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18 de agosto de 2004

Crónicas

Mi última noche en Las Vegas

Alex Pareja pasó treinta días jugando en los casinos de Las Vegas. Sobrevivió. En exclusiva para SoHo, escribió una crónica sobre su última noche en la capital norteamericana de las apuestas. Y del pecado.

Por: Álex Pareja

Me prestan un apartamento y un auto gratis en Las Vegas para que pueda jugar blackjack durante un mes, y como yo no soy quién para decir que no, a pesar de que en enero estuve en Las Vegas para la convención de la industria pornográfica y los Premios AVN, los Óscares del porno, digo que sí, y heme aquí, treinta noches después, mi última noche, en el Hard Rock Café. Hoy, último sábado de mayo, comienza oficialmente el verano, lo que significa que la ciudad está a reventar: hay un concierto de Madonna en el MGM Grand, uno de Prince en el Mandalay Bay y en todos los casinos los jugadores están pendientes de las pantallas planas en los bares, porque los Lakers están a punto de eliminar a San Antonio en las semifinales de la NBA.
El Hard Rock Café es el casino más chic o, en colombiano, más play, de Las Vegas, el lugar donde se congrega la gente bonita y famosa, la gente que viene no a jugar cartas sino a jugar con otras cosas. Esta noche no veo sino modelos, aquellas que quieren serlo (incluyendo las cocteleras), y, por supuesto, putas.
Las putas de Las Vegas son espectaculares y se dividen, como la Santísima Trinidad, en tres: las strippers, las masajistas y las putas putas. Las strippers son generalmente más bonitas que las putas, lo cual es lógico: las más bonitas no tienen por qué acostarse por dinero, si pueden ganar igual de bien simplemente mostrando lo que tienen, sin dejar que se lo toquen, unos US$400 cada noche de semana, y el doble o más los fines de semana. Las masajistas, en cambio, vienen feas y bonitas, y existen para cumplir con cierta fantasía racista del macho gringo: la de la mujer oriental totalmente sumisa, dotada de infinitos talentos sensuales. Todas las agencias de masajes (y hay más de 300) avisan claramente de dónde son sus masajistas: si de China, Japón, Filipinas, Tailandia o, en pocos casos, de Europa Oriental. Nunca encontrarás un aviso anunciando masajistas de Carolina del Sur.
Pero son las putas putas las que más ganan. Las de burdel valen más que las del Strip: de US$600 en adelante, más lo que cobre la casa por el cuarto y las bebidas. Las del Strip y las que trabajan por cuenta propia cobran menos, pero trabajan más, y tienen su propia sección de 110 páginas en el directorio telefónico, "Entertainers" ("Artistas", pero yo prefiero "Entretenedoras"), con avisos misteriosos (sobre la foto de una puerta con candado: "¿Qué se esconde detrás de la puerta # 1? ¿Sarah o Sam? 24 horas, 7 días a la semana"), racistas ("Salvajes gemelas vietnamitas. Trinh y Tuyen. 24 horas, 7 días"), o con garantía incluida ("Playmate latina pequeña. Si no te gusta lo que ves no pagas nada. Servicio completo. Jennifer"). Todas patrullan los casinos del Strip, y en especial sus bares.
Este bar del Hard Rock es un círculo dentro del otro círculo que es el casino, perfecto para seguir el juego en cualquier mesa, y mucho más para contar cartas, como hice varias veces este mes, utilizando el sistema del hi-lo, con el cual mantienes un conteo constante, a running count, de las cartas que se han jugado, apostando alto cuando el conteo se pone ‘caliente‘, y apostando poco o nada cuando se enfría. Si el contador cuenta bien, sin cometer errores, y la práctica funciona como la teoría dice que debe funcionar, entonces el contador podrá ganarle bastante al casino antes de que este (a través de los pit bosses, que son los que vigilan a los jugadores y a los dealers), se dé cuenta de lo que está haciendo, que fue precisamente lo que hizo el famoso equipo de blackjack de MIT en los noventas, un equipo de nerds universitarios que logró ganarles unos 6 millones de dólares a los casinos de Las Vegas contando cartas, antes de que sus identidades y sus tácticas fueran descubiertas.

