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16 de octubre de 2003

La vida sin memoria

Por: Álvaro Bejarano

Desde antes de que se me borrara el casete de la memoria, lo único que recuerdo de mi vicio de recitar fragmentos literarios es que de manera incansable y como si padeciera ecolalia, por donde me desfilaba largaba una especie de susurro: "Memoria ciega abeja de agonía", cuyo autor no recuerdo por razones apenas obvias y que no es prudente mencionar ahora que me encuentro en el territorio inefable de los olvidos.
En un tramo de mi existencia fui una especie de Irineo Funes, el personaje de un magistral relato del ciego luminoso Jorge Luis Borges, pues era -o me era- imposible olvidar lo que leía, hacía o escuchaba, y de manera inusitada comencé a experimentar la vida sin memoria y sus consecuentes dolores y satisfacciones.
Me quema como una brasa olvidada en la mano de Dios haber vivido la vida sin uno solo de mis juegos infantiles y no saber por dónde andarán mis colecciones de Billiken y El Penaca y mis soldaditos de plomo. La vida sin la memoria de las iniciaciones sexuales es trágica como toda reiteración o toda costumbre. Duele haber perdido el nombre de la respetable matrona bugueña en cuyo honor un perverso compañero de primaria nos inició en los deliquios del onanismo.
Siento un devorador dolor por el nombre de la frágil putica que solía cubrir con sus prendas íntimas las efigies de los innumerables 'santos' que adornaban su cubil en el burdelito en donde quedó 'naufragada nuestra inocencia juvenil', cuando nos iniciábamos en el mundo del sexo. Mundo feérico.
La vida sin la memoria de la primera novia, que nunca pudo amarme y un día se marchó sin esperanza, dejó de ser lamento y se convirtió en goteante herida. La borrasca de la violencia colombiana -no recuerdo la fecha- me dejó sin la cercanía de mi hermano Óscar y desde ahí mi existencia ha sido un túnel oscuro y sin salida; situación que se reitera durante los últimos cuarenta años con implacable presencia, pero el olvido existe. Y la violencia también.
No tengo memoria de los viajes por el mundo porque no quiero rememorar nombres de agentes de viajes implacables en la oferta y sanguinarios en los recaudos. La vida sin mi hermanita Nelly, cuya muerte cortó mi niñez, me ha comprobado que la medicina en veces es una ciencia exacta sobre todo para los dolores incurables.
Hoy, tengo la inefable alegría de haber olvidado el nombre de alguien que protegí de los avasallamientos de la miseria y la soledad a quien confié el secreto de una conjuración y me traicionó de inmediato "por un favor sexual". ¡Qué alivio¡ Tengo la dicha de no saber cuándo comencé a llenar cuartillas para un periódico y además no recordar qué persona advirtió que el periodismo lleva a cualquier parte con tal de dejarlo a tiempo.
El haber olvidado la fecha de obtención del Premio Simón Bolívar de Periodismo me regocija porque corre parejo con el olvido por algunos sórdidos colegas. Mi vida son los nombres olvidados de las mujeres que me amaron y abrieron momentáneamente sus corazones para que yo los habitara; es mi orgullo y el pregón de mi victoria. A ellas les debo un silencio y la vida sin memoria coadyuva en este deber.
La vida sin memoria tiene deliquios , veámoslos:
En el supermercado, una dama de gigantesco porte me dice: "¿Usted se acuerda de mí?" y le respondo: "Claro que sí, mi ilustre amiga desconocida". "Yo fui su profesor de Castellano", me expresó un anciano en la calle cuando nos entrecruzamos sin reconocerle; pero sí recuerdo desde cuándo escribo mal. Una ex novia innominada es dolorosa presencia y hasta lloré buscando su nombre, lo que fue imposible; pero lo que sí me recordó ella fue que alguna vez en las alegrías del amor alguien nos dijo que el amor no puede ser el combate entre dos espadachines ciegos. No recuerdo cuáles caminos tomamos. En los Juegos Panamericanos de Cali, un tren mató a mi hijo mayor y en mis lloriqueantes borracheras de entonces, en un bar, un elemental hombre cuyo nombre olvidé me dijo luego de describirle a mi hijo muerto: "Olvide la muerte que esa lo toma a uno por la espalda, pues es marica y no olvide jamás a su hijo pues murió con los sueños completos". El saber popular existe... ¿Cierto?
Y un personalísimo recuerdo: hace tres años una vieja dolencia de la columna me confinó a una silla de ruedas y eso me comprobó que tengo muchos amigos que me olvidaron y que mi vida sin la memoria de ellos apenas es un empate imaginado por el Profesor Maturana.
Olvidaba decir que tengo una mujer que me duele en todo el cuerpo, como dijo Borges. "Antaño si recuerdo bien mi vida era un festín", expresó Rimbaud.
Esta desmemoria abarca setenta y seis años de vida y esplendor, de olvidos y soledades en don-de juegan la alegría y el enigma de
Judas.
Tengo la alegría infinita de haber olvidado desde siempre y por siempre el nombre de un compañerito de colegio que creyendo haber descubierto la masturbación se negó a contarnos, ganando con ello el campeonato mundial del egoísmo.
También conocí y olvidé un sujeto tan antipático que ordenó cortar la cola de su perro para que no la moviera a ninguno de sus amigos
visitantes.
Alguna vez pasé por el Instituto de Filosofía y Letras y luego la vida sin memoria me postuló un olvido total de esa época que agobió mi vida de conocimientos inútiles que marchitaron el muchacho elemental y divertido que estaba destinado a ser, y pasé a expresarme en razonamientos cobardes que agotaron mi existencia y dejé de navegar en mis mares interiores hasta quedar hoy como quien se mira en un roto espejo.
La vida sin memoria me dejó una lección edificante porque me libró de ser un depositario de frases o conocimientos inútiles para la vida misma; al paso que comprobé que a uno nunca lo mata lo que le falta, sino que lo aplasta lo que le sobra. Los humanos lo que requerimos son unas pocas ternuras continuadas y tener en el amor bien cimentado una ilusoria fábrica de besos y un deseo de paz para lo cual basta estirar los brazos de buena fe y comprobaremos que el abrazo fraternal es posible.
La memoria de los sentidos cuando se pierde es más devastadora en su demoledora evidencia que el borrón que nos asalta súbitamente cuando vemos un rostro y lo confundimos; como me pasó con Helena, de cuyo lecho tibio dizque no he acabado de exiliarme y le respondí el saludo llamándola Betty. En su estupefacción me expresó su desconcierto y me dijo: "Es triste que no me reconozcas y me va a tocar mostrarte y que tú me muestres las cicatrices que nos hicimos en la fiesta de los sentidos". Desde entonces sé que el alma no está a
la vista.