Home

/

Historias

/

Artículo

16 de octubre de 2003

La vida sin hambre

Por: María Elisa Vélez

El peso de la vida se me fue, las ganas de vivir se perdieron en una obsesión que empezó como un simple juego y terminó siendo una enfermedad mortal. Cuando la gente me pregunta cómo empecé todo esto, no sé qué responder. Es más, no sé ni siquiera si ya terminó. Siempre fui una niña que logró controlarlo todo: los estudios, los amigos, las personas. Todo lo que hacía lo quería perfecto. Pero un día reté a mi mente y perdí en mi intento, porque poco después me convertí en una víctima de la historia que yo misma había creado. No podría explicar científicamente lo que ocurría en ese momento en mi cabeza, pero lo cierto es que poco a poco dejé de comer como una persona normal. Empecé con el típico cuento de cualquier niña de colegio que quería hacer una dieta, pero me ganó la cosa y terminé con el cuerpo forrado en huesos. Mi vida se convirtió en cuentas matemáticas que sumaban y restaban kilos y calorías consumidas al día. Evitaba todo momento que implicara comer, y mi rutina diaria se convirtió en hacer ejercicio hasta que mi cuerpo no resistiera. No importaba la hora que fuera, pero me levantaba a hacer 500 abdominales para ver si así adelgazaba un poquito más. ¡Qué locura! No sé en qué estaba pensando. Lo único que quería era perder cada vez más y más peso hasta que la talla cero me quedara grande. Para mí comer no era una necesidad fisiológica, era más bien un tormento, porque cada vez que llegaba la hora de comer en mi casa era una constante pelea con mi familia y en un gran esfuerzo por inventar alguna enfermedad para decir que no tenía hambre. Todas las noches cerraba los ojos y solo pensaba en que tenía que adelgazar y que lo podía lograr. Sin embrago, me entraba un cargo de conciencia increíble por el jugo de naranja que había tomado por la mañana, o el pedazo de manzana que había comido al almuerzo, así que me levantaba a media noche a hacer más ejercicio. Creo que para mí vivir sin hambre fue como vivir sin ganas, sin objetivos y metas que me abrieran los ojos para ver lo que de verdad estaba pasando dentro de mí. No entendía por qué la gente lloraba cuando me veía, por qué mi familia discutía todo el tiempo conmigo, por qué mis amigas se preocupaban y con el tiempo se alejaban cansadas de una lucha en vano. Todo el tiempo oía voces que me hablaban en mi cabeza obligándome a despreciar la comida, aunque la quisiera. Simplemente creo que es una fuerza que ciega a las personas, haciendo que vivamos en un precipicio sin fondo, y hasta que alguien no nos agarre y, lo más importante, nos agarremos nosotros mismos, no dejamos de caer. Recuerdo esos momentos, en los que me paraba frente a un espejo y veía que tenía más pelo en la espalda, que los dientes temblaban de sensibilidad, el pelo se me caía cada vez que me peinaba, los huesos me dolían al moverme, pero aun así sentía la necesidad de perder más peso aunque las costillas marcaban mi abdomen. Nunca pensé que sería capaz de controlar mis propios instintos a tal punto de negarme la posibilidad de probar un solo bocado de comida al día, y de llenar mi vida de mentiras y lágrimas. Hoy realmente me queda difícil recordar cómo empezó todo esto y en qué momento decidí empezar desde cero otra vez. Tal vez lo más duro fue ver cómo mucha gente sufrió por mi culpa. Vivir sin hambre fue vivir sin ganas, sin sentimientos, sin amigos, sin novio, sin felicidad en la mesa ni en la cama, porque fue y será una gran pesadilla.