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16 de octubre de 2003

La vida sin trago

Por: Ismael Enrique Arciniegas

Pienso que para muchos, vivir sin trago puede ser como vivir sin sexo, o sin un ojo, o sin plata, trabajo, perro faldero o novia jodona (lo cual no es difícil sino raro), cuando en realidad prescindir de cosas que son pecado y por lo general engordan es algo que todo el mundo quiere hacer pero no puede. La cosa es muy simple: me encanta la fiesta y que otros tomen; nunca he tratado de convencer a nadie de que lo deje, no estoy en ninguna secta, ni me interesa el Opus (aunque siempre he pensado que monseñor suena elegantísimo). La vaina no es ideológica sino práctica. Un buen día, después de la inauguración de IA, para ser exactos, me divorcié del trago. Lo primero que hice fue comunicarles a mis amigos parranderos y borrachos que me retiraba de la rumba alcohólica. Hoy, aunque me piden una fecha de 'reinserción' ninguno sería capaz de tomarse un trago conmigo sin padecer guayabo moral. Excepto mi papá, sobreviviente de los sesenta, que, cuando le conté, incrédulo, descorchó el mejor vino para felicitarme con "una copa no se le niega a nadie". Acto conmovedor de pícara complicidad, pero inútil.Mejor la gente que el trago, y la rumba puede hacerse sin alcohol. Esto que suena mockuzanahorio es mucho más táctico que ético: unos me perciben como una especie de gurú, y con dos tragos me miran asombrados. Las niñas se sienten seguras, se toman el de ellas y hasta las convenzo de que se tomen el mío. Todos perdemos la memoria: ellas por lagunas y yo por caballero.El riesgo de convertirme en el conductor elegido se contrarresta porque mis amigos creen que mi pase me lo gané en un bingo. Recuerdo un caso en el que tuve que conducir un vehículo repleto de borrachos y me paró un policía. Después de que me paré como un ganso y recité de seguido "trestristestigrescomierontrigoentrestristesplatos", orgulloso le expliqué que soy un alcohólico anónimo. "Sí ve", me dijo, "y encima no tiene pase". Lo mejor es la alegría que uno siente cuando se despierta sin guayabo y con la misma plata, porque cuando tomaba salía no solo con una sed de cosaco, sino con una trituradora de billetes en el bolsillo. Las consecuencias eran catastróficas. Sobre todo por esa enfermedad incurable que afecta por igual el hígado y el alma: el guayabo, que no es otra cosa que arrepentimiento con acidez, cuya fase superior es la pobreza. Para no desentonar, el bebedor en retiro puede elegir entre la cerveza sin alcohol (no me gusta), los jugos con cara de coctel maquillados con rodaja de limón y cereza, el recurso más bien 'lobo' de pedir whisky con Coca-Cola (y no echarle el whisky) o el tradicional de 'calentar el vaso'. Yo supero ese problema, y el de vencer el sueño durante la rumba, con una o dos latas de Jess, cuyos efectos milagrosos se pueden asociar al agua bendita. No se qué diablos le echan, pero es buenísima, al punto de que si me hubieran pedido una crónica sobre cómo es la vida sin las energéticas, hubiera declinado la invitación.En cuanto a las buenas rumbas, a las que hay que ir por principio y desde el principio, frecuento los mismos sitios con la misma intensidad de antes. Pero como en todo, hay un 'pero': tuve que aprender a bailar porque con tragos brincaba y, ahora, sobrio, me parece ridículo. He podido frentear los aniversarios de las mejores discotecas, el Festival Vallenato en Valledupar, las ferias ganaderas de Montería -en donde celebré mi primer año sin vodka-, el Festival del Porro (del folclórico y del bueno) y la Feria de las Flores, en Medellín, sin ningún remordimiento ni tentación. No hay mal que dure cien años, ni neura que lo resista. Sin trago se vive, y bien.