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24 de abril de 2015

Zona Crónica

La verdadera “La Oculta”

El escritor Héctor Abad Faciolince describe para SoHo los paisajes y la finca real que inspiraron su más reciente novela La Oculta. Recorrido entre la realidad y la ficción.

Por: Héctor Abad Faciolince
Por Héctor Abad Faciolince | Foto: Ramiro Isaza, Rafael Cárdenas Olarte

Describir un rostro que estamos viendo, pintar una casa o una montaña real con palabras, incluso solamente hablar de un perro muerto, es ya una forma de imaginar. Escribo: “Tengo un perro, se llama Gaspar; es manso, es amarillo. Ladra, pero no muerde. Si me tiro a nadar en el lago, Gaspar se tira también y nada conmigo”. Lo que se forma en la mente del lector a partir de estas palabras, ¿es real o imaginado? Es verdad que yo tuve un perro que se llamaba Gaspar, que era bueno y manso, y que no tenía problemas en arrojarse al agua si le tiraba un palo para ir por él y traérmelo. Este perro se quedó a vivir en mi memoria por una coincidencia que me intrigó mucho tiempo.

Una vez tuve cólicos por cálculos biliares y me sacaron la vesícula; el mismo día, durante mi operación, Gaspar se murió en la finca. Cuando lo supe, al despertarme de la anestesia (esa especie de muerte), pensé en una frase que decía mi abuelo cuando se le moría un animal: “Me cambiaron la sentencia en el cielo”. Así se consolaba él de la pérdida de un caballo o un ternero: en vez de morir él, o alguien de su familia, había muerto un animal. Era una forma imaginaria del holocausto a los dioses: algo antiguo, griego, romano, judío, azteca: se les sacrifican animales a los dioses para no morir. Durante mucho tiempo tuve el pensamiento mágico de que Gaspar me había salvado la vida. Por eso a Eva, en La Oculta, de alguna manera, la salva también un perro.

¿Qué es todo esto que estoy diciendo? ¿Recuerdo, imaginación, fantasía, análisis? Es todo lo anterior al mismo tiempo. Vivimos en un extraño mundo mental en que las cosas reales se mezclan con las cosas imaginadas (mágicas), en que los recuerdos se adaptan a un relato. En La Oculta, el personaje Eva está vagamente inspirado en una hermana mía, Clara. Clara no ha tenido nunca perros. Sin embargo, en La Oculta, Clara lee en una hamaca y a sus pies hay un perro que se llama Gaspar. Un labrador dorado que se tira a nadar con ella cuando ella nada en el lago. Mi hermana Clara a duras penas sabe nadar; nada, pero muy mal. En La Oculta, Eva se escapa de unos asesinos nadando por el lago. ¿En qué momento el perro del recuerdo se convierte en un perro de la ficción? ¿En qué momento mi experiencia de nadar se traslada a un personaje? Si yo no supiera nadar, Eva tampoco sabría nadar, creo. Por eso mi hermana Clara, encarnada en Eva, en la novela sí sabe nadar. Y aguanta debajo del agua mucho más de lo que aguanto yo. Lo bueno de un personaje es que puede ser mucho mejor o peor que quien lo creó.

Mis hermanas y yo tenemos una finca en Suroeste, con vista al río Cartama y a los farallones de La Pintada. Queda en jurisdicción de Támesis (que antes fue de Jericó), y la aldea más cercana se llama Palermo. Esta finca era de mi abuelo y cuando era de él tenía 160 cuadras (lo que en el altiplano llaman fanegadas). Como mi abuelo tenía ocho hijos, al morir él a cada hijo le tocaron 20 cuadras. A cada parte de una herencia, en Antioquia, la llamamos hijuela. La hijuela de mi padre, por decisión de sus hermanos, fue el terreno que contenía la casa principal. Mi abuelo falleció en el año 81. Mi padre tuvo esa finca seis años, hasta que lo mataron. La casa era vieja y estaba medio caída. Mi hermana mayor, Mariluz, se encargó de arreglarla, de volverla habitable. Como era en tierra caliente, le construimos una piscina. El día que nos entregaron terminada la piscina, el 25 de agosto del 87, mataron a mi papá. Mi papá no llegó a conocer la piscina: iba a conocerla ese diciembre, en vacaciones.

