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1 de diciembre de 2010

Zona crónica

La última visita a Ernesto Sabato

En 2011, el autor de Sobre héroes y tumbas cumplirá 100 años. Pero hace mucho tiempo que poco se sabe de él. La periodista Margarita García fue hasta su casa para saber cómo vive un hombre no siempre admirado por los argentinos.

Por: Margarita García Robayo. Fotografía: Ignacio Sánchez
Fotografía: Ignacio Sánchez

1. A la casa de don Ernesto se llega en tren. Se toma en Retiro, en el centro de Buenos Aires, y se viaja en dirección al oeste: son siete estaciones hasta Santos Lugares, así se llama donde vive. El tren, como casi todos los trenes de la ciudad, está sucio y destartalado. Por las ventanillas del vagón entra una luz brillante que hace que todo lo que hay adentro se vea más feo de lo que es, y es bastante; es así la luz de invierno, perversa como una lupa. Es de mañana. La señora a mi lado huele a desodorante que se hizo grumo en el sobaco; el niñito sobre sus piernas huele a aliento de mate y torta frita. Cuando se baja la señora la reemplaza una señorita que se peinó con laca. Cuando se baja la señorita la reemplaza un viejo que desayunó ginebra: “¿A dónde vas, piba?” —los ojos del viejo, desteñidos por los años, no consiguen plantarse en ningún lado—. “A la casa de don Ernesto Sábato”. El viejo asiente y al rato dice: “¿Vive?”.

Don Ernesto vive, pero no parece. Así como pasa con los muertos, casi todo el mundo tiene historias que contar sobre él. Historias que, en general, se cuentan en pasado. Historias que, en general, no son amables. Se dice que fue hosco, antipático, infiel, vanidoso como una casta damisela apetecida; se dice que se peleó con Dios, que se reconcilió en el año 90 para casarse por la Iglesia con —su ya esposa— Matilde Kusminsky, y que después se volvió a pelear; y que sufrió tanto de crisis existenciales como de envidia. Se dice que amaba a su perro, que odiaba a Borges, que odiaba a todos, que todos lo odiaban; que empezó a derrumbarse en el año 95, cuando se murió su hijo Jorge Federico en un accidente de carro, y terminó de derrumbarse en el año 98, cuando se murió Matilde de arteriosclerosis. Se dice tanto más de lo que se sabe, aunque también se sabe.
Se sabe que está encerrado, que casi no ve, que no lee ni escribe, que apenas habla, que apenas se para, que se dedica a pintar, que se alimenta de cosas blandas y aplastadas, que se despierta antes de las ocho, que hace la siesta y se acuesta a las nueve, que lo cuidan dos enfermeras. Se sabe que las enfermeras le leen fragmentos de sus libros, en especial de Sobre héroes y tumbas, el preferido de don Ernesto. Que es brillante, melancólico, pesimista, signo cáncer y que su ánimo fluctúa: eso también se sabe; y que dos veces por semana recibe a un doctor. A veces lo visita Elvira —su secretaria o su novia, no se sabe bien—, o Daniel, su asistente, o Mario, el hijo que le queda. A don Ernesto, dice un sobrino que sabe, no le gusta que le barran el patio: “caminar sobre el colchón de las hojas secas, sentirlas crujir bajo los pies, eso le gusta”.  