El MGM Grand es uno de los casinos hoteles más frecuentados de Las Vegas, ciudad que visitan 30 millones de turistas al año y donde están 19 de los 20 hoteles más grandes del mundo.

Pero en el Hard Rock la música es demasiado dura para concentrarse en contar cartas, y además esta noche lo último que me importan son las mesas de blackjack. Más bien me quedo en el bar un par de horas, conversando con extraños, mirando el desfile de mujeres increíbles y tratando de descifrar cuáles son putas, cuáles son actrices jóvenes de Los Ángeles, y cuáles son profesionales de Nueva York y Boston, manejándose mal este fin de semana para el martes volver calladitas a sus trabajos. Después de un par de horas noto en una mesa a una rubia teñida que me llama la atención: es igualita a Gwen Stefani, la cantante de No Doubt, con la misma cara de muñeca, el mismo cabello casi blanco, y el mismo cuerpo delgado. Bajo al casino para ver si es ella, pero no, no es, tiene el rostro más joven y los ojos más pequeños que Gwen. Pero es bellísima y me siento a jugar en su mesa. Está en primera base y a su lado hay un chico de unos veinte años, obviamente un modelo por su rostro perfecto, cabello estilizado y cuerpo musculoso. Juego sin importarme mucho las cartas, mirándola más bien a ella, que le da consejos al modelo que pide cartas cuando no debe, y cuando debe no las pide.
Jugadores idiotas como él son una de las razones por las que a Las Vegas le va tan bien, jugadores idiotas como el high roller con el que jugué hace dos semanas en el MGM Grand, un tipo chiquito, de cachucha, camisa de leñador y jeans, que llegó a mi mesa, apostó US$600 en su primera mano, y recibió un par de 6 contra un 3 del dealer. En vez de quedarse quieto y dejar que el dealer se pasara, la güeva decidió partir su par de seis y jugar dos manos de US$600 cada una, y encima sacó otro 6 y lo partió también, quedando con 3 manos de US$600. En el primer seis recibió un 5, para un total de 11: un 11 contra un 3 del dealer siempre se dobla, así que el tipo dobló su apuesta a US$1.200 y pidió carta, recibiendo un 7, para un total de 18. En su segundo seis el enano recibió un 9 y quedó con 15. En el tercero recibió una J, y se tuvo que plantar en 16, con tan mala suerte que debajo del 3 el dealer tenía un 8, y sacó una K: veintiuna. Yo perdí US$25 y el enano US$2.400 dólares, en una sola mano, en su primera mano. En las tres manos siguientes perdió otros US$1.800.
