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10 de enero de 2008

La regla de oro

Por: Álvaro Enrigue
| Foto: Álvaro Enrigue


Para Alma Guillermoprieto

El despertador hizo un clic antes de que se encendiera la radio a las siete de la mañana. Ya estaba esperándolo, aunque seguía amodorrado. Los primeros rayos del sol del desierto le hacían una perforación que iba de las pupilas al culo. Se metían por una rendija incurable en las persianas del búgalo amueblado que había rentado por tres meses. Se talló la cara con una mano. La voz de un locutor afectadamente norteño anunciaba La regla de oro, nuevo sencillo del Grupo Kyrie —la sensación de Guasave.

Ponía la estación de norteñas para despertarse porque las canciones que programaban eran tan horribles y repetitivas que lo forzaban a salir de la cama. Tampoco es que hubiera muchas más opciones en el cuadrante. Lo habían mandado de la ciudad de México, comisionado por la agencia para levantarle la imagen a un consorcio de telecomunicaciones maltratado por la prensa debido a las oscuridades de su maquiladora en la frontera. Había odiado cada día de los primeros dos meses de su estancia y estaba listo para odiar los treinta que le quedaban.

Se estiró todavía adentro de la cama, poniéndole una atención vaga a la letra del corrido.

El día en que fue acribillado

El catrincito en la acera

Creía que aquella mañana

También llegaría al trabajo.

No sabía que ya unos narcos

Preparaban

la metralla.

El corrido del grupo sensación de Guasave le pareció ruidoso y monótono, como todos. ¿Cómo pueden distinguir una canción de otra, le había preguntado alguna vez a uno de los contadores de la maquiladora. Es la degradación de las rancheras, como si las rancheras no fueran de por sí espantosas. El capataz se atusó el bigote con el índice y el pulgar. Alzó los hombros. Quién sabe, dijo.

Se sentó al borde de la cama y se estiró una vez más. Ya iba rumbo al baño cuando escuchó el arranque de la segunda estrofa, que le dio risa.

Se levantó igual que diario,

Se afeitó, se echó una meada,

Se bañó con agua fría,

Vistió de traje y zapatos.

Se preparó en el fogón

Huevitos

con salsa cátsup.

Tuvo que reconocer que había cierto genio en las letras de las canciones norteñas, que lamentablemente no trasminaba en la elaboración de la música. Mientras se untaba crema gillette en las mejillas, pensó: Son tan concretas que parecen poemas de Williams. Se volvió a reír antes de abrir el grifo del agua caliente para llenar el lavabo. Hacía años que no se comía unos huevos con cátsup: un plato tan feo como la música grupera, pero que había sido su favorito de niño. La vista del agua endureció su sed. Estaba crudo: la noche anterior le había invitado unos tragos corrientísimos al líder del sindicato. Había bebido un poco de más y terminó pasándosela bien. Incluso platicó por un rato con una mujer. No la gran cosa, pero atractiva. Cuando volvió a la barra por un par de tragos nuevos, el líder sindical ya se había ido. El ligue no pasó de ahí.

El ruido del grifo le impidió escuchar la siguiente estrofa, que le habría salvado la vida:

En la noche había bebido

Con un líder sindical.

Se metió cuatro tequilas,

La regla de oro olvidó:

En tierra de jefes narcos

Con las mujeres

Ni hablar.

Cerró la llave y puso a remojar la navaja desechable. Dejó que el cojincito protector se humedeciera mientras orinaba. No jaló la cadena del excusado. Se afeitó escuchando la última estrofa de la canción.

Afuera del domicilio

En que solía pernoctar

Lo esperaban con sus armas

Los que lo iban a matar

Y así esa triste mañana

El catrincito

Peló.

Se bañó rápido, como siempre, y apagó la radio para vestirse con calma. Sentía un orgullo idiota de colono por ser el único hombre de traje y corbata en una ciudad en que hasta los abogados iban de vaqueros y botas. El líder sindical le había preguntado la noche anterior, antes de entrar a la discoteca, ¿Y va usted a beber entre hombres con esos zapatos de duende? Había sido su turno de levantar los hombros. Todo el tiempo estuvo cantando el estribillo de La regla de oro, que se le había quedado pegado.

Ay catrincito, ay ay ay,

Por no escuchar a esta banda

Te vinieron

a quebrar.

Lo tarareó mientras limpiaba y cepillaba sus mocasines. Todavía lo chifló al batir el par de huevos que se desayunaba todos los días; también al freírlos y servirlos en un plato. Justo antes de llevarse el tenedor a la boca decidió ponerles cátsup. Abrió la gaveta de la alacena cantando a voz en cuello.