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12 de marzo de 2003

Zona Crónica

La delgada línea blanca

Un periodista se le midió al reto de recorrer la ruta de la cocaína en Bogotá. ¿Dónde venden la más y la menos pura? ¿cómo operan los dealers? ¿qué riesgos corren quienes van en su busca? guía perfecta de un polvo imperfecto.

Por: Andrés Grillo

Su misión, Andrés, si decide aceptarla, -me dijo el director de SoHo con esa seriedad espartana que lo caracteriza- es hacer un artículo sobre la cocaína y sus consumidores en Bogotá. Acepté. Era una buena oportunidad de ‘meter las narices‘ en el tema y de saldar una deuda de curiosidad que tenía desde hacía por lo menos tres años. En esa época, después de ‘una noche de copas, una noche loca‘, al filo del amanecer, salimos con unos amigos y amigas de alguna rumba y alguien propuso que buscáramos marihuana para armar un ‘cacho‘. A todos nos pareció una buena idea, aunque en realidad a esa hora de la madrugada y con las neuronas anegadas en alcohol era imposible que cuajara algo parecido a una buena idea. El cuento es que un grupo de amateurs en el asunto de comprar drogas visitó las ‘ollas‘ del norte de entonces, que casi sin excepción son las mismas de hoy, y, ¡oh sorpresa!, marihuana no había. En cambio el producto que más ofrecían los jíbaros, que caían como chulos hambrientos sobre los carros, era "‘perico‘ ‘perico‘ ‘perico‘ ‘perico‘ ‘perico‘?". La verdad, fue sorprendente saber que había tal cantidad de oferta de este producto. Eso solo significaba que tenía mucha demanda.

‘Perico‘ o ‘perica‘ es el nombre vulgar y callejero de la cocaína. En consecuencia a quienes la consumen los llaman con el nada glamoroso término de ‘periqueros‘. En el país se calcula que hay unos 300.000 miembros del club de la ‘raya‘, por aquello de las líneas que hacen sobre una superficie lisa, ayudados con una cuchilla de afeitar o tarjeta de crédito, para esnifar la droga con billetes hábilmente enrollados en forma cónica o, los más sofisticados, con pitilleras de oro o plata. Para quienes no se han enterado, Colombia no solo es el mayor productor y exportador de cocaína del mundo -noventa por ciento del mercado mundial es abastecido desde estas tierras-, sino que también cuenta con un gran mercado interno. La ‘perica‘ es, después de la marihuana y según los estudios del desaparecido programa presidencial Rumbos, la segunda sustancia ilícita más consumida por los jóvenes colombianos. Las mismas estadísticas gubernamentales permiten decir que los que viven en Medellín, Armenia, Pereira, Cali y Manizales son los que más la usan. Bogotá no está en este top five de las ciudades más ‘periqueras‘ del país. Lo cual no deja de ser curioso dada la facilidad con la que se consigue esta droga en las calles.

En una noche cualquiera a mitad de semana, en un recorrido en carro de 50 minutos por Bogotá, cualquier persona puede comprar droga en la vía pública en Chapinero, la Zona Rosa, Chicó y en la Pepe Sierra con avenida 19. En el centro y en ciertos lugares públicos, en cambio, son más reservados y prudentes para hacer negocios con desconocidos. Todas estas zonas donde están ubicados los expendios de droga tienen algo en común: están a unos cuantos metros de centros de diversión nocturna como bares, discotecas o prostíbulos. En sus alrededores los jíbaros esperan a los clientes que nunca faltan y repiten noche tras noche, sin que nadie los moleste, el mismo papel.

Un miércoles le pedí a un amigo que me acompañara a comprar ‘perico‘ para este trabajo. A las diez de la noche pasadas subimos por la calle 85, volteamos a la izquierda en la carrera 14, desaceleramos y bajamos la ventana del carro. Casi de inmediato se acercó un muchacho flaco, nos saludó con naturalidad y, como buen parroquiano, nos preguntó que qué queríamos. "¿Un ‘porrito‘?", inquirió con un tono neutro de vendedor experimentado. Le dijimos que no, que queríamos algo más fuerte. Y el hombre entendió de una. "¡Periquito!", exclamó casi con alegría. Averiguamos el precio (US$2 por papeleta), le pedimos cuatro y listo. Nos dijo que lo esperáramos un momento, mientras con diligencia se fue a buscar la droga hacia la calle 86. Lo vimos correr hasta perderse entre el conglomerado de vendedores callejeros, porteros de prostíbulos y jíbaros que pululan por la zona. En menos de lo que canta un gallo volvió con la mercancía, se recostó contra la ventanilla izquierda del carro, entregó lo suyo, recibió el dinero y ya. Eso fue todo. En menos de cinco minutos el vicio estaba en nuestras manos. Así de sencillo. En cambio, ¡qué cantidad de maromas las que hay que hacer para conseguir una botella de ron o de aguardiente en la madrugada!

