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26 de enero de 2015

Especial de la Caricatura

Visita a Liniers

Sus dibujos pueden estar en la portada de The New Yorker y mucha gente lo ha seguido en vivo en las giras del cantante Kevin Johansen, en las que pinta ante el público. Visita a un hombre que se la jugó por las historietas y se convirtió en uno de los más grandes caricaturistas del mundo.

Por: Leila Guerriero
| Foto: Nora Lezano

Ahora es fácil. Ahora, al cobijo de una de las decenas de bibliotecas que pueblan este departamento en el último piso de un edificio antiguo de Buenos Aires, con planes inmediatos que incluyen viajes de trabajo a Estados Unidos y la publicación de libros en Perú, Ecuador y Colombia, es fácil decir que todo salió bien. Que esto era lo que había que hacer desde el principio: la ruta acerca de la que nunca debió existir la menor duda. Pero hace dos décadas, cuando tenía 20 años, el hombre que ahora está inclinado sobre un libro para estamparle una dedicatoria a la pediatra de Emma, su hija más pequeña, decidió quemar las naves, apostar a vivir de lo único que sabía hacer —historietas—, y tuvo que preguntarse si estaba decidido, en caso de que todo saliera muy mal, a ser pobre por el resto de su vida. Y se respondió que sí. Pero, apenas cinco años después, estaba a bordo de un buque que recorría la Antártida, enviando, desde allí, dibujos al periódico argentino La Nación, donde desde 2002 publicaba una historieta llamada Macanudo, que revolucionó la forma y el fondo de la tira diaria, que le permitió no solo no ser pobre sino viajar desde Canadá hasta la República Checa, montar editorial propia —La Editorial Común—, y tener una vida exactamente igual a la que quería tener. Por eso: ahora es fácil y puede decirse que este era, sin dudas, el camino que había que tomar. Pero 20 años atrás, Ricardo Liniers Siri era una persona sin empleo, un tímido irredento, un desconcertado que quería dibujar pero no tenía la menor idea de cómo se hacía para vivir de eso.

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—Si volviese atrás, tendría que hacer todo igual, porque si no hubiera sido tan desesperado, tan cabeza dura, si no me hubiese empeñado tanto en “yo esto de la historieta lo voy a hacer andar”, no sé qué hubiese pasado.

El estudio de Liniers es lo primero que se ve cuando se abren las puertas de su casa. Es un espacio chico, abigarrado. A un lado, una biblioteca. Al otro, un mueble antiguo, con cajones pequeños, donde guarda —sin criterio ni clasificación— los originales de sus dibujos. Junto a la ventana que da a la calle está su mesa de trabajo. Bajo la mesa, en los rincones, detrás de los muebles y las puertas, contra las paredes, hay pilas de libros, pilas de cajas, pilas de latas, pilas de cuadros, pilas de rollos de papel, pilas de pinceles, olas blandas en derramamiento catastrófico, capas tectónicas y detritus de toda índole.

—Hubiese sido muy lindo hacer un viaje en el tiempo, y decirle al pibito que yo era “Va a estar todo bien, no te preocupes. Lo único: seguí dibujando. Vos, seguí dibujando”.

***

Ricardo Liniers Siri nació en 1973, es el hijo mayor —de tres— del matrimonio formado por Ricardo Siri —abogado— y María Marta —multifacética: pinta, escribe, fabricó pantuflas—, gente de clase media alta, consumidores de libros, películas y arte bajo todas sus formas, que deben haberse sentido felices con ese primogénito que, habiendo empezado por Mafalda, llevaba, en su temprana adolescencia, varias bibliotecas leídas y era fanático del cine —de Chaplin a David Lynch, de Woody Allen a Stanley Kubrick— y de las historietas.

—Mis viejos me decían “andá a ver esta película, leé este libro”. Ni se dieron cuenta de lo que estaban haciendo. Se quisieron matar cuando les dije “quiero ser artista”—dice Liniers un miércoles de enero, sentado a la mesa de la cocina, mientras sus hijas Matilda, de 5, y Clementina, de 4, juegan en la sala, y Emma, de dos meses, duerme. La mesa de la cocina está junto a una enorme biblioteca en la que se mezclan libros de Stephen King con pocillos de café, platos antiguos, ollas francesas de hierro fundido. La biblioteca termina en una pared cubierta de piso a techo por una pizarra en la que sus hijas dibujan con tiza.

