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9 de mayo de 2003

Los cuarenta

Por: Álvaro Castaño Castillo

📷Álvaro Castaño de levanteFoto: Archivo Particular 📷Así era la ropa más sexy de las mujeresFoto: Cromos 📷Buick, modelo 40 Sitio: El Rosedal (carrera 7ª con 50), Café del Rhin (Pasaje Santa Fe) y La Bombonniere (calle 14 con 8ª). Carro: Buick con portasuegras modelo 1940. Vicio: ron Cundinamarca o ron Bogotá Sex symbol: Sarita Montiel. Moda: trajes combinados y ceñidos, y sombrero “pluma”. Tengo la impresión de que los jóvenes de la década de los cuarenta éramos mucho más tímidos y apendejados que las actuales promociones. En primer lugar debíamos ‘aplicarnos’ muchos rones antes de pedir la primera pieza a la niña siempre más sabida que nosotros. La diferencia entre un jovencito de 15 años y una jovencita de los mismos 15 era fenomenal y se podía apreciar literalmente a flor de piel porque los ‘barros’ castigaban la frente y las mejillas del efebo mientras dejaban en paz la cara de la niña. Saliendo de las fiestas convencionales donde se bailaba siempre en presencia de la gente mayor y pasando a otra clase de regocijos, los prohibidos, a ellos se concurría con la misma carga de timidez, obviamente después de haberse ‘aplicado’ mucha más cantidad de ron. Pero, ¿cuáles eran esos sitios donde no se bailaba con la noviecita sino con damas de recamado viso? ¡Ah!, ante todo La Bonbonniere. Estaba situada en la carrera octava con la calle 14 donde años después se abrió, como era de esperarse, un almacén de artículos para caballeros llamado Importex. La Bombonniere era una cosa muy seria. No todos los habituales del Café del Rhin ?situado en el pasaje Santa Fe, donde prácticamente vivíamos más o menos treinta amigotes? tenían las suficientes agallas para ir a ese establecimiento. Un viaje allí había que planearlo. En primer lugar debía tenerse una coartada que fuera creíble porque la aventura tomaría varias horas de la alta noche. Además, se requería dinero. Por lo menos cinco pesos. A eso de las 9 de la noche, después de ‘aplicarse’ los consiguientes rones en el Rhin, que estaba cerrando sus puertas, bajábamos los expedicionarios por la calle 14 hacia occidente. Atravesábamos la carrera Séptima, pasábamos por el frente de las grandes vitrinas del almacén Valdiri (“allá? en la calle 14?”) bordeábamos el costado sur del Banco de la República hasta llegar al gran reloj cuadrado, verde oscuro, que hasta hace poco tiempo podía verse en la 14 con la carrera 8a. y ahí, frente al reloj, estaba la puerta de La Bonbonniere. Era un dancing. A nadie se le habría ocurrido llamarlo un ‘bailadero’. En la entrada, dos porteros de caras patibularias, como las de todos los guardianes de burdeles que en el mundo han sido. Se subía al segundo piso por unas escaleras más bien mezquinas y al final de ellas, a la izquierda, una madame de escote profundo vendía las tiqueteras. Comprar menos de seis tiquetes denotaría que éramos unos cuantos estudiantes de recursos escasos ¡y eso nunca! Por lo menos diez tiquetes o, en últimas, ocho. Lo grave es que entonces no nos quedaba casi nada para ‘atender’ a las bailarinas. De todos modos, con la tiquetera bien guardaba en el bolsillo, comenzábamos una minuciosa inspección ocular a las señoritas ‘disponibles’, es decir las que no estaban departiendo ni con senador, ni con esmeraldero, ni con militar en traje de civil. La inspección les desagradaba mucho porque se sentían desvestidas por ese grupo de insolentes ‘teteros’. Siempre nos recibieron con dos piedras en la mano, agresividad que, por supuesto, hacía mucho más excitante la aventura. Ay del ‘tetero’ que en la primera pieza se atreviera a aproximar indebidamente su cuerpo o a cometer el acto suicida de ‘pescar presa’. Inmediatamente aparecía un ‘tinieblo’ con cara amenazante y si la cosa se repetía al abusivo lo bajaban por las escaleras a empellones para no volver nunca más. Eran, pues, jornadas de forzosa y obligatoria castidad en las que se gastaba el dinero que no teníamos y se agasajaba a mujeres abstractas y repintadas en la creencia de que estábamos bailando con LA MUJER. Nos consolaba saber por boca de los ‘teteros’ mayorcitos ?y a esta edad una distancia de tres años es infinita: un adolescente de 19 años, vividito, es un ser inconmensurablemente más persona que un niño de 16 años?? Nos consolaba saber, digo, que en otro gran sitio de perdición de la época, El Rosedal de Carlota Soto, tampoco se pasó nunca a mayores en estos espejismos. El Rosedal era una especie de tribunal mayor del mundo galante. Estaba situado en la carrera Séptima con calle 50, donde una inmensa copa champañera expulsaba burbujas de neón. Cuando pasaba por ahí de día o de noche la sangre del efebo producía toda suerte de hervores. Los entendidos decían, bajando la voz, que Alberto Ángel Montoya, invitado por la dueña de casa, recitaba sonetos al amor entre sorbo y sorbo de champaña, pero que nunca, nunca? lo que sabemos. Lucas Caballero, Klim, escribió alguna vez en El Tiempo que “para conservar la castidad se aconsejaba frecuentar a las niñas donde Carlota Soto”. En conclusión, nada más zanahorio que la adolescencia de los años 40, sin discotecas, sin drogas, sin Mokus, cuando en los sitios de perdición no se hacía el amor y cuando se bailaba, siempre, en presencia de la gente mayor. La ‘prosti estrella’ tenía 14 años, usaba tobilleras y se llamaba ‘La Cachumbos’, pero no doy más datos. Los dejo con las ganas.