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15 de noviembre de 2001

Las penitencias de los curas

Estuvimos en el pulmón de la iglesia católica —los confesionarios— para medir hasta qué punto el pecado y la penitencia son relativos. Es peor tener sexo que robar.

Por: Mauricio Becerra

La última vez que me confesé tenía 11 años. Lo hice sin saber muy bien por qué debía hacerlo. Todos lo hacían, y pensé que confesarse y oír a Michael Jackson estaba de moda. Recuerdo que esa vez le dije al cura —con la voz quebrada— que nos habíamos robado con unos amigos unos chicles Bubble gum, en Carulla, y que también habíamos visto una Playboy detrás de las montañas que rodeaban la cancha de fútbol del colegio. No recuerdo qué penitencia me dio el cura. Tampoco sé si la cumplí. No lo creo.
Ahora ando por los 31, y los confesionarios no hacen parte de mi vida. Son fríos, incómodos y huelen a madera recién barnizada. Cuando los veo, lo hago desde lejos, con cierta prudencia, y es entonces cuando recuerdo la frase que me dijo un amigo sobre estos santuarios del arrepentimiento católico: “cuando era niño, creía que detrás de las cortinas vivía Dios”.
En fin.
Son las once y cuarenta y cinco de la mañana, y el día está despejado. 23 grados. Sentado sobre las escaleras que conducen a la entrada de uno de los edificios de la carrera 15 con calle 119, dejo que pasen los minutos sin apartar los ojos de la fachada de la iglesia de Santa Beatriz. En breve, me confesaré. En algunos segundos estaré arrodillado al lado de un hombre como yo, un hombre tan normal como yo, un hombre que suda, que pasa malas noches, que quizá paga las cuentas, que tal vez se preocupa por el color de sus medias, que mira la televisión, que come, y va al baño, y vuelve a comer. Y perdona.
Faltan diez minutos para que comience la misa de las doce. Voy a confesar un pecado que no he cometido. Una mentira sexual: me estoy acostando con la esposa de mi mejor amigo. Quiero saber qué penitencia me dará ese hombre que, como yo, está hecho de huesos y de músculos. Qué castigo me ordena el cielo. Qué tan relativa es la penitencia. Qué absurdo se esconde detrás del absurdo.
Entro a la iglesia de Santa Beatriz y alcanzo a oír las voces de un grupo de mujeres que rezan. ¿A quién le imploran? Al aire. ¿Cuánto llevan ahí? No les pregunto. Camino hasta el confesionario que se encuentra cerca del altar, y hago fila. Dos mujeres me anteceden. La primera, bajita, obesa, con gracia, se demora cinco minutos. Susurra. La segunda es más rápida. Sale con los ojos envueltos en lágrimas, desecha.
Por fin, mi turno. Hace 20 años no me confieso. Debo haber cometido muchos pecados. Los diez mandamientos hechos trizas. Entro al confesionario y trato de acomodarme en un espacio donde apenas cabría un niño.
Me arrodillo.
Una puerta de madera de apenas 25 centímetros cuadrados se abre. Hay suspenso. La voz del cura se pronuncia:
—Cuéntame, ¿cuáles son tus problemas?
—Padre, lo que pasa es que me estoy acostando con la esposa de mi mejor amigo.
—ESO ES MUY PELIGROSO, muy peligroso. Debes retirarte de inmediato de ahí. ¿Te imaginas que llegué un día tu amigo y los descubra? Eso te puede traer muchos problemas. Nada se oculta bajo el cielo del Señor y tarde o temprano tu amigo se va a enterar de que te estás acostando con su mujer. Olvídate de esta mujer. ¿Cuántas veces han sido?
Las rejas ocultan la figura de lo que podría ser un juez sin rostro. Una sombra que castiga. Un dios humano que absuelve, y bendice, y por la noche ve televisión. Supongo que estoy cometiendo un pecado. Aquí todo puede ser un pecado. Me contengo.
—Padre, creo que no importa cuántas veces lo he hecho—, le digo —sino que lo estoy haciendo, ¿no? El problema no es de cantidad, ¿no es cierto?
—Tienes razón—, me dice —…pero el hecho es que estás viviendo en adulterio. Estás cometiendo adulterio. El diablo ataca por la parte más débil que es la carne. Arrepiéntete y busca una novia…
—Padre… mmm… yo tengo novia.
—Pues mucho peor, estás engañando a tres personas. Reza diez Padrenuestros, di una oración por los santos difuntos y ve a misa todos los domingos. Ahora recemos el “Yo pecador”.
—Padre, no me lo sé.

