavía no se sabe nada: 
-Pero es que es una intriga la que yo tengo por saber qué pasó en esa historia. 
La negra no deja de poner las flores: una por una, gran delicadeza. Después, su amiga me dice que tiene un hijo cerca y le pregunto por qué murió. 
-No murió, lo mataron. Acá es que lo matan a uno y uno no sabe ni los motivos ni la razón. A él lo mataron, pero yo nunca quise averiguar nada ni preguntar nada porque yo tenía niños, niñas, y me daba como vaina saber la verdad, porque usted sabe que uno es muy boquifloja y en cualquier momento se zafa y esa gente va guardando rencor o venganza y yo no quería más problemas. 
Me dice la madre: que no quería saber por qué mataron a su hijo. La madre me dice que no quería saber pero yo le pregunto más y ella me dice que ellos vivían en Manrique y él se casó y se fue a vivir en una vereda en Copacabana y él subía del trabajo, con el hermano, cuando los balearon. 
-Y el hermano quedó herido grave, pero se salvó y se fue lejos. Y ellos tenían amigos que me decían que la muerte había que vengarla y entonces yo vivía muy triste porque yo decía en cualquier momento me llaman y. más problemas. Porque imagínese que mis otros hijos estaban en bachillerato y lo perdieron y no querían estudiar más porque se les había muerto su hermano, su amigo, todo. 
-¿Y sabe de dónde eran los que lo mataron? 
-Sí, en el cementerio comentaron que eran vecinos de ellos, porque era que los muchachos habían hecho una barrabasada en el barrio. Entonces, cuando salieron a trabajar les dijeron que uno respetaba el barrio, la gente que lo había visto nacer, crecer, y que no había que ofender a la gente que le había tendido la mano a uno, porque creo que les habían sacado todas las cositas de la casa a un par de esposos que eran ya viejitos. Y después se fueron a trabajar y por la noche cuando subieron les dieron bala. Unos vecinos eran. Pero por fortuna no hemos tenido más problemas. 
Me dice y me sonríe y se persigna. Son las ventajas del silencio. Paz de los cementerios, le decían antaño.
*Publicada en 2004

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