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16 de octubre de 2003

La vida sin Dios

Por: Antonio Vélez

Es bien difícil decirle adiós a Dios. Porque Dios es un virus que se contagia en la niñez, cuando el cerebro es dócil y no posee aún los anticuerpos apropiados. Un virus capaz de resistir las mayores contradicciones y de tragarse enteros los cuentos más burdos e infantiles.
La idea de decirle adiós a Dios me llegó como del cielo en la edad de la rebeldía, a los diecisiete años, justo cuando empecé a adquirir uso de razón. El primer argumento que me sopló el diablo fue: ¿por qué hay tantos millones de fulanos, más inteligentes y cultos que yo, que aceptan sin vacilación otras 'verdades' tan distintas a las mías? Para ser breve, diez mil 'verdades', una por cada religión en uso. Y me pregunté: ¿por qué con la Biblia en la mano los protestantes se divorcian y tantos católicos se amargan la vida y amarran de por vida? Y, ¿por qué para los fieles seguidores de la Biblia la bigamia es un pecado, mientras que para los del Corán la poligamia es dulce y múltiple virtud? Y un solo Dios verdadero. Absurdo. No puede ser, me dije. Bertrand Russell completó la tarea.
Los siameses nacen condenados por natura a llevar una doble vida miserable, con el visto bueno del cielo. Por eso pensamos los ateos que de existir un Dios infinitamente bueno, no tardaría en utilizar la magia divina y lo unido quedaría de inmediato separado. Se evitaría tanto dolor, innecesario y por doble partida. E igual pasaría con todo el sufrimiento del mundo. Pero los cielos permanecen indiferentes. "Dios nunca abandona a sus criaturas", nos predican. Confírmelo con los desplazados y los parapléjicos. Por tanto, si Dios nos ama, mantra repetido hasta el agotamiento, lo disimula muy bien. "Pero es que Dios no puede intervenir en asuntos humanos, pues atentaría contra la li-bertad que nos dio", argumentan los apolillados teólogos. Los sin Dios replicamos: pero transmutó el agua en vino y resucitó a un muerto, entre otros prodigios; luego Dios sí mete su mano divina en los asuntos del hombre y cambia a voluntad el curso de la vida. Sí pero no. La lógica no puede ser la asignatura más cultivada en el reino de los cielos.
Y. ¿qué del miedo del ateo a la muerte y al más allá?, pregunta incrédulo el creyente. A la muerte sí, claro, porque ese temor lo traemos de fábrica. Es el temor a dejar este mundo, no por llegar al otro, consolador invento de la especie humana, para eternizarse. Y mucho miedo al más acá. Temblamos ante aquellos fanáticos capaces de volar al cielo en átomos y hacernos volar antes de tiempo a nosotros también, en el nombre del Padre todo bondadoso.
Consideramos los ateos que sería mucho mejor un mundo en que la investigación médica no tuviese trabas medievales, un mundo sin remordimientos por la píldora del día siguiente, con aborto autorizado y sin tanto prójimo, con eutanasia y sin las penas eternas de los enfermos terminales, con los encantos de un sexo sin la comezón del pecado, un mundo sin tediosos rezos y rituales. Y hasta con más 'pecados' de los buenos, pues para el ateo, como no hay más vida que esta vida, es sensato hacer máximo lo placentero y mínimo lo doloroso, amén.
Pero cuidado, en un mundo sin Dios todo estaría permitido, alega Nietzsche. ¡Falso! (los filósofos siempre han tenido la razón, por un tiempo): los mandatos morales más sólidos y humanos los portamos en los genes, por igual ateos y creyentes, y se refuerzan por medio de una educación civilizada. Además, Federico, Dios nunca ha sido obstáculo para la realización de los actos más espeluznantes de la historia humana.
Un mundo sin Dios, ¿sería acaso más pacífico y amable? ¡No! Los ateos nos mataríamos como se matan los creyentes; es decir, como bestias salvajes (aunque sin invocar a Dios), porque las verdaderas causas de la violencia y de la guerra son la misma violencia, la injusticia continuada, la locura, el odio acendrado y su antídoto, la agridulce venganza, amén de la lucha por los recursos limitados: parejas, bienes materiales y poder. Con Dios o sin él, el hombre seguirá siendo hombre, y no estamos diseñados para el cielo, como pensaba candorosamente Rousseau. En fin, sin dioses ¿sería este infierno que llamamos Tierra un paraíso? ¡Tampoco!, pues aún quedaría el demonio. Porque el demonio es el hombre.