¿Qué pecado?
Según la Conferencia Episcopal, en Colombia hay aproximadamente 7.600 sacerdotes. El número de comunidades religiosas es más alto que el número de equipos de fútbol que juegan en la primera y segunda división del Calcio italiano: 69. Y sin embargo, hay escasez de curas pero abundancia de pecadores.
El sacerdote Hugo Fernández no es párroco. Trabaja en una de las oficinas de la Conferencia Episcopal, con sede en Bogotá. Como muchas personas, lee, firma papeles, atiende llamadas y almuerza. Luego, a la cama.
Decidí llamarlo hace unos días para preguntarle por qué los curas pueden perdonar los pecados y para averiguar cuál es la pena ‘justa’ que debe aceptar un pecador cuando ofende a Dios. Suena el teléfono. Una, dos, tres veces. ¿Aló?
A través de la línea telefónica, Fernández me explica que el origen de la absolución se encuentra en el capítulo 20 del Evangelio según San Juan. “Lee los versos que van del 21 al 23”, —me dice. Ahí sabrás por qué como ministros tenemos esa facultad divina”.
Hablamos un rato más, le digo que estoy trabajando en un artículo, se ríe, por momentos hay silencios, y, por fin, me despide con un “que Dios te bendiga”.
Recurro a la Biblia. El evangelio de San Juan habla de la resurrección de Jesús y de su aparición ante los apóstoles. Dice que Jesús regresó a la Tierra para decirles a cada uno de los apóstoles que “a quienes les perdonen los pecados, le serán perdonados, y a quienes les retengan los pecados, les serán retenidos”. Touché. De ahí viene todo. A partir de ese momento se desenreda la madeja de las confesiones. “Los sacerdotes no perdonamos, Dios es el que perdona”, me dijo Fernández antes de colgar. Pienso en esas palabras y me atrevo a lanzar una teoría: los hombres no pecamos, Dios es el que peca a través de nosotros.

Doble o nada
Día dos. El sol castiga el aire y lo vuelve pesado, tibio, casi molesto. La iglesia de San Ambrosio está vacía y, por fortuna, fresca. Mientras se llenan sus bancas de madera, abro un libro y leo. Caravaggio mató a un hombre de una puñalada en los intestinos durante un juego de pelota. Caravaggio le rajó la cara a un hombre que vendía alcachofas en el mercado. ¿Se habrá ido al infierno? ¿Se irán al infierno las personas que nunca se confiesan? ¿Se irán al infierno quienes maten a los vendedores de alcachofas? No lo sé.
En San Ambrosio, las confesiones se imparten diez minutos antes de que comience cada misa. Para confesar los pecados es necesario atravesar toda la iglesia, pasar frente a varias estatuas que parecen vigilar el ruido que producen los zapatos contra el piso, y entrar a la sacristía. Ahí, el cura atiende a los pecadores cara a cara. De frente. Sin cortinillas ni confesionarios con olor a madera recién barnizada. Y lo hace de manera rápida, como si estuviera despachando compradores detrás de un carro de perros calientes. Como si los pecados fueran perros calientes; deliciosos ‘pecados’ calientes que nosotros engullimos todos los días.
Entre semana, los curas no confiesan mucho. En cambio, los domingos los pecadores se multiplican. Hoy es martes y hay pocas personas haciendo fila.
Entro a la sacristía y veo a un señor pequeño, de anteojos caídos sobre una nariz recta, que cubre su cuerpo con una especie de mantel verde. En el pecho lleva una cruz gorda bordada en hilos dorados. Lo saludo, buenas días Padre, y él me pregunta qué me pasa.
Le cuento la misma historia de ayer: me estoy acostando con la esposa de mi mejor amigo. Por un momento, se queda callado y me mira con firmeza. Eso está muy mal, me dice. MUY MAL. Es un pecado mortal, es el pecado de la carne, usted no puede seguir con eso, no señor, no la vuelva a ver y a su amigo tampoco. Me animo a continuar con la farsa y le digo que la deseo, deseo a esta mujer, Padre, no puedo… EVITARLO. Me dice que eso no puede ser, que eso es un pecado, que usted está ofendiendo a Dios, ¿me entiende? Quizás. El discurso no cambia, siempre es el mismo, la carne, el pecado, las mujeres, pero la penitencia es —creo— más
benévola que la del cura de Santa
Beatriz.
—Mire—, me dice —rece cuatro Credos y quédese a esta misa.
Entonces, levanta una mano y me absuelve. Da media vuelta y dice: “en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo, amén”. Regreso a una de las bancas del fondo de la iglesia, tomo algunos apuntes, recojo el libro de Caravaggio y, finalmente, me voy. No me gusta la misa de doce. Coincide con el almuerzo.