El procedimiento para comprar ‘perico‘ o cualquier otra sustancia ilícita es prácticamente el mismo en uno y otro sitio, lo único que varía son los personajes (el jíbaro puede ser un niño, un joven o un viejo), la presentación de la droga (una papeleta cuidadosamente doblada, una especie de roca envuelta en un papel ajado o un tubo pequeño de laboratorio) y el costo. En Colombia el precio de la cocaína depende de la guerra mundial que se libra contra el narcotráfico. Si en Estados Unidos las autoridades lanzan una fuerte ofensiva contra este producto, el precio en las calles colombianas baja porque ahí se acumula mucha mercancía en las ollas. Si la ofensiva es de las autoridades colombianas, escasea el ‘perico‘ y el precio aumenta. Simple ley de oferta y demanda. En el país, la dosis mínima aceptada de cocaína es un gramo. Sin embargo, los jíbaros venden la papeleta con un cuarto de esta cantidad. En el centro esta porción vale US$1, en el norte sube hasta a US$3. El precio aumenta a medida que el ‘perico‘ se aleja de su principal centro de distribución en Bogotá: El Cartucho... o lo que queda de él. En últimas, el valor de la droga depende de la cara de ansiedad del cliente, mejor dicho: de la cara del marrano.

En sitios de rumba, por ejemplo, el ‘perico‘ es más caro porque hay que pagar los gastos de intermediación. Quienes saben, dicen que en algunos lugares basta con tocarse con un dedo la nariz o hacer el gesto de inhalar un poco de aire para que un barman o un portero inteligentes, con un ojo entrenado para leer estas señales, facilite el ingreso de la droga hasta la mesa del cliente. Todo a cambio de unos pesos para cuadrarse la noche, que de dólar en dólar pueden llegar a ser hasta cientos de billetes.

Claro está que para los ‘periqueros‘ yupi (sigla en plural de las palabras young, urban, profesional, independent), los ‘adictos nobles‘ como los bautizaron en Estados Unidos y Europa, la calle es la última opción de compra. Ellos tienen su dealer (jíbaro) de confianza, al que basta con hacerle una llamada al celular y pronunciar las palabras mágicas o dejarle un mensaje en clave en el buscapersonas para que aparezca en un abrir y cerrar de ojos como el hada madrina, servicio puerta a puerta certificado, con el ‘polvo mágico‘. Aquí hay que aclarar que los yupis son a la cocaína lo que los jipis a la marihuana. Así como la yerba empataba a la perfección con los ideales sesenteros del flower power y haz el amor y no la guerra, la cocaína fue el complemento perfecto para los yupis de los ochenta. En ese entonces tenía un aire glamoroso porque la asociaban con la beautiful people de la época, favorecía las excentricidades en un momento en que los excesos hedonistas estaban a la orden del día y, sobre todo, encajaba perfecto en la naciente cultura ejecutiva neoliberal de Wall Street, tan proclive a la acumulación, el consumo y la eficiencia. La cocaína además inducía, en palabras del siquiatra Luis Carlos Restrepo, a "una cierta megalomanía, efecto deseable en la pujante microcultura de los ejecutivos compulsivos del poder, la fama y el éxito".

