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18 de octubre de 2007

Lo que me mueve el corazón

Por: Juan Gustavo Cobo Borda
| Foto: Juan Gustavo Cobo Borda

¿Por dónde empezar? Quizás por el coleccionismo. Los álbumes de estampillas. Las monas de los futbolistas, animales o ciclistas. Luego vendría la terrible manía de los libros y las revistas, que aún subsiste. Borges, García Márquez, Rilke, Octavio Paz, Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Mutis. El vicio crece no por los autores mismos —Rulfo solo publicó dos libros y algún libro perdido— sino por la proliferación indecente de la bien llamada industria académica: más allá de Macondo o Borges y el laberinto lacaniano.

¿Vale la pena tener todos los libros? ¿Se justifica amar a todas las mujeres? Por supuesto que no, pero entretenemos nuestro viaje hacia el olvido acumulando fetiches que retrasen la inexorable cita. Colecciones de Mito, de Eco, de Mundo Nuevo, de Sur. Nada más apasionante, en una friolenta tarde bogotana, que abrir el viejo tomo y ver la sorpresa: un texto que habíamos olvidado, o que no conocíamos de Michaux o de Germán Arciniegas. Así de eclécticos resultan nuestros gustos ante la indiscriminación democrática de los sumarios de las viejas revistas.

Otra pasión confesable, que enciende nuestro espíritu: corregir pruebas de imprenta de nuevos libros. Soy un viejo animal prehistórico que ignora el computador y ama el plomo de los vetustos linotipos. Las largas tiras donde, como Marcel Proust, podemos pegar una nueva hoja, añadir una cita, mejorar un párrafo, tachar una rotunda tontería. Y divertirnos, una vez aparecido el libro, corregido con saña y miopía, con la risueña errata imprevista. Por escribir en máquina manual, no tengo excusa: llaman de Semana, de afán como se acostumbra, por una nota urgente sobre Marta Traba. La produzco, hablando de cómo ella derribó de sus "tronos" a la vieja guardia de la pintura colombiana. Apareció: Marta Traba derribó de sus "trenes" a la vieja guardia de la pintura colombiana. No fue posible protestar: la culpa la tenía la vieja y querida Olivetti y la desvaída cinta, que empuerca los dedos al sustituirla. Igual que ahora, con el artículo sobre lo que enciende mi corazón.

Me gusta, quién lo duda, hacer libros. En este 2007 ya van muchos: El arte de leer a García Márquez (Editorial Norma), donde 23 amigos, algunos a quienes no conocí, como Anthony Burgees, el autor de La naranja mecánica, emiten sus demoledoras críticas sobre el hijo de Aracataca. Qué delicia los papeles perdidos, las fotocopias a punto de desvanecerse, convertidas en un nuevo, rutilante libro. Igual con la poesía: Arango Editores pensó que un volumen podía acoger toda mi poesía, aquella con que seduje, aquella con la cual nadie me paró bolas, y la relegó al justo olvido. Allí estaban todas Las Musas y todas Las Amnesias preguntándome: ¿y este a quién se lo escribiste? Por eso lo titulé El deseo, el perpetuo deseo. No cuenta lo que fue: solo el tentador continente desconocido.

A la lujuria, añadamos entonces la gula. Desde los legendarios Salinas, La Barra y el Refugio Alpino, en el centro, hasta el restaurante Colombia, entrando a Chía, he disipado salud y dinero, en riñones y callos, en chunchullo e hígados, saboreados muy lentamente, asimilando con gusto el placer incomparable de un colesterol bien frito.

Me anima y me enciende el voyerismo, el invadir, sin permiso, las delimitadas áreas profesionales con título: me siento capaz de escribir sobre la nueva serie de Fernando Botero en torno al circo porque su tenso (e intenso) color me seduce, porque sus payasos y trapecistas tienen el encanto incongruente de una feliz tristeza: el arte los ha redimido. Igual podría hacerlo, con impunidad autodidacta, conmovido por Bach…o por Daniel Santos entonando Linda. La escritura ha sido mi forma de ver lo que pienso y de exaltar lo que me conmueve y admiro. En realidad, ahora que lo pienso, me enciende lo gratuito, lo inútil, percibido en la envoltura que lo preserva de la muerte: un museo, un libro, un disco. La constatación atónita de cómo el tiempo nos devora y vuelve obsoletas palabras como "mimeógrafo" para designar un objeto que aún recuerdo pero que mi hija no concibe pues no lo ha visto y quizás no lo verá nunca. Soy, quién lo duda, el guardián de una memoria inútil. Por eso quizás hago libros: para olvidar formalmente cuánto he querido. Para cada nuevo día mantener encendida la rebeldía y la ira contra toda injusticia.