Pero en realidad la verdadera mina de oro de Las Vegas no son los jugadores estúpidos, que son mayoría, sino las maquinitas, las ladronas de un solo brazo, el negocio más redondo jamás inventado para tumbar incautos. De hecho, las maquinitas de cualquier casino generan en promedio el doble de dinero que todas las mesas de juego juntas. La maquinita promedio en el Strip genera una ganancia neta de US$107 por día (2.000 maquinitas, que es lo mínimo que tienen la mayoría de los casinos, dejan una ganancia de US$214.000 diarios). ¿Y cuánto, pregunta usted, les quitan los casinos a los jugadores cada mes? Se estima que el jugador promedio pierde US$500 en cada viaje, y según figuras oficiales, en marzo del 2004, los casinos de todo el estado les quitaron US$930 millones a los jugadores. ¿Y cuánto es el promedio de ganancias diarias de un casino en el Strip? Un mi-llón-de-dó-la-res.
Lo cual explica el acelerado crecimiento del Strip en los últimos años: entre 1990 y 1999 se construyeron 15 casinos nuevos, y vienen más. Es un ciclo constante: el negocio es tan rentable que las ganancias de un casino se utilizan para
construir otro, más grande y más ambicioso, ad infinitum: Steve Wynn utilizó las ganancias del mediocre Golden Nugget para construir el elegante Mirage, las del Mirage para construir el Treasure Island, y las del Treasure Island para construir el Bellagio, el hotel-casino más lujoso del mundo, y luego vendió el Bellagio para construir un casino aún mejor, que está a punto de completar, al otro lado del Strip. Es bonito reinvertir el dinero cuando ese dinero se multiplica al ritmo de un millón de dólares al día.
Tal prosperidad es financiada, por supuesto, por los turistas. Las Vegas, que tiene 19 de los 20 hoteles más grandes del mundo, recibe más de 30 millones de turistas al año, los cuales mantienen sus más de 100 mil cuartos de hotel a un nivel de ocupación promedio del 90 por ciento. ¿Y a qué vienen tantos turistas a una ciudad en la mitad del desierto, cuando fácilmente podrían jugar en los casinos de las Bahamas, Nueva Orléans o Aruba? Vienen a ver los hoteles -¿ven que el negocio es completamente redondo?- vienen a verlos porque cada hotel del Strip es mucho más que un hotel, y mucho más que un casino. Es un mundo de fantasía.
Como es un mundo de fantasía este Hard Rock Café a mi alrededor, lleno de mujeres hermosas, profesionales exitosos y gente glamorosa, como este asnal modelo frente a mí que, sin embargo, juega peor que el mueco montañero del sur con el que jugué en el Venetian hace un mes, quien ganó más de US$800 dólares en 15 minutos y los perdió en menos de 10. Mi Gwen tampoco juega muy bien, pero a veces acierta. Cuando el modelo por fin pierde todo su dinero, todos en la mesa nos alegramos, creyendo que ya se va, pero Gwen le presta algo del suyo y sigue jugando. Al rato pierde otra vez todo y se para a mirar el juego, dejando a Gwen solita.