Que así sea
Día tres. Lunes festivo. Seis y veinte de la tarde. Diez grados, y un viento frío hiela las articulaciones. La iglesia Dei Verbum se recuesta, blanca y discreta, sobre un edificio ubicado en la avenida Suba con 107. En su interior la austeridad se mezcla con la irreverencia. Un Jesús clavado en el techo es alumbrado por varios bombillos, ubicados con precisión detrás del altar.
Dei Verbum tiene fama de ser una iglesia siempre llena, con un cura implacable y unas obleas deliciosas que vende una señora a la salida de cada oficio religioso.
Hasta el momento, he confesado mis ‘pecados’ de la carne en dos iglesias bogotanas (San Ambrosio y Santa Beatriz), he oído con atención qué castigo merece mi pecado carnal (“reza diez padres nuestros“, “asiste a misa todos los domingos”, “reza cuatro credos y quédate a esta misa”), y los resultados han sido similares. Por eso, pienso que hace falta medir mejor el castigo. ¿Por qué no confesar un pecado sexual y un robo al mismo tiempo?
Me animo. La iglesia Dei Verbum hubiera podido ser una buena réplica high tech de la capilla que aparece en la película Romeo y Julieta, versión 1996, pero, evidentemente no lo consiguió. Las bancas, de madera clara, pueden alojar a 80 personas bien sentadas durante las horas pico, que por lo general son las 12 y las 6 de la tarde, todos los domingos. A lado y lado del altar, dos salones sirven como oratorios casi personales para los feligreses que quieren hablar con Dios. En uno de ellos, precisamente, se encuentran el confesionario de Dei Verbum, un ‘confesionario’ que a cambio de cortinas o puertecillas de madera tiene un gran vidrio a través del cual se puede ver al cura, sentado en todo su esplendor y bendiciendo a los pecadores.
Entro. Hace frío.
—Padre, me siento mal—, digo.
—¿Qué le pasa?
—Dos cosas, Padre, me estoy acostando con la esposa de mi mejor amigo y además estoy robando a la empresa donde trabajo.
—(Silencio, ojos cerrados, mano en los párpados, ¿me va a mandar al carajo?)… Eso que me cuenta es algo muy grave, usted está cometiendo adulterio que es lo peor que el hombre puede hacer, usted está haciendo que una mujer rompa su promesa de serle fiel a su esposo durante toda la vida. Yo no sé qué va a
hacer usted…
—Pues vine aquí, Padre, para arrepentirme y dejar de hacerlo…
—Eso no es tan fácil, ella lo seguirá llamando y usted no la va a dejar. De verdad yo no sé qué va a hacer usted. ¡Consígase una novia!
—Padre, tengo novia…
—Pues no lo entiendo, si tiene novia para qué lo hace.
—Ella no vive en Colombia.
—Esa no es excusa. Yo no le puedo dar la absolución. Arregle sus cosas y regrese cuando haya resuelto todo eso. ¿Le va a contar a su novia?
—Sí.
—¿Y ella no lo va a dejar?
—No creo, Padre, ya varias veces he estado con otras mujeres y se lo he dicho. Lo hemos superado.
—No, hombre, usted no está haciendo las cosas cómo se debe. Esas son desviaciones sexuales. Yo no lo puedo absolver… (silencio, las manos en la sien, ¿me va a excomulgar?)… Mire, prométale a Dios que va a dejar todo eso, que no seguirá pensando sólo en sexo, devuelva las cosas que se ha robado y como penitencia dé una limosna generosa.
—Mmm… ¿cuánto es una limosna generosa?
—La que esté a su alcance, pero no le dé a los callejeros.