—Un día, Matilda pintó toda la pizarra y te juro que era Basquiat. Yo le decía “¡Matilda, te van a enseñar a dibujar, pero no te olvides de esto!”.

—¿Y le enseñaron?

—Y sí —dice, haciendo un gesto que repite muchas veces: comprimir los labios, desviar la mirada, encogerse de hombros para indicar que hay que aceptarlo—. Ahora la que es Basquiat es Clementina.

En una suerte de horror vacui de gusto exquisito, los ambientes de la casa que están a la vista parecen sometidos a una armoniosa acumulación de libros, cuadros y objetos que supera, con mucho, al tipo de acumulación que uno espera de un matrimonio cuyos integrantes apenas rozan los 40 años. Liniers conoció a Angie Erhart del Campo, la hija de un diplomático criada entre Israel, Suecia y Suiza, en Buenos Aires a los 19 años. Desde entonces, están juntos.

—Cuando la conocí, yo era un marcianito, y Angie era más marciana que yo. Leía muchísimo, era mucho más voraz, y sigue siendo.

Liniers puede hablar de Angie, de su odio por los casinos, de la televisión argentina, de la Biblia (“¡Dios mandaba matar a los primogénitos de los egipcios! No mandaba a matar a los policías. No. ¡Nenitos!”), pero esos temas, después de atravesar las suaves colinas de una deriva amable, terminan anclados en lo que parece ocupar todo su horizonte: sus hijas.

—Pienso mucho en cómo transformar a estas chicas en buena gente. Pensé en Matar a un ruiseñor, de Harper Lee. Lo terminás de leer, y ni en pedo sos más culto, no es Celine. Pero sos mejor persona. Sos mejor gente si leíste a Harper Lee, si leíste a Quino y a John Steinbeck, si viste a Chaplin y si escuchaste a Lennon. Eso quiero con las chicas: que vean mucho para que, después, puedan discernir.

Él leyó a Harper Lee y a Quino, y vio a Chaplin, y escuchó a Lennon, pero su universo de referencias es un caldo espeso que incluye, también, a David Lynch, Nick Drake, Kurt Cobain, Stephen King, Bukowsky.

—Uno de cada 20 músicos que me gustan se murió de una manera espantosa. Tengo una tendencia hacia eso, y yo creo que es para balancear.

Esos chorros de luz negra que perforan con violencia su universo prístino hacen que Liniers sea alguien capaz de dibujar duendes y pingüinos y, también, un hombre que, frente a un perrito, dice “Uy, un perrito”, y, en el cuadro siguiente, con el perro como un guante blindado aferrado al rostro, grita “¡Mis ojos, mis ojos!”.

—Hago una tira que se llama Macanudo. Pero no tengo que ser macanudo todo el tiempo, ¿no?


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***

Si hubiera que hacer una prueba de carbono 14, y datar el principio de todo, podría hablarse de una infancia en la que Liniers y su compañero de colegio Federico Pechar decidieron que una forma de volver a ver las películas que les gustaban, en esos años en los que no existía el video, era dibujarlas: La guerra de las galaxias, Infierno en la torre, Rocky I, II y III, tienen su versión by Liniers y su amigo en cuadernos escolares (que fueron publicados en Cuadernos, un libro de 2006). Para cuando terminó el secundario —un colegio privado, solo para hombres— ya sabía que lo suyo era el dibujo, pero intuía que ganarse el pan con eso iba a ser arduo, de modo que empezó a estudiar Abogacía. Desistió ocho meses más tarde y empezó Publicidad. Hacia el final de la carrera, entró a trabajar en una agencia. Lo pasó bien, hasta que tuvo una conversación con un compañero que le erizó los pelos.