2. Un señor caballero de la literatura argentina, cuyo nombre prometí no revelar, me contó una historia sobre don Ernesto. Es una historia tan vieja que todos los que participan en ella, salvo su protagonista, ya murieron. Ocurrió así:
En la residencia Sábato se celebraba una cena. Se comía y se bebía más bien mal, pero la conversación era fabulosa. Se hablaba de libros, música, películas, personalidades de la política y la cultura, y de ciudades lejanas que, para los presentes, resultaban también tan familiares. No había por qué tener pudores en llamar a algún presidente por su nombre de pila, o en decir cosas como que París es tanto mejor en octubre, cuando ya no hay turistas pululando por las veredas, arrastrando a sus críos bulliciosos. La conversación abarcaba un mapa muy extenso: no es secreto para nadie que las personas muy cultas son también mundanas y esplendorosamente venenosas y que les gusta dispersarse en cuánto tópico les cae del techo: critican con igual fruición las publicaciones y matrimonios recientes de los colegas que no están; y todo con la gracia propia de los diálogos entre pares ilustrados, famosos y ligeramente ebrios. Cuenta el narrador oral de esta historia que, en medio de la encantadora velada, a la señora de la casa, doña Matilde, le dio un ataque repentino de picor de garganta: intercalaba el ejercicio nada silencioso de rascársela con una sonrisa forzada que habría amedrentado al mismísimo Guasón. Nadie entendía qué le pasaba, hasta que se levantó súbitamente del lado de su marido y plantó un susurro en cada una de las orejas que habitaban el comedor: “Por favor, hablen de Ernesto”. Y, como un efecto dominó, se vio dar vuelta a las caras que en el futuro estamparían los libros escolares de literatura argentina, en dirección a la cabecera de la mesa: lugar que ocupaba el escritor notable, ensayista excelso, físico culposo, comunista retirado, pintor mediocre, dueño de casa y comensal mudo, don Ernesto. El resto de la noche se trató de él.
3. La casa de don Ernesto queda en la calle Langeri, a una cuadra de la vía; es blanca y amarilla, estilo republicano, aunque desde afuera casi no se ve. Una reja verde la separa de la vereda y después hay una selva pequeña que sirve de antejardín. El timbre no funciona, el buzón de correo está vacío. Un telón blanco cuelga entre dos postes y cruza la calle —en los barrios de Buenos Aires he visto muchos de esos, suelen decir cosas como: “Los momentos más esperados se construyen paso a paso: ¡Feliz 15, Sole!”—. El de la calle Langeri, me dirán después, también lo colgaron para un cumpleaños, el número 99 de don Ernesto, el 24 de junio. Y dice: “Don Ernesto Sábato, gracias por su aporte a la cultura y su defensa a los derechos humanos. Gente de bien al servicio de la gente”. Lo firma el Grupo Gaspar Campos.
Ese día, además del telón, le dieron un premio: el José Hernández. “Reconocer a Sábato es poner en valor lo mejor de nosotros”, dijo el gobernador Daniel Scioli en el auditorio Astor Piazzolla de la casa de la Provincia de Buenos Aires. El premio lo recibió su hijo Mario; en el público estaba Estela de Carlotto, titular de las Abuelas de la Plaza de Mayo; la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, cercana a la familia; monseñor Justo Laguna, un ex obispo culto; un par de actores conocidos y ningún escritor.
Para este cumpleaños los diarios no le dedicaron tanto espacio como solían. Quizá porque se lo están guardando para el año próximo, el del siglo, o quizá porque la fecha se les ha hinchado de efemérides; antes, el cumpleaños de don Ernesto solo compartía cartelera con la muerte de Gardel. Ahora se le sumaron otros cumpleaños: el de Lionel Messi (23) y el de Román Riquelme (32), dos grandes del fútbol, dos héroes vigentes.
—¿Por qué no atenderán el timbre? —le pregunto a la cajera de la pizzería que queda al lado de la casa de don Ernesto. 
—Ahí nunca atienden.
—¿Ah, no? 
La cajera alza los hombros:
—Eso dicen.
Frente a la casa de don Ernesto hay un paredón limpio, salvo por un grafiti que parece reciente: “El Quijote”, dice. El paredón termina y se hace edificio, es el Club Atlético Defensores de Santos Lugares y el jardín de infantes Leoncito y la Biblioteca Popular Ernesto Sábato. Todo junto. La Biblioteca abre a las cinco de la tarde, me dice el portero —que se presenta como uno de los más antiguos—, y que no va mucha gente.