En una noche de rumba pesada un ‘periquero‘ puede meterse, raya a raya, entre cinco y seis gramos de cocaína. Bastante si se tiene en cuenta que apenas gramo y medio, consumido de un solo tirón, es suficiente para matar a una persona normal que consume por primera vez. Incluso hay adictos que la diluyen en whisky o aguardiente y se la inyectan por las venas cada veinte minutos. Si pincharse ya es malo de por sí, es más grave aún si lo que están poniendo a circular por su sangre o inhalando no es cocaína pura. Los consumidores son conscientes de que los jíbaros cortan la droga con aspirina pulverizada, talco, harina o levadura, entre otros productos. Al rendirla obtienen más producto y por ende mayores ganancias. En la calle lo mejor que se puede conseguir, aunque es una auténtica rareza, son las ‘empanaditas‘, cocaína con calidad casi farmaceútica. Es muy difícil de encontrar porque se necesitan laboratorios complejos y ‘cocineros‘ especiales para prepararla. Pero por buena que sea esta ‘perica‘ no deja de ser una trampa. Al fin y al cabo la cocaína es una femme fatale.

Su apariencia nívea la hace parecer inocente e inofensiva. Pero su blancura es una trampa. Uno más de los artilugios que usa esta diablesa para seducir. Es la tentación hecha polvo. No ofrece un paraíso artificial pero sí una vía rápida de estimulación. Una autopista sensorial sin escalas hacia el rush, esa sensación de euforia, de placer, de lucidez, de locuacidad ("boca de motor", le dicen los ingleses), de poder, que dura treinta minutos antes de empezar a diluirse y convertirse en una ansiedad de repetición, en una tembladera, que sólo desaparece con otra dosis. Engancharse es muy fácil.

Los ‘periqueros‘ dicen que la sensación de la primera dosis es comparable al primer orgasmo. Hay quienes comienzan por untársela en la encía, hace efecto menos rápido pero al final igual tienen esa sensación de ser brillantes, poderosos, campeones, simpáticos y sexys. El mundo es suyo. Luego empiezan a meterse medio gramo por la nariz para la rumba del sábado por la noche. Apenas la inhalan, moquean un poco, luego sus vasos sanguíneos se contraen y ¡zaz!, directo al sistema nervioso central. Para algunos pocos esto es suficiente. Pueden vivir así. Pero otros pierden el control. Gramo tras gramo, cada vez más para lograr el mismo efecto de las primeras veces, bajan al abismo. Se convierten en consumidores compulsivos y en cuestión de semanas o meses pierden todas sus estructuras de soporte: la familia, los amigos, el trabajo. Dejan todo por la ‘perica‘, por conseguirla son capaces de vender todo lo que tienen, de derrumbar lo que han construido; se abrasan y se sumergen en un frenesí autodestructivo. El consumo regular los hace sangrar por la nariz y no permite que estas heridas se cierren. Las heridas se convierten en úlceras sangrantes que terminan por perforar el tabique.

Eso para no hablar de los riesgos de contagio de enfermades como la hepatitis C o el virus que produce el sida gracias a compartir pitillos o billetes manchados de sangre para ‘esnifar‘ la cocaína. Los que tienen familia a veces son rescatados y enviados a tratamiento. Los menos afotunados son abandonados a su suerte y terminan en El Cartucho o en el cementerio. Apocalíptico pero real. Es el fin de los que por una raya de más metieron la nariz y se pasaron de la raya.


Qué se siente meter ‘perico‘
por Camila Páez

Hace muy poco estaba enrumbada con otros colegas. Estaba sobria y muy contenta hasta que vi que un amigo empezó a meter ‘perico‘. En ese momento empecé a tocarme la nariz, como si con ese gesto quisiera protegerla de un peligro inminente, y le pedí a Dios en silencio que me diera fuerzas para no caer nunca más en el vicio que había dejado desde hacía cuatro años. Fui metelona durante casi diez años.

Como todos empecé con dosis pequeñas y, después de un tiempo, perdí el control e inhalaba, según mis cálculos, hasta un gramo diario. Vivía metida en el baño sonándome o metiendo ‘perica‘. Cuando me sonaba la nariz parecía un pito. Mi mamá y mi esposo sufrieron mucho por eso. Por la adicción me aislé. Estaba flaca, enferma de la nariz, pues se me había perforado el tabique. Sufría de tembladera. Vivía nerviosa, acelerada e irritada. La piel de la cara se me veía amarilla y macilenta. Tomaba y fumaba mucho. No dormía. Había noches enteras que pasaba en vela.

