Home

/

Historias

/

Artículo

14 de agosto de 2007

La selección gay de fútbol

No es un equipo cualquiera. Se llama Las Regias, nació en 1992, y está buscando representar a Colombia en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay el próximo mes en Argentina. Crónica de un grupo unido no solo por el deporte sino también por la discriminación.

Por: Albertos Salcedo Ramos
Albertos Salcedo Ramos | Foto: Albertos Salcedo Ramos

 
Mauricio Álvarez, más conocido como La Madison, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los siete años, leyendo un cómic de Supermán.

—Apenas vi a Clark Kent, me volví loco —dice, ahogándose de la risa.

John Jairo Murillo, apodado La Ñaña, advierte con un gesto burlón que esta es la "confesión más maricona" que ha oído en sus treinta y siete años de vida.

—¡Usted es tan gay —exclama, chocando las palmas de sus manos— que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas!

Tanto Madison como los otros integrantes de Las Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en las graderías del Coliseo Misael Pastrana Borrero, ubicado en el municipio de Riofrío, Valle del Cauca, a ciento doce kilómetros de Cali. El equipo, conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos para socorrer a los homosexuales enfermos de sida o adictos a las drogas. Y por estos días anda en busca de patrocinio para participar en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, que se llevará a cabo en Buenos Aires el próximo mes de septiembre.

Esta tarde, como ya es costumbre, los jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lenguaraz de todos es La Ñaña, fundador del equipo, quien no deja títere con cabeza. Dice que La Valeria, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón; que La Britney nació con un chupo entre las nalgas; que La Nando se mudó para un barrio de ricos en Cali porque quiere que se lo coma el arriendo; que La Canasto es agüita de florero y La Natalia, flor de otro patio, y que La Cuto es tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero.

—Y este —afirma ahora, refiriéndose a La Iguana, que se revuelca de la risa— si se hubiera demorado quince segundos más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha.

Las graderías de concreto sin pañetar están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el partido, haya quinientas personas. Los integrantes de Las Regias continúan arreglándose, en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los salones de belleza que con las canchas de fútbol. En el escenario no hay todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y los cosméticos faciales.

La Ñaña se dirige a mí.

—¿Sabe qué, papá? Escriba que todos los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda sucia por las calles tirándole piedras a la gente.

Todos largan la risotada. Diego Fernando García, más conocido como Melissa Williams, saca de su maletín una pelota de microfútbol y le pide a Óscar Gil, apodado La Natalia, que se ponga en la portería para practicar tiros libres. Por un momento, da la impresión de que el primer cobro terminará en gol, pues el guardameta, en vez de rechazar el balón con un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la cancha. Entonces, La Natalia abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el penalti que le da a su equipo el campeonato mundial.

***

Pedro Julio Pardo es el coordinador de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población LGBT —lesbianas, gays, bisexuales y transexuales—. Pardo, quien ha sido cercano al proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte excluyente, los travestis tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de fútbol o hacer cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los estadios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país —añade— solo les ha dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto, construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación.

—Cuando los maricas practicamos el fútbol —dice— estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro propio equipo.

Pedro Julio Pardo estima que la existencia de Las Regias representa para la comunidad transexual de Cali la oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer lugar, la permanente exposición a la violencia. Durante los últimos nueve meses, doce travestis han sido asesinados y quince han resultado heridos a bala o con cuchillo. Algunos han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura que evidencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana muchos jóvenes salen borrachos de las discotecas, portando pistolas de aire comprimido, y se van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de silicona.

El diálogo con Pardo transcurre en la peluquería Madison, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Al principio, Mauricio Álvarez, su dueño, no nos prestaba atención porque estaba ocupado motilando a un cliente. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los transexuales son las personas más marginadas de toda la población LGBT.

—Si es difícil que la sociedad acepte a un gay común y corriente —dice—, imagínese cómo se complican las cosas cuando ese gay se viste de mujer o se pone tetas.

Ni las mujeres ni los hombres heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado, una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, porque lo considera una criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el acoso del mundo exterior —explica La Madison— comienzan los conflictos personales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere proyectar en la sociedad y la percepción que en realidad se tiene de él. Le pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando los pasos de su propia metamorfosis: entonces le toca destruir a la mariposa nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de siempre. Desmaquillarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del polvo facial, es una muerte diaria que, según La Madison, solo pueden entender quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos problemas —concluye— los transexuales son tan propensos a la drogadicción.

El hombre que se exhibe en las calles con blusa ombliguera y tacones —dice ahora Pedro Julio Pardo— es consciente de que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que en tales condiciones ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas alturas no hay punto de retorno ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella encontrará, al mismo tiempo, su reafirmación y su suicidio. Muchos defienden a dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian.

—La hostilidad del entorno los vuelve agresivos —dice Pardo—. Por otro lado, reconozco que algunos de ellos expanden drogas en la vía pública o se involucran con menores de edad.

***

Andrés Santamaría, Defensor del Pueblo en el Valle del Cauca, informa que en Cali existen, aproximadamente, tres mil transexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de ellas desde hace años, no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea que exige respuestas sociales. Semejante labor resulta demasiado difícil en una ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resultados de una investigación que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos solo duran tres.

—El desarrollo económico de la región —explica— se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prosperaron gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento hegemónico que todavía perdura.

Santamaría dice que el hecho de haberse tomado en serio los derechos de la población LGBT ha avivado el antiguo fanatismo. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar "mariquiando" a la ciudad. En esta historia —añade— se refleja lo que somos como país: aparentemente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la tierra. Por eso, vivimos de conflicto en conflicto.

Al ver el panorama completo, Santamaría les concede a Las Regias un gran valor simbólico. Más allá de auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en primer plano varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de los casi cuarenta travestis que integran su plantilla —como La Iguana y La Paulito— han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a las drogas.

***

Como futbolistas, Las Regias son desatinados: se resbalan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas.

Terminado el primer tiempo, el equipo rival, conformado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las casi doscientas personas que han venido al coliseo observan el espectáculo coreográfico que Édinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en la circunferencia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como siempre, es La Ñaña, quien está increpando a su portero.

—Usted no tapa nada, mijito, usted no es Muralla sino Mireya.

Otra vez estallan las carcajadas. Aprovecho para preguntarle a La Ñaña, en su mismo tono socarrón, por qué se burla tanto de los travestis. ¿Acaso —agrego— se está volviendo homofóbico? Noto en su mirada una chispa de malicia, pero, repentinamente, adopta un rostro grave.

—Nosotros nos apropiamos de los insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en chiste.

Su compostura, sin embargo, desaparece en el instante.

—¿Qué vas a decir sobre mí en esa crónica? —me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera retadora.

Como me quedo callado, sugiere una idea.

—Escribe que yo no soy masculino sino más culona.

Esta vez quien más festeja la broma es La Valeria.

Le pido que se ponga serio siquiera un minuto para que hablemos de fútbol. Lo que he visto esta tarde —le digo, con voz dramática— me preocupa muchísimo. Si el equipo Las Regias fuera a representar a Colombia en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, seguramente sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Guatemala, qué horror. Su respuesta es una joya magnífica del humor negro.

—¡Ay, mijito, golean a la selección de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas completas locas!

Esta vez soy yo el de la carcajada. Poco después, mientras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay contagiado de sida o enfermo de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este coliseo.