Los casinos de Las Vegas les quitan a los jugadores US$930 millones al año. Un jugador promedio gasta US$500 en cada visita.

Ya estoy camino a sentarme a su lado cuando se me adelanta un mexicano con cicatrices estilo Noriega y cambia US$1.000 en fichas de US$100, de los cuales pierde inmediatamente US$500 en 5 manos seguidas. Se pone pálido. Yo también estoy perdiendo, pero verlo a él me consuela. Cuando le quedan trescientos dólares, decide cambiar de mesa, tragando saliva pero haciendo un esfuerzo por parecer no darle importancia a su situación. Aprovecho entonces mi oportunidad y me siento al lado de Gwen, y nos burlamos del mexicano. A estas alturas el modelo ha desaparecido. Al final de una mano veo frente a mí, mirándome desde el bar, los labios y ojos inconfundibles de Kiki, una puta multicultural ("soy un cuarto negra, un cuarto hispana y dos cuartos polinesia") con la que tuve una relación estrictamente de negocios en la pirámide del Luxor mi primer día de juego. Me saluda moviendo la muñeca como reina inglesa, llamándome. Le sonrío y le digo que venga ella, pero me señala al tipo a su lado, un negro alto como jugador de básquet diciéndome que no puede. Alzo los hombros y regreso al juego y a ponerle atención a Gwen. El modelo todavía no regresa.
Gwen (que en realidad se llama Cindy) me cuenta que es actriz y que el modelo es su ex novio, que están en Las Vegas para la boda de un amigo y que aunque esta noche solo ha perdido US$30, en todo el fin de semana lleva perdidos más de US$200. Si le angustian 200 dólares es porque no le va muy bien como actriz, pero le pregunto que si ha actuado en algo que yo haya visto y me suelta una lista de títulos que no reconozco. De repente escuchamos gritos al otro lado del pozo, en una de las mesas de craps: es un tipo con cara de matón que está insultando al jugador que acaba de tirar los dados, y de los insultos pasa a los golpes. Logra acomodarle varias caricias antes de que los guardias de seguridad del casino lo saquen a empujones. Me acuerdo de lo que le pasó a un policía de San Diego con el que jugué el sábado pasado en el Mandalay Bay, y se lo cuento a Cindy-Gwen mientras jugamos:
Estoy jugando frente a The House of Blues con un policía borracho y un bobo que cada vez que pide carta escupe sobre la mesa: es tartamudo, y encima cecea. Cuando el policía le pregunta de dónde es, él contesta, "¡Zzz-zz-za-za-za-zac-c-c-c-ramento!", dejando la mesa vuelta una piscina. La borrachera del policía lo envalentona, y decide coquetear con el dealer, una rubia gordita joven, Lindsay, quien no le hace caso. Él insiste, enojándose un poco. La invita a tomarse un trago. Ella le explica que está trabajando y no puede tomar, ni siquiera durante su descanso, y que además su turno no termina hasta las cuatro de la mañana. Que tal vez otro día. El tipo insiste, haciéndole propuestas inapropiadas. De repente, tras una mala mano, le grita: "¡Me la chupas si me vas a dar manos así!". Silencio de muerte repentino sobre la mesa, hasta que Lindsay hace un gesto de asco y llama al pit boss, le dice en voz alta lo que el policía acaba de decir y nos cita a los demás como testigos. El pit boss le pregunta al babeador que si es cierto lo que dice Lindsay, y él contesta, "¡Y-y-yy-yyyy-eeeee-zz!", mojándole la corbata. El pit boss le dice al policía, firmemente, que abandone la mesa. Este se resiste y dice que él tiene todo el derecho a seguir jugando, que cambie "a esa perra", y le da un puño a la mesa, haciendo saltar sus fichas por el aire. Algunas caen al piso. El pit boss va a su escritorio, llama por teléfono y en menos de un minuto aparecen dos guardias de seguridad negros inmensos detrás de nuestra mesa. Se acercan al policía por detrás y el primero le dice, en una voz fuerte y profunda, con inmensa autoridad, que por favor los acompañe. El policía se da vuelta lentamente, lo mira y le dice que se vaya a la mierda, que él es policía, y le da la espalda. El negro mira otra vez al pit boss en silencio y vuelve y le repite la orden, con un tono amenazador. El policía, al oír la orden por segunda vez, mueve algo bajo la mesa y se oye un ¡clic!. El negro, tan pronto lo oye se lanza sobre su espalda, le agarra el brazo derecho y se lo dobla hacia atrás sobre la espalda, mientras que el otro negro lo empuja de su butaca y lo tira al suelo. Lo requisan, le hallan su arma de servicio y el pit boss llama a la policía y decide cerrar nuestra mesa.
