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17 de noviembre de 2005

Lo que duele después de los 60

Por: Carlos Lleras de la Fuente

Para atender la invitación de SoHo, que ha demostrado más que de sobra que no carece de creatividad, acepté escribir sobre mis experiencias personales en esta etapa de la vida, que puede afrontarse de diversas maneras, según cada persona, su herencia genética, su nivel cultural y su virtud. Por supuesto, que al estar llegando a los 69 no cumpliría exactamente con la condición de referirme a la década completa. Sin embargo, siempre recuerdo a mi vieja niñera que, el día del cumpleaños, me decía cariñosamente: "Hoy cumplió ocho y entró en los nueve". A esa edad, el apunte no molestaba sino enorgullecía, pero cumplir 69 y entrar en los 70, es otra cosa.
En efecto, la expectativa de vida en Colombia al nacer es de 71 años, lo cual, "al entrar en los 70", no permitiría esperar sino dos años más de vida en esa relación sadomasoquista que tenemos los habitantes de esta república tropical y arriera, con ella.
Se mitiga tan breve plazo cuando el Dane nos cuenta que, pese a todo, el promedio de vida es de 74 años con lo cual, mágicamente y sin mayor intervención de Ernesto Rojas Morales, nos ganamos tres años más.
Pero la malsana curiosidad de SoHo no se contenta con las estadísticas, quiere saber qué pienso, qué siento, qué me ocurre, cómo cambia (o no cambia) mi vida. y acepté contárselo.
Entre los 59 años y los 60, 61, 62 y 63 no hay diferencia alguna. Yo no he perdido todo el pelo que la herencia paterna se encargaba de hacer caer, y hasta contra eso me rebelé; además, hace ya años que prohibí al peluquero ponerme detrás de la cabeza el tradicional espejo que reflejaba mi calva incipiente en el gran espejo del Club 74 y, por supuesto, esa norma sigue ahora en mi casa, pues uno de los privilegios de la edad es que ese insustituible profesional (don Fabio) venga a mí y no al revés; no me interesan los chismes señoreros de Poncho Rentería, pues algunos los leo en sus columnas y otros, los oigo en las comidas y en los entierros, dos oportunidades que a mi edad me permiten gozar de mis amistades y ponerme al día en lo que en Bogotá ocurre.
Dura es la confesión de que la gordura se redistribuye tan mal como la riqueza en Colombia y que una parte desproporcionada va al abdomen, lo cual, según las publicaciones casi diarias de los periódicos en su afán de hacernos conocer todas las amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas, afirman que acelera la muerte por problemas cardíacos, lo cual, de todos modos, es menos malo que la producida por el cáncer o la fiebre aviar.
Y he aquí otro tema omnipresente: la muerte. Yo siempre he pensado en ella, primero, porque me parecía absurdo que me afectara y que todo lo que he leído y estudiado y sé se perdiera en un santiamén; segundo, porque al fin me convencí de que no podré escapar de ella y por eso colaboro desde hace años con la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente y ya tengo claro y planificado, hasta donde ello es posible, mi fin, y he instruido a mis médicos y a mis hijos al respecto.
En cuanto a las enfermedades, he de decir que no han sido consecuencia de la vejez, pues la primera vez que estuve al borde de la muerte tenía unos tres meses de nacido, de manera que los achaques me han perseguido siempre. La culpa, por supuesto, es de mi padre y de mi madre, quienes murieron de 86 y 94, respectivamente, pero cuya mezcla de genes resultó fatídica, como solía repetírselo: mis hermanas, ambas, murieron en sus cuarenta; mi hermano menor ha tenido numerosos infartos y vive con más bypass que arterias, y yo ya cuento, sólo en esta década, con dos operaciones del corazón, otra como la de D'Artagnan, con mejor suerte y varios males menores, pero de regular pronóstico.
Todo eso junto, que no se me nota según dice la gente, es una realidad que fortalece la tesis de quien, cuando le decían que cómo se veía de bien, contestaba molesto: "Es que yo no estoy enfermo del semblante".
Ahora bien, puestas todas las enfermedades juntas, con sus respectivos facultativos, surge un tema delicado a mi edad: no puedo comer sino habichuelas. Entre el calcio, el colesterol, los triglicéridos y otros resultados de laboratorio, son nocivas las grasas, los azúcares, los carbohidratos, los lácteos, numerosas frutas y aun (¡alabado sea Dios!) ciertas verduras como la calabaza, el brócoli y la coliflor y, lamentablemente, la ginebra Bombay, el agua tónica y todas las bebidas gaseosas. ¿Qué hacer?
Consolarse con las estadísticas: si el promedio de vida es de 74 años, me he de morir, por culpa o sin ella, de fritanga, empanadas del Gun, ginebra, sobrebarriga con papas chorreadas, ostras y langostas y otras delicias, de manera que es mejor que sea por ellas, y no por falta de ellas, lo cual también puede ocurrir.
Otro de los grandes cambios de la década es la gimnasia, que como lo he proclamado urbi et orbe me fastidia tanto como cualquier deporte o ejercicio físico, incluido caminar. Ahora tengo un caminador en mi alcoba, hago calentamiento, recorro más de dos millas diarias, a buen paso, luego enfriamiento y (eso ya no es de los médicos) una lima para cerrar la sesión.
He ganado independencia, por lo cual hago siesta después del desayuno, que tomo invariablemente a las 7:30 a.m., de manera que no atiendo llamadas antes de las 10, ni de La W, que tanto desvelan a mis coterráneos. Un honorable pasar, amasado en 50 años de duro trabajo, me permito leer más, oír más música, y solo atender casos profesionales de especial interés académico, en las ramas en que aún ejerzo mi profesión.
Me preocupan las reformas tributarias, pues podrían afectar mi estabilidad económica, básicamente al disminuir mi modesta pensión del ISS, y otras medidas que nacen del inmoderado afán de acabar con los viejos para sanear la seguridad social.
En todo caso, hace pocos días en Nueva York, donde sí respetan a los senior citizens, el hombre de la taquilla me pidió identificación pues, a primera vista, no creyó que estuviera por encima de los 65 años y eso elevó mis posibilidades de vida cuatro años más, así fuera pro témpore. En Bogotá, por el contrario, en un cine cercano a la casa pedí dos boletas para viejo y la niña vendedora las puso cerca de mi mano, sin soltarlas, y me dijo: boletas para viejos no hay, y las rebajas para adultos mayores no se aplican ni sábados ni domingos, ni feriados.
Mis vivencias, como dicen los psicólogos, podrían ocupar dos cuartillas más, pero me limitaron arbitrariamente el espacio. Si alguien está interesado, atiendo consultas en las horas de la tarde, entre lunes y viernes.