Una finca con una piscina no me parece nada romántica. Puede ser cómoda, agradable, pero es casi una cursilería. Mi abuelo no habría construido jamás una piscina: la finca no era para disfrutarla sino para sacarle provecho. Para él, el concepto de finca de recreo era inconcebible, ridículo: las fincas estaban hechas para trabajarlas, para que dieran el sustento, no para divertirse en ellas. Por eso en la vieja casa de La Inés había un solo baño con un inodoro y un chorro de agua helada. No había luz; se prendía una planta Pelton por la noche, de seis a nueve; después se apagaba la Pelton y todos a dormir. La finca había sido del padre de mi abuelo —a quien nunca conocí— y la había heredado la madre de mi abuelo, a la que conocí en Jericó cuando tenía casi 100 años.

La bisabuela, Mamaditas, vivía en una casa grande en el pueblo, con un patio central y muchas flores. Hacían huevos fritos en manteca de cerdo. Eso es todo lo que recuerdo. Nada. Yo no sé si La Inés había sido del padre del padre de mi abuelo; supongo que sí. No hay escrituras que lo demuestren. Ahora en la casa de La Inés hay muchos baños y sale agua caliente. Hay energía eléctrica: neveras, ventiladores, hielo. Nada que ver con la finca de mi abuelo. Bueno, el cascarón es el mismo, y la estructura en forma de H de la planta de la casa, y el color rojo y blanco, pero poco más.

Cerca de La Inés, a media hora a caballo loma arriba, unos primos míos tienen una finca que no se llama La Oculta, sino Calamarí, pero todo el mundo le dice La Oculta a esa finca. Mis primos son dos mujeres, una casada y otra soltera, y un hombre, gay. Ellos no eran el modelo de mis tres narradores (Antonio, Pilar y Eva) cuando escribía La Oculta, pero quizá mi inconsciente sí fue influido por el recuerdo de ellos. Hay una fonda que se llama La Oculta; hay otra fonda que se llama La Rienda…

Hubo una hacienda por allá que se llamó La Oculta y, según mis primos, esa hacienda era de don Abad, el antepasado mítico de la familia. No sé si eso será verdad; tiendo a creer que no, que es solo un mito familiar. Hay una casa vieja de un señor Correa que se cae a pedazos (tal como La Inés cuando la recibimos), y se dice que esa es la vieja casa principal de La Oculta verdadera. Es de tapia y tiene corredores amplios de piso de baldosas de barro; tiene un solo baño, como la finca de mi abuelo cuando la heredó mi papá. Esta casa es blanca y roja, del mismo color de la casa de La Inés. En Calamarí, la finca de mis primos, hay un lago que en la región se conoce como el lago (o la laguna) de La Oculta. Echen todo lo anterior en una licuadora mental. Sale una sopa densa. A esa sopa densa la podríamos llamar novela.

Otros rastros diurnos, reales, del sueño que en el fondo es una novela: tengo un cuñado gay que vive en Nueva York y está casado con su pareja. Ellos viven en Harlem. Ni él se parece a Antonio ni su pareja se parece a Jon. Yo no soy gay, pero pude haberlo sido. Si uno lo piensa bien, uno puede haber sido todas las cosas: mujer, gay, hermafrodita, transexual. Basta pensar un poco (pensar es imaginar) para darse cuenta de que la vida que tenemos es una entre muchas otras posibles. Al menos así piensa un escritor. Escribir, poner en palabras, ya es imaginar. Todo es ficción, así todo esté tomado de la realidad. Antonio, en Nueva York, le inventa un pasado a la finca que heredó de su padre. La vuelve una cadena de herencias (de hijuelas) que se transmiten de padres a hijos durante 150 años, desde la fundación del pueblo, Jericó. En la novela se dice que hace historia, pero en realidad inventa. Inventa la verdad de la ficción, así se base en historias (reales o inventadas a su vez por los historiadores) del pueblo. “También la verdad se inventa”, dijo don Antonio Machado.

Al lado de Calamarí hay otra finca sin nombre que también tiene un lago. El dueño de esa finca se llama Ismael Restrepo y es un gran nadador. A veces yo nado con Ismael en una piscina, en Medellín, o en el lago, en la finca de mis primos (no nadamos en el lago de Ismael, porque Ismael le tiene alergia al agua del lago de su finca, así es la vida). Un día, yo estaba escribiendo La Oculta en La Inés y me llamaron de la finca de Ismael: se había ahogado un señor. Yo subí a buscar al ahogado y lo encontré debajo del agua. Creo que es Eva la que encuentra un ahogado en el lago de La Oculta, o quizá haya sido Antonio, ya no sé. Uno le traslada la propia experiencia a cualquier personaje. Yo toqué esa cabeza muerta debajo del lago; ayudé a sacar al ahogado más triste del mundo. Morado, negro, con una mueca de terror en el rostro. Todo esto es verdad, pero puesto en el papel parece mentira. También es verdad que en el lago de La Oculta se ahogó el poeta Amílcar U, el nadaísta que no sabía nadar.