—Es el invierno —se disculpa. Don Ernesto tampoco va a su biblioteca, porque don Ernesto ya no va a ninguna parte; pero cuando sí iba, tampoco solía frecuentar ese club:
—No era un tipo deportivo —dice el portero.
—¿Nunca vino?—Alguna vez.
—¿Lo conoció?
—Y sí, pero para mí era un socio más. Lo que pasa es que la gente lo miraba con…
—¿Con qué?
—No sé, con respeto.
Frunce el ceño. El que sí iba con frecuencia era su hijo Mario, pero ya no.
—…creció, se mudó lejos —dice el portero.
Mario es director de cine. En marzo de este año estrenó el documental Ernesto Sábato, mi padre, en el que muestra escenas familiares filmadas desde 1962 hasta el 2007. El día del cumpleaños proyectó la película en el Club Defensores de Santos Lugares, para que la viera la gente del barrio. En una escena de la película, don Ernesto dice de sí mismo: “Me considero una persona ni muy buena ni muy mala. Una persona en el fondo solitaria, propensa a las depresiones más profundas. No soy una persona muy recomendable”. En una entrevista en la televisión, Mario dijo que a su papá solo le mostró la primera parte, que es un poco más feliz, para que no se emocionara mucho, para que no se pusiera mal. Porque don Ernesto está deprimido, eso también se dice.
Marta, sesenta y tantos, pelo canoso, lentes de marco rojo, se muestra casi escandalizada:
—No, no, yo nunca le hablé, ¿cómo le voy a hablar a ese señor? —está sentada afuera, en el pretil del club, y la rodean seis niñitas que asisten a las actividades de vacaciones del jardín Leoncito. Marta dice que don Ernesto no se daba mucho con la gente. Que doña Matilde más o menos, pero que después se enfermó y la pasó tan mal que ya no volvió a salir de esa casa sino en una camilla, tiesa de dolor.
Según algunos vecinos —José, Tomás, Enilce—, a don Ernesto se lo vio por última vez en el año 2005. Coincide con la versión de su hijo Mario: “Hace unos cinco años que el médico le prohibió salir”.
—Yo lo vi por última vez con su perro. Salía a pasearlo a la tarde y tomaba sol —dice José, cuarenta y tantos; la panza se le derrama por encima del cinturón.
—¿Leyeron sus libros?
No leyeron. Enilce dice que leyó El Túnel, pero como si no.
—¿Por qué “como si no” ?
—Porque fue hace mucho y me lo olvidé.
En octubre del 2005 don Ernesto presidió una mesa de jurados del Primer Certamen de Novela de la Fundación Aerolíneas Argentinas - Editorial Siglo XXI. Este dato sorprende, teniendo en cuenta que la ceguera progresiva se la detectaron por allá en los setenta.
—La entrega del premio fue en el Centro Cultural Borges, él estaba acompañado por una mujer que lo sostenía del brazo. Cuando llegó el momento de las fotos, nos juntaron a los dos ganadores y a él, que me preguntó: “¿Y ahora qué pasa”. Yo le dije: “Están sacándonos fotos”. Y él preguntó: “¿Y por qué"?. No supe qué decirle, se lo veía muy perdido, como si no tuviese noción real de tiempo y espacio. Le contesté: “Porque somos lindos”. Fue lo primero que se me ocurrió —dice Pablo Alí, el escritor que ganó el segundo premio.
Allí, en el edificio que lleva el nombre del que algunos —él mismo— consideran su más temible adversario, don Ernesto debió hacer su última aparición pública. Pasaron casi cincuenta años desde que Borges pronunció aquella sentencia subrepticia que, según los detractores de don Ernesto, lo situó en el lugar que le corresponde en la literatura argentina. Corría el año 1961 y salía Sobre héroes y tumbas con una faja marketinera que decía: “Sábato, el rival de Borges”. Una periodista le preguntó a Borges qué pensaba de esa frase y Borges, con su voz graciosamente afectada, sus modos aristócratas, su cinismo disfrazado de inocencia largó: “Qué curioso, a mí jamás se me habría ocurrido decir: Borges, el rival de Sábato”.