—Me dijo que él antes escribía cuentos, pero que ya no, por el laburo. Y tuve la sensación de que me estaban tendiendo una trampa. Me estaban poniendo el queso, y si llegaba el momento en que me dieran un cheque grande todos los meses, me iba a caer de cabeza en la trampa. Pensé: “Esto no es para mí”. Y anulé el plan B. Dije: “No hay plan B, esto es historieta o pobreza”. Y mi filosofía fue “Voy a ganar por cantidad. No soy bueno, no soy Quino, que te hace un chiste con el palito de abollar ideologías, pero voy a hacer 50 chistes, voy a llegar por cantidad”. En esos años, la que traía la plata era Angie, que trabajaba como abogada. Pero no soy bueno con la plata. No me interesa, no entiendo el banco. Recién ahora me compré mi primer cero kilómetros, un Peugeot no sé qué, que lo compró Angie, porque yo de autos no sé nada. Pero en aquel momento pensé: “¿Me gusta comprarme ropa?, no, ¿salir de noche?, no, ¿drogas?, no, ¿discos?, tengo”. Había una sola cosa que me gustaba, y era cara: viajar. Pero me dije: “Si el sacrificio es que voy a hacer algo que me gusta durante toda mi vida, y no voy a poder viajar, no es un sacrificio”.

Gracias a un compañero de la facultad que trabajaba haciendo la agenda de Radar, el suplemento cultural de Página/12, empezó a dibujar allí una viñeta por semana, ilustrando una miscelánea.

—No me pagaban, pero para mí era lo máximo. Un día me llamó el editor del No, el suplemento de rock del diario, y me dijo “Queremos renovar la historieta, ¿tenés algo?”. Y yo le dije “Sí, mirá”. Y le saqué 60 tiras. Mi idea de la cantidad funcionó. Le solucioné la vida. Tenía tiras para semanas. Y me dijo “Okey”.

Así, por prepotencia de cantidad, en 1999 nació Bonjour, una tira semanal que se publicó hasta junio de 2002. Le pagaban 50 pesos por semana (que equivalían a 50 dólares) y el chiste promedio era un padre regalándole a su hijo un perrito muerto y diciéndole “Cuando yo era chico no teníamos perros ni gatos ni nada. Así que no sea malcriado y vaya a jugar”. (Pero la tira tenía momentos tiernos, como cuando, en julio de 2000, se dibujó a sí mismo preguntando: “Angie, ¿qué tal si nos casamos?”, le llevó el diario a la cama a su novia y esa fue su propuesta formal de matrimonio).

—Yo quería que me notaran —dice, mientras toma café en un vaso de cerámica que simula ser de papel derretido—. Quería llamar la atención, pero era un público de nicho. Bonjour no era lo que yo quería hacer.

—¿Y qué querías hacer?

—Una tira clásica, que les hablara a muchos públicos. Bonjour era para pocos, y a mí me gustan Los Simpson, Mafalda. Siento que son mucho más transformadores porque llegan a más gente.

Visto desde hoy podría decirse que tuvo una estrategia. No la estrategia fría del que especula, sino la estrategia tozuda del desesperado: del que se ha puesto a sí mismo entre la espada y la pared y sabe que cualquier error puede rebanarle el cuello. Así, cada semana enviaba copias de Bonjour a algunos historietistas que admiraba. Entre ellos, Maitena, que publicaba una viñeta diaria en La Nación. Un día ella lo invitó a su casa, se cayeron bien, y eso fue todo. En 2001, la Argentina resbalaba hacia una oscura crisis y, mirando la página de La Nación donde se publican las tiras, Liniers se preguntó “¿Por qué no?”. Llamó a Maitena y le dijo “Me gustaría llevar mis tiras. ¿Me podrías dar el nombre de alguien?” Maitena le respondió: “Venís conmigo”. Fue con él, sabiendo lo que hacía —no había carta de presentación mejor que ella—, y Liniers mostró lo que había llevado. Y lo que había llevado era Macanudo.

—Macanudo era la tira que yo siempre había querido hacer.

La tira que siempre había querido hacer era una tira un poco rara. Había pingüinos, una nena llamada Enriqueta con su gato Fellini, un robot sensible, gente anónima que andaba por ahí (y a la que le pasaban cosas que no eran nada extraordinarias: un tipo jugaba al yo-yo y remataba con un: “Vargas se dio cuenta de que su vida no iba a ningún lado”), pero nada parecido a Snoopy o Mafalda: un personaje protagónico. El humor, además, fluctuaba: a veces era surrealista, otras una observación, otras una frase de Shakespeare. Sofisticadas postales que buceaban en la infancia, la felicidad y la infelicidad, repletas de referencias amables y entusiastas al arte plástico, la música y la literatura. De modo que la primera respuesta de los editores fue el desconcierto.