Hace poco se murió Nicanor Restrepo Santamaría. Él decía que su apellido Santamaría era judío, de marranos españoles; al mismo tiempo era muy católico, y Caballero de la Orden de Malta. Él me contó la historia, seguramente inventada, de una abuela buscando los orígenes nobles de su apellido en España, y topándose con un rabino. El invento de Nicanor se trasladó a La Oculta. Un historiador que uno no sabe si fabula o se documenta o simplemente oye chismes y los cuenta, o las tres cosas juntas, me contó la historia de los Echeverri y los Santamaría que fundaron a Jericó. A veces, la voz de Antonio es la voz de este historiador que se llama Roberto Luis Jaramillo. Escribo lo que oigo y lo que recuerdo, y como recuerdo mal lo que oigo, sé que estoy escribiendo una novela. La está escribiendo mi memoria, mi mala memoria. Lo que importa en una novela no es la verdad, sino que le crean a uno la mentira. Si no te creen, la novela no es buena.

Pilar, la otra narradora de La Oculta, está inspirada en mi hermana Mariluz. Mi hermana Mariluz se casó virgen, siempre ha tenido el mismo marido, que es un santo y se llama Fernando. Él, en el libro, se llama Alberto. Pilar y Alberto, en la novela, viven en La Oculta. Mariluz y Fernando, en la realidad, quieren vivir en La Inés, pero no viven en La Inés. Pasan allá muchas semanas y Alberto-Fernando poda y abona los naranjos y los mandarinos. No es verdad que Fernando —como Alberto— viva con dolor de muelas. Pero a mí me parece que los personajes de la ficción deben tener dolor de muelas. Un personaje sin dolor de muelas no es real. No hay nada más real que un dolor de muelas; por eso hay que inventárselo.

La Inés no es La Oculta. El paisaje de La Inés todavía está intacto porque los dueños de la tierra que está al frente de La Inés, al otro lado del río Cartama, son una familia de mafiosos redimidos: los Ochoa. Para el paisaje, los mafiosos terratenientes son mejores dueños que los pequeñoburgueses. Los mafiosos pertenecen a un orden económico feudal: son señores de grandes extensiones e imponen su voluntad a la fuerza. Los pequeñoburgueses, que pertenecemos ya a un orden económico capitalista, hacemos pequeñas piscinas azules en horribles finquitas de recreo. Cursis. Mis primos de Calamarí no hicieron piscina sino un lago artificial; lo hizo el padre de ellos, ingeniero, en los años cuarenta del siglo pasado.

Una finca con lago es como un personaje con dolor de muelas: es más real, es más miedoso, es más interesante. Una finca con piscina es una cursilería. Para que la novela no sea cursi, en La Oculta hay lago, un lago más grande que el lago de Calamarí, y Alberto tiene dolor de muelas, así mi cuñado tenga unos dientes perfectos. La finca de la novela se llama La Oculta y no La Inés, simplemente porque La Inés es un nombre mucho más feo que La Oculta.

Por último, la verdadera fuente no ficticia de esta novela es la felicidad real que mi familia siente y ha sentido en La Inés. Mi mamá, que está viva y no muerta como la Anita de La Oculta, nos ha hecho pasar en esa finca algunos de los momentos más felices de nuestra vida. Cada año (todavía hoy, a sus 90 años), ella merca para todos, manda un camión con comida, bebida y aguinaldos para todos, y desde hace decenios pasamos allá unas navidades maravillosas de 40 personas que gozan y pelean, que beben y juegan, que conversan y ríen y gritan, que cantan y nadan, que montan a caballo y en bicicleta, que caminan y trotan, que brincan y se enferman, que siembran y recogen, que cocinan y duermen y hacen el amor y trasnochan o madrugan. Es esa vida simple y muchas veces feliz, alrededor de mi madre, una vida que cada año está a punto de disolverse, la verdadera fuente real de La Oculta. Si Anita se muere en la novela, es para que mi mamá no se muera en la realidad; si La Oculta se pierde en la novela, es para que la realidad de La Inés se conserve.

Fotografías: Ramiro Isaza y Rafael Cárdenas Olarte

Héctor Abad FaciolinceNatalia París en París

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