A Gwen le encanta la historia y me pregunta que si el Mandalay Bay siempre es así de divertido. Estoy a punto de invitarla a que vayamos cuando me tocan el hombro, me volteo y veo a Kiki sonriéndome, más buena que nunca, saludándome como si fuéramos viejos amigos. Que cómo he estado, que si he ganado, que hasta cuándo me voy a quedar, que esto y lo otro. Al rato entra en grano.
Me dice que ya se va con su amigo el negro, pero que anda con una amiga y no quiere dejarla sola, que si no me interesa un poco de compañía. Le digo que habría que ver a su amiga primero. Se ríe y me dice que por supuesto, que ya la trae.
Cuando volteo hacia la mesa otra vez ya Gwen se ha esfumado y no la veo por ningún lado, así que decido aceptar la oferta de Kiki, con tal de que la amiga no sea un zapato con ojos. Y no lo es. Cuando por fin la trae, guiándola de la mano entre la multitud, me llevo una estupenda sorpresa: alta, de cabello castaño y ojos azules, en una mini azul que le combina con los ojos y un top negro sin hombros, bronceadita, en tacones, más buena que un pan caliente.
Dice que se llama Candy, Dulce. Sí, como no, y yo me llamo Turrón. Quiere US$600. Le ofrezco US$300. Acordamos en US$450. Hago cuentas: si el tráfico no anda mal, tenemos tiempo de ir al apartamento, concluir nuestra reunión empresarial y llegar al aeropuerto a tiempo para mi vuelo, y de hecho es Candy la que termina llevándome al aeropuerto a las cinco de la mañana, despidiéndome de beso en la mejilla como una vieja amiga.
No veo la hora de estar en Colombia, aunque ya no me canse tanto de jugar como al principio. Jugar todos los días es como entrar a un trabajo nuevo: debes adaptarte a un nuevo ritmo de vida y forjar esa vida alrededor de un elemento central, y ese proceso toma cierto tiempo, tras el cual jugar todas las noches hasta la madrugada se vuelve tan natural como levantarse a las seis para ir a trabajar. Sin embargo, hubo noches en que, tras cuatro o cinco horas de juego, ver un par de cartas sobre un paño verde me daba ganas de vomitar, sin importar si ganaba o perdía. Esto es lo más raro: después de cierto tiempo, dejan de importarte el dinero y el balance final. Lo único que te importa es estar en el casino en sí.
El aire en los casinos es distinto. Hay rumores de que algunos casinos circulan aire extraoxigenado a través de sus sistemas de ventilación para mantener alertas a los jugadores durante más tiempo, y me inclino a creerlo. Cuando entras a un casino, inmediatamente sientes que tu pulso se acelera un poco, que tu corazón late un poquito más rápido, que tus pasos caminan más rápido. Cuando escuchas los primeros sonidos habituales -los gritos alegres de los que ganan, el tintineo de las maquinitas al descargar monedas, el run-run constante de los jugadores, la música de fondo, las voces de las cocteleras tomando órdenes, las voces de los dealers anunciando un cambio, sabes que estás entrando a un mundo completamente distinto, donde no hay familia ni responsabilidades, ni valores, ni moral: eres un adulto libre de gastarte todo el dinero en tu cuenta bancaria si quieres, de emborracharte gratis hasta dormirte sobre la mesa, de escoger a cualquiera de las putas caras que cuadran en el bar como taxis, de comportarte como un idiota o de hacerte íntimo amigo del jugador a tu lado, de jugar a las 4 de la mañana o a la hora del almuerzo, y nadie te va a juzgar. Pero nunca sabrás qué hora es si no llevas reloj: en ningún casino hay un solo reloj en ningún lado, y ninguno tiene ventanas. El ambiente está diseñado para existir fuera del tiempo, para que no te des cuenta qué hora es ni cuánto tiempo llevas jugando (y las horas vuelan). Dentro de un casino del Strip siempre es la misma hora, la luz siempre es la misma, las mesas siempre están abiertas y las puertas nunca se cierran. Es, en cierto sentido, un mundo protegido. Es, además, si estás en un buen casino, un ambiente glamoroso. La gente a tu alrededor es educada y civilizada al perder. El dealer casi siempre es simpático y amable. El ambiente es acogedor. Las cocteleras te sonríen y te traen lo que pidas. Te sientes privilegiado de poder darte el lujo de arriesgar tu dinero sin preocuparte, y de ganarte en una mano de 30 segundos lo que un trabajador se gana en una semana, allá, afuera, en el mundo real. El sentirte privilegiado te hace sentir satisfecho, y así, momentáneamente, ese vacío que necesitas suplir se llena, sin importar que ganes o pierdas, y te sientes feliz.
¿Y al final, salí ganando o perdiendo? No tengo la menor idea.

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