—Pasó mucho tiempo hasta que me publicaron. Me decían “traé más tiras”. Y un día me dijeron “Sale el lunes”. Era a mediados de 2002 y yo no lo podía creer. Me acuerdo de que una persona me dijo: “Acá, si pasás desapercibido, no te echan más”. Yo pensé “Prefiero indignar a medio planeta y que me echen a patadas que generar desinterés”.

—Pero Macanudo no generó indignación.

—No creas, eh. Porque la gente escribía cartas diciendo “Ese tarado, no se entiende nada”. La gente se enoja más con un chiste que no se entiende que con un chiste malo. Pero a mí la tira me gustaba. Yo no soy así de seguro en todo, pero en lo que hago soy como Terminator: miro, miro, y cuando focalizo, chau, sonaste.

El país se caía a pedazos en medio de turbulencias sociales —que habían empezado en 2001 con el corralito bancario, civiles muertos, represión policial— y Liniers dibujaba un universo plácido cuyo título —una palabra que remite a la idea de algo estupendo, afable— era una declaración de principios.

—Se habían caído las torres, estaba Bush, acá el país se caía a pedazos, era como el fin del mundo. Y el diario todos los días publicaba la palabra Macanudo. Era como la resistencia. Una de las primeras tiras era de un tipo que decía: “Me robaron la guita, me robaron todo”. Y una minita le decía: “Todo no”, y le daba un abrazo. Eso resume cómo estaba todo cuando empecé a publicar Macanudo. Me parece que ese es el único truco: esconder una verdad chiquita dentro de una historia. Esa verdad chiquita —“no nos robaron todo, nos robaron la guita, nada más”— la escondés dentro de una historieta. Si armás ese artefacto bien, si hacés Oliver Twist, ese artefacto es una máquina del tiempo. Viaja desde que fue escrito hasta ahora, repitiendo esa verdad chiquita como un transmisor.

De a poco, esa tira que generaba rechazos empezó a generar fanáticos. En 2004, cuando presentó Macanudo 1 —Ediciones de la Flor—, el auditorio gigantesco del Malba, el Museo de Arte Latinoamericano, rebosaba de chicos y chicas ansiosos por conseguir la firma del autor en ese libro que ya estaba agotado.

—En el Malba los veía a mi papá y a mi mamá, sentaditos ahí, que no podían creer la que me había salido. Y me dije “Necesito hacer esto el resto de mi vida. Si esto no funciona, me mato”.

—Papá, ¿te puedo decir un secreto? —pregunta Clementina, su hija de 4, apareciendo desde la sala.

—Decime un secreto, por favor.

Liniers se agacha y Clementina susurra algo en el oído.

—Claro que te podés disfrazar de vampiro. Lo único que te pido es que, por favor, no me asustes a mí.

La nena desaparece. Liniers dice:

—Vivir con todas estas chicas es como vivir con Charles Chaplin, Buster Keaton y Groucho Marx. Vení, vamos al estudio. 
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***

Hace unos años, con la idea de dar a conocer títulos nacionales y extranjeros de novela gráfica, fundó la Editorial Común, que presentó en 2011 y que se sostiene gracias a una decisión enloquecida: como necesitaba un libro que vendiera mucho para sostener todo lo demás, que era —sigue siendo— pura incertidumbre, retiró a Macanudo de Ediciones de la Flor y, a partir del número 6, con una tirada de 5000 ejemplares cuyas portadas dibujó a mano, empezó a publicarlo en la Editorial Común.

—La editorial es un desastre para nuestra economía. ¿Pero qué voy a hacer con la plata? Yo quiero que dentro de 20 años esto sea un fondo editorial sólido.

En el estudio, el fondo editorial sólido está embutido en cajas que derraman su contenido por el piso.

—Pero la editorial existe más por Angie que por mí. Ella es el 70 %. Se ocupa de toda la parte de producción.

Angie, con un vestido blanco corto y zapatones de color marrón, aparece cargando a Emma, vestida con un conjunto de rayas rojas y blancas.

—Ricardo, ¿me ayudás con el carro? —pregunta—. No lo puedo plegar ni abrir.

—A ver —dice Liniers.

—¿Te dijo que Macanudo va a salir en marzo o abril en Perú, en Colombia y en Ecuador? —pregunta Angie, mientras Liniers investiga el carro.

—No.

—¿Vos sabías que va a salir en esos países, Ricardo? —pregunta Angie.

Él, sin prestar mucha atención, responde:

—Sí. Me había olvidado. Ya está —dice, cuando logra desplegar el carro.