Por el problema de la nariz fui a ver a un médico, que me dijo que si no me la operaba se me podía caer. Este aviso me asustó tanto que me le perdí al médico un año entero y seguí metiendo. Cuando inhalaba cocaína la cara se me hinchaba, parecía un pez globo. Durante mis insomnios pensaba una y otra vez que podía perder la nariz o morirme de un infarto cardíaco. A mi modo le pedí a Dios que me sacara de este problema. Y así fue. Volví donde el médico, me dejé operar y después de esto nunca volví a meter ni a tomar alcohol.

Creo que mi caso fue un milagro porque nunca fui a una clínica de rehabilitación ni sufrí los estragos del síndrome de abstinencia. Hoy me siento otra persona, veo la vida de una forma diferente y estoy convencida de que no hay necesidad de meterse huevonadas en la cabeza para estar feliz.


‘Boletín‘ del consumidor
SoHo mandó a analizar en un laboratorio cinco muestras del ‘perico‘ que se vende en Bogotá. Aquí están los resultados.

Análisis de la muestra
Plaza Méjico,
Calle 117 entre las avs. 19 y 21

Peso Bruto por papeleta 0,9 gr
Peso neto por papeleta 0,6 gr
Composición
Cocaína: 64,364%
Lidocaína 1 (anestésico) : 33,064%
Inositol2 (isómero de la glucosa): 1,449%
Tropa cocaína3 (alcaloide): 1,141%
Costo: De US$3 a US$5
Dealer: Puede ser cualquiera de las personas que están alrededor del parquedero principal de la plaza.
El dealer es un hombre entre los 30 y 35 años, vestido con una chaqueta de béisbol, jeans, tenis y una gorra. El personaje nunca mira a los ojos al cliente y se molesta cuando ve entrar al sector algún vehículo con vidrios oscuros.
Duración de la transacción:
30 segundos.
Horario: 24 horas.

Calle 90 con carrera 14 (media cuadra arriba de la esquina).
Peso Bruto por papeleta 0,4 gr
Peso neto por papeleta 0,3 gr
Composición
Cocaína: 85,093%
cafeína: 14,907%
Costo: US$2
Dealer: "El Guajiro", un hombre viejo con afro y barba blanca.
Duración de la transacción:
5 minutos.
Horario: Después de las 9 p.m.

Zona Rosa,
entre la calle 82 y la 86

Peso bruto por papeleta 0,5 gr
Peso neto por papeleta 0,3 gr
Composición
Cocaína: 78,821%
Cafeína: 21,179%
Costo: 1 papeleta por US$2,
5 papeletas por US$7
Dealer: Suelen ser los porteros de los bares y edificios, los vendedores de chicles y cigarrillos, o los hombres que ofrecen "chicas, chicas". Uno de los principales dealers de esta zona es "El tío", un hombre de unos 50 años que anda vestido de conserje de hotel.
Duración de la transacción:
5 minutos.
Horario: Aunque a veces venden en las horas de los recreos de los colegios ubicados cerca (como el Integral), el verdadero funcionamiento arranca después de las 6 p.m.

59 con séptima (parqueadero
detrás del Tiger Market)

Peso bruto por papeleta 0,7 gr
Peso neto por papeleta 0,2 gr
Composición
Cocaína: 73,706%
Cafeína: 15,679%
Novocaína 4(anestésico): 9,863%
Cinnamoilcocaína5: 0,752%
Costo: US$2
Dealer: El tipo que cuida los carros en el parqueadero y otro compinche que se para contra un poste de luz cercano. Un señor de estatura media, piel mestiza, bigote canoso y cachucha. El otro hombre es un moreno flaco, alto y con el pelo muy corto.
Duración de la transacción:
Minuto y medio.
Horario: Toda la noche.

57 con Caracas
(donde los Mariachis)

Peso bruto por papeleta 0,4 gr
Peso neto por papeleta 0,3 gr
Composición
Cocaína: 19,284%
Cafeína: 22,953%
lidocaína (anestésico): 57,763%
Costo: US$2
Dealer: Cualquiera de los mariachis. Se pelean por atenderlo hasta que usted se decida por alguno. Cada quien tiene su manera de vender. Algunos aseguran tener la mejor "merca", mientras que otros lo invitan a seguir a una "oficina" para que la pruebe y confirme la calidad.
No necesita bajarse del carro.
Duración de la transacción:
5 minutos.
Horario: Toda la noche.

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