En octubre de 2005, don Ernesto fue invitado, también, a la inauguración de la Plaza Arturo Illia de Santos Lugares, que había sido remodelada. Se hizo un pequeño acto liderado por el intendente, pero Sábato no fue. En el año 2008 su casa fue asaltada por dos adolescentes enmascarados. Según los diarios, estuvieron media hora adentro, robaron 4300 pesos y nunca lo vieron. 
4. Esta historia de don Ernesto es, quizá, más vieja que la de la cena. La fuente es otro escritor que, por supuesto, pide confidencialidad. Ocurrió a finales de los cincuenta. Don Ernesto ya había recibido piropos de Graham Green y Albert Camus, y estaba catalogado como el gran cultor de la novela psicológica contemporánea —aunque por la misma época fue que Bioy Casares escribió: “Es curioso el caso de Sábato: ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa”—. De cualquier forma, don Ernesto era famoso y alquilaba un bulo con su —también famoso— amigo Leopoldo Torre Nilsson, director de cine que ya murió. Torre Nilsson solía llevar al departamento a su amante de entonces —quien después sería la mujer de su vida—, la escritora Beatriz Guido. Se habían conocido en casa de don Ernesto, que sirvió de celestino al comienzo de la relación. Cuentan que los amigos se alternaban el bulo, que Ernesto iba a la mañana, no se sabía con quién; y que Leopoldo y Beatriz iban a la tarde y solían encontrar el departamento hecho un desastre. Todo tirado por el piso, como si un huracán de libido hubiese pasado por ahí. La pareja tenía tanta curiosidad que planeó una emboscada. Revisaron el departamento antes de que llegara Ernesto, para asegurarse de que todo estuviera ordenado y prístino. Salieron del edificio, se apostaron en el bar de enfrente y vigilaron la entrada. Esto, dice la leyenda, fue lo que vieron: don Ernesto entró solo al edificio y al poco rato volvió a salir igual de solo. Leopoldo y Beatriz vigilaron la entrada un rato más, esperando descubrir a la amante encubierta, pero nunca salió. Decidieron subir hasta el departamento, sospechando que la susodicha estaría aún allí, reposando la faena; cuando abrieron la puerta se encontraron con el desastre habitual y el departamento vacío. Don Ernesto, dicen que se dijeron, vivía romances tórridos consigo mismo. 
5. Violeta tiene diecisiete años y una panza enorme y puntiaguda. Cecilia tiene veintitrés y un par de dientes menos. Envueltas en lanas, se pasan las horas en una esquina de la calle Langeri, tomando mate y vendiendo fiambre. Ahora no venden, es mediodía, están cerradas. ¿Saben que en esa calle vive una especie de genio prócer olvidado? Sí. ¿Saben que escribió libros notables y que ahora vive como una planta? Más o menos. Nunca lo vieron. Nunca lo leyeron. ¿Vieron salir alguna vez a alguien de esa casa? A una chica, sí, Silvina, dicen que se llama. Y que es la mucama, o les parece. Y que es linda. Enfrente, en la papelería SV, una dependienta muy modosa dice que no, que nunca vio a don Ernesto. ¿Lo leyó? Algo. ¿Qué leyó? No recuerda.
En la esquina contraria, cerca de las vías, cuatro muchachitos, chaquetas abullonadas, gorritos de invierno, pasan el rato, patean piedras.
—¿Quién?
—Ernesto Sábato, ¿lo conocen? Vive ahí —señalo la casa.
—Ah, sí, el escritor —dice Maxi, y da una pitada.
—¿Lo vieron alguna vez?
Nunca lo vieron. ¿Lo leyeron? Sí. ¿Qué leyeron? El Túnel. ¿En el colegio? Sí.
—¿Les gustó?
Juan dice sí; la mano de Maxi dice más o menos; Jorge alza los hombros; el otro, Ari, se mira los tenis, se saca uno y mueve los dedos envueltos en una media gastada:
 
—Pensé que estaba muerto.