—A ver cómo es. Ah, tiene estas trabas. Bueno, listo, me voy —dice Angie, y sale con Emma, el carro, las llaves y la ayuda de Gladys, una de las mujeres que trabaja en la casa.

—Nos complementamos bien —dice Liniers—. Es supersociable y siempre está haciendo algo para la casa, o para la editorial. Yo estoy todo el día acá, dibujando.

De una pila de papeles desentierra un cuaderno en el que dibuja un proyecto que espera terminar este año, un cuento de Mario Bellatin llamado “Bola negra”.

—Yo soy fan de él. Como él es de hacer reglas formales absurdas, me impuse hacer el libro poniendo dos renglones del cuento por página, sin tocarle ni una coma.

—El mundo de Bellatin es bien distinto a lo que hacés.

—Sí, pero al mismo tiempo es uno de esos autores que te dan permiso. Está tan en los márgenes de la creatividad, que sos más valiente un ratito después de haberlo leído. Yo termino de leer un libro de Bellatin y tres o cuatro días después de leerlo estoy como más arriesgado. Te están diciendo “Mirá lo que pasa cuando te portás mal, cuando no respetás la regla”. En el arte tenés que portarte mal en algo. Macanudo tiene un montón de cositas, desde lo formal y desde el contenido, en las que me porto mal.

Matilda, disfrazada de princesa, de largo y de rojo, entra con una barra de chocolate en la mano. La desenvuelve, muerde.

—Matilda, eso está derretido.

—Siempre está igual.

Después se va.

—¿Cómo se puede ser pesimista con algo así? Cuando tenés hijos, inventás tu propio talón de Aquiles. Yo necesito vivir hasta los 90 años, para que estas chicas sepan que siempre voy a estar. Soy consciente de que este es el mejor momento de mi vida. El resto de mi vida voy a mirar para atrás y voy a decir “Qué bueno que era todo aquello”.

—¿No es un poco triste eso?

—Y sí, se me rompe el corazón. Pero también trato de estar consciente de lo bueno que es. Uno tendría que estar en constante reconocimiento de “Mirá, qué bueno que estas chicas estén corriendo por el pasto”. Si existiera el cielo, dudo que fuera más increíble y más raro que este lugar. El único milagro seguro que va a suceder es que estamos vivos.

—¿Pero uno puede vivir en ese estado de exaltación por estar vivo?

—No. Es como un optimismo medio psicópata. Pero no van a ser muchos los días que vamos a estar vivos. Y esto no nos va a volver a pasar. Por eso, a la hora de hacer mi trabajo, no me da hacer algo pesimista.

Liniers exploró otros registros narrativos, como el diario de viajes ilustrado en Conejo de viaje (Reservoir Books, 2008); el libro de terror para niños y grandes en Lo que hay antes de que haya algo (Pequeño Editor, 2011) y, desde hace algunos años, estableció una sociedad artística con el músico Kevin Johansen, que empezó tímidamente (él dibujaba desde la cabina de sonido y, mientras Johansen tocaba, los dibujos se proyectaban en una pantalla), pero ahora dibuja sentado a una mesa que se dispone sobre el escenario, toca la guitara y canta.

—Sé tocar cinco notas, y a veces las toco mal. Es lo más nerd que pueda haber en términos de estrella de rock. Lo único malo es que te reconozcan por la calle. De todo lo que pasó es lo único que cambiaría. Pero de todo lo demás no cambiaría nada. Uno conoce gente mucho más talentosa a la que le va mal. Yo, la verdad, tuve mucho orto. Y creo que dentro de 40 años Macanudo va a seguir siendo lo mejor que yo haya hecho.

Gladys, la señora que trabaja en la casa, se acerca y dice que Angie manda a decir que el bidón en el que se vacía el agua que produce el aire acondicionado se está rebalsando y gotea en la vereda.

—Ah, sí, ya voy.

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Liniers pasa por encima de una pila —de cajas o libros o papeles— y, con un gesto entrenado, abre una hoja de la ventana con la punta del pie, desliza medio cuerpo afuera, estira el brazo, aferra el bidón, vuelve a balancearse hacia adentro, y pasa por encima de la pila —cajas, libros, papeles— chorreando todo con una buena dosis de agua.

—Estás chorreando.

—Sí, los papeles ya están acostumbrados.
Fotografías de Nora Lezano

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