La hora de la verdad
Día cinco. Tres confesiones. El sexo es peor que robar: el castigo es mayor y los curas se preocupan más. De hecho, en Dei Verbum las recomendaciones del cura se centraron más en el sexo que en el supuesto robo que le estaba haciendo a mi empresa. De los diez minutos de confesión, nueve ocuparon el tema del adulterio, lo que podría indicar que es menos malo ‘robar’ chicles en un supermercado que mirar los culos de las mujeres en la calle e imaginárselos sin ropa.
¿Cómo harán los curas para oír tantos pecados y mantenerse firmes? ¿No les ocurrirá lo mismo que a los
sicólogos, que de tanto oír demencias pueden terminar dementes? Recuerdo un pasaje de la segunda parte de Las cenizas de Angela, de Frank McCourt: Sé que yo no podría ser nunca un sacerdote, oyendo pecados todo el tiempo. Viviría en permanente estado de excitación y el obispo estaría harto de despacharme a la casa de retiros…
Según Fernández —el cura de la Conferencia Episcopal— ellos también se confiesan. Lo hacen como cualquier mortal. Dice que así se consigue la paz espiritual: con arrepentimiento. ¿Debería arrepentirme por haber escrito este artículo? No lo sé. Hace 20 años no me confesaba y empiezo a descubrir cierta adicción a los confesionarios donde uno se arrodilla, y huele a madera recién barnizada, y uno dice cosas, y entonces lo absuelven.
Decido ir a la capilla del colegio Emmanuel D’Alzon. Voy a confesar, finalmente, que todo ha sido una gran mentira. Jamás he tenido sexo con la esposa de mi mejor amigo y tampoco he robado a la empresa. Voy a confesar que no cumplí ninguna de las penitencias impuestas (los Credos, los Padrenuestros, las limosnas, etc.). Voy a visitar al padre Raimundo —belga, asuncionista, canoso, buen tipo— para mirar de qué se trata todo.
—Padre, creo que he cometido un pecado… pues… a ver… por hacer un artículo me inventé un pecado, y visité varias iglesias, y bla, bla, bla…, pero es mentira que…, bla, bla, bla…, y tampoco he…, bla, bla, bla…
—Mire, su arrepentimiento es sincero y eso lo puedo sentir. Que le quede como lección para la vida una cosa: no juegue con la verdad porque la verdad es una sola y siempre será así. No hay nada más detrás de la verdad que la Verdad misma. En su trabajo nunca lo haga, más si es periodista.
Faltan cinco horas para entregar este artículo. Aquí no habrá moraleja. Tampoco lecciones puritanas. Debo rezar —como penitencia por haber escrito todo esto— tres Padrenuestros por todos los lectores que hayan llegado hasta acá. “Es lo menos que puede hacer”, me dijo el cura belga del Emmanuel D’alzon. Tal vez lo haga. O quizás no.
Por ahora, estoy seguro de que la culpa no es nuestra. La culpa la tuvo San Juan, capítulo 20, versículos 21 al 23. No es más. Ahí comenzó todo. Con San Juan.

PRECIOS DEL PECADO
En un recorrido relámpago, visitamos varias iglesias para comprobar cómo está el ‘mercado’ de las penitencias. Estos son los precios por…
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PENITENCIA
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Ser homosexual
PENITENCIA
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noches durante las próximas semanas, reflexionar sobre lo acontecido, dejar de ver al amigo por un tiempo. Nota: “hijo, recuerda que eso no es natural”
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PECADO
Intercambiar parejas
PENITENCIA
Asistir a misa y pedirle a Dios que nos ilumine.
IGLESIA
La Porciúncula, Bogotá

PECADO
Sexo con prostitutas
PENITENCIA
3 Padrenuestros, 4 Avemarías,
2 Credos.
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San Ambrosio, Bogotá.