Pasa el tren.
Al lado de don Ernesto vive un señor elegante: lleva un sobretodo negro, sombrero, bigotes recortados, las canas bien planchadas. Y está molesto:
—Vive como un anciano, ¿cómo va a vivir si no? Acá vienen periodistas a preguntar cada cosa y yo digo ¿por qué no lo dejan tranquilo? ¿Ya no hizo suficiente? ¿Ya no dijo todo lo que podía decir? —señala el telón blanco que cruza la calle—. Qué más quieren que diga, si casi ni puede hablar… Ni con Videla hacen eso, a ese lo dejan tranquilito, pero a Ernesto vienen a atormentarlo, a él y a su familia. No es lindo eso, no es nada lindo.
Niega con la cabeza, camina hasta un auto negro, nuevo y lustroso. Le saca la alarma.
—Pero, señor —insisto—, ¿se conocían bien? ¿Eran amigos?
El hombre me mira condescendiente:
—¿Amigos? Es Ernesto Sábato, señorita... —hace un amago por explicarme su respuesta, pero se ve que se arrepiente y se sube al carro.
Son casi las tres, desde la vereda del club la casa de don Ernesto se ve fantasmagórica. Un par de plátanos (un árbol de Buenos Aires que no sirve para hacer patacones) engalanan la entrada. Están pelados. En uno de los troncos hay una inscripción: “Julio”, y debajo un nombre que debió borrarse con el tiempo o que nunca terminaron de escribir. “Sofía”, parece ser: le falta la o y la í, se adivina la f. Entre los dos plátanos hay un Ford Escort, color azul, viejo y sucio.
Don Ernesto llegó a esa casa en 1945, año en el que decidió dejar su carrera científica y dedicarse a escribir. El dueño era un señor Federico Valle, y se la alquiló con él adentro: vivía en el sótano. Don Ernesto se mudó con su hijo mayor y Matilde, preñada del segundo —Mario, que nació ese mismo año—. Al cabo de un tiempo compró la casa y allí se quedaron: “De aquí me sacan en cajón, porque Santos Lugares es mi patria chica”, dijo en su cumpleaños número ochenta, en un homenaje que le hicieron los vecinos de hace veinte años. Esa casa vio nacer a Juan Pablo Castel y María Iribarne, los protagonistas de su mayor éxito; pero también vio salir a su esposa, tapada con una sábana hasta la cabeza. Poco antes de morir, Matilde publicó un par de libros: uno de cuentos —El conjuro— y uno de poemas —Cenizas y plegarias—: Quién de los dos /quedará en el vacío de las sombras, / sin el latente custodio de su cuerpo. / Quién sufrirá la alejada presencia / llenando el vacío de los cuartos —dice la estrofa final de un poema del libro, que está dedicado a Ernesto. Y queda él, ahora se sabe, pero no parece.
 —Yo creo que no se muere porque todavía está esperando lo que sabemos —me dice José, el vecino panzón.
—¿Qué es lo que sabemos?—Bueh —pone cara de obviedad—, el Nobel, lo que todos los grandes han esperado pero no les llega. Yo creo que allá en Suecia no nos quieren a los argentinos.
Más tarde, Lila, estudiante de Letras, vecina de Santos Lugares, se sentará a mi lado en el tren de regreso y me dará su teoría:
—Yo creo que la amargura y las drogas duras te transforman en una persona longeva. Mirá Ciorán. Mirá los Rolling Stones, que tienen como noventa años y parecen de veinticinco.
Todavía más tarde, Antonio, estudiante de Historia, aspirante a escritor, borgeano visceral, me dirá:
—Todos sabemos que se murió; alguien tiene que ir y avisarle.
Pero ahora sigo en la calle Langeri. Y toco el timbre. Y nadie sale. Me asomo a la reja: en medio de la selvita alguien sembró el esqueleto de una sombrilla. Vuelvo a tocar. Nadie. No se oye el zumbido de una mosca. 

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