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16 de enero de 2013

Testimonios

Los Rolling Stones en concierto

El escritor Juan Esteban Constaín se lo había prometido a él mismo: tenía que ver en vivo a la banda de rock más grande del mundo. Y lo acaba de hacer en Nueva York. Testimonio de cómo un concierto puede cambiar la vida.

Por: Juan Esteban Constaín

Yo me lo había prometido y no me podía quedar mal; no podía romper ese juramento solemne. Fue hace casi dos años, viendo en YouTube la versión en vivo del Cracking up de Bo Diddley tocada en 1977 en El Mocambo de Toronto. La guitarra perfecta y desgarrada de Keith (recluido en Canadá por un juicio de varios meses con cargos de narcotráfico y desacato: por eso estaban allí todos, grabando y ensayando mientras el juez decía lo que al final dijo, “este hombre es inocente aunque sea culpable y un degenerado”), la voz de Mick, la batería y la flema de Charlie, el bajo de Bill, el piano de Stu. Los Rolling Stones, la banda de Rock and Roll más grande del mundo. Yo nunca había estado en un concierto suyo, y esa noche del 2010, oyendo ese viejo recuerdo, me lo prometí: si hacen gira, si dan un concierto, si por alguna razón se reúnen, voy a verlos donde estén. Sea donde sea, cueste lo que cueste.
La promesa iba muy en serio, por supuesto, pero en ese momento parecía imposible de cumplir: acababa de publicarse Life, el magistral libro de memorias de Keith Richards, y Mick Jagger estaba furioso por su imagen en él: la de un señorito esnob y posesivo que se había ido convirtiendo con los años en una caricatura de sí mismo, un traidor, la réplica adulterada de la boca que John Pasche pintara en su honor en 1971 como emblema de la banda. Además estaban ya todos muy viejos y cansados: Charlie con 69 años y la espalda hecha trizas, sobreviviente de un cáncer de garganta; Ronnie con 64, casi un niño, pero sonámbulo sobre la cuerda floja de la sobriedad y la rehabilitación. Y Mick y Keith otra vez enfrentados, como entre el 83 y el 88, sin tanta virulencia como entonces pero con más rencor y más dolor, más vida bajo el puente. Cada cual en lo suyo, cuatro ancianos tratando de recoger, un poco, lo mejor de su sombra. El tiempo ya no está de nuestro lado.
Pero una celebración arbitraria e indiscreta, como todas, vino a romper el hielo y la mala leche: los 50 años de la primera presentación del grupo en el Marquee Club de Londres, el 12 de julio de 1962. En rigor no eran todavía los Rolling Stones —estaban Brian Jones, Ian Stewart, Jagger, Richards; faltaban Wyman y Watts— pero ya se llamaban así, desde ese día. Y además no importa: la verdad no es necesaria si se trata de vivir, decía el gran Camilo Sesto; tampoco es necesaria cuando hay que celebrar. De manera que el 2012 fue el año de los 50 años de los Stones, con varias ceremonias a ambos lados del Atlántico: un libro, un documental, un par de reuniones de los cuatro viejos para saludar a sus fans. Notas de prensa, entrevistas, nostalgias. Y claro, los rumores de algún concierto especial para ponerle el broche perfecto, de fuego y lujuria, al pastel del medio siglo. Decían que para abrir los Olímpicos de Londres, luego que para cerrarlos. No fue así.
Un feliz augurio, sin embargo, se supo en la prensa para dejar extasiados e histéricos a los rockeros del mundo entero: Richards le había pedido perdón a Jagger por sus recuerdos injuriosos. “Si es para juntar de nuevo a la banda —dicen que dijo—, hago lo que sea; qué me importa”. Él se podía olvidar de sus memorias. Fue así como fue posible el milagro de ver rodar otra vez a las piedras. Ajadas y viejas y ásperas, curtidas, pero más fuertes que nunca. Basta con verlos, sobre todo al propio Keith, Keef: en abril del 2006 se cayó de una palmera de más de tres metros en la isla de Fiyi, y el doctor Andrew Law tuvo que abrirle la cabeza y drenársela durante horas para que no se le escapara la sangre. Le prohibió luego todo lo que lo había mantenido en pie durante años: la cocaína, la heroína, el trago, todo. Y ahora que está sobrio parece el retrato de Dorian Gray: un anciano decrépito e inofensivo; nada que ver con su imagen rozagante y sana de cuando era un yonqui y un degenerado.
El 4 de septiembre los Stones anunciaron la salida de una antología de sus éxitos con dos canciones nuevas, Grrr!, y el 15 de octubre le dieron por fin la noticia al mundo, con un video entrañable y sarcástico: tocaban en vivo, qué carajo, 4 noches: dos en Londres y dos en New Jersey. Las boletas se agotaron en 6 minutos no más salir a la venta por internet, para los dos sitios. ¿Qué iba a hacer yo, cómo iba a cumplir mi promesa? Lo que fuera. Una amiga adorada me prestó su tarjeta de crédito e hizo fuerza conmigo para ver si “lográbamos clasificar” (ella, divina, hablaba en plural). Nada. Me tocó entonces acudir a la reventa, con unos precios de jeque saudí y traqueto pereirano, muchos de los cuales fueron también a los conciertos, claro. Yo tenía ahí una platica ahorrada por la venta de ¡Calcio! al italiano, y decidí metérsela toda a esta empresa. Me hubieran visto por esos días, con los ojos desorbitados, sin dormir frente al computador; especulando con las boletas como si estuviera en la bolsa. Hasta que conseguí dos perfectas, ambas en New Jersey: una para el 13 de diciembre en la gradería baja, y otra para el 15, ¡en primera fila! Me estaba quedando en la ruina, me podían estar tumbando. Pero yo iba a ver a los Stones como fuera.
Compré el pasaje, le alquilé un cuarto en Nueva York a mi gran amigo Nicolás Galarza, otro stoniano ejemplar, compañero mío en el concierto del 13. No lo podía creer, tenía que pellizcarme y tomar ginebra para recordar que era cierto, que por fin los iba a ver. Algo así me pasó cuando vi por primera vez a Paul McCartney, en mi anterior quiebra: que toda la vida se me fue agolpando en la garganta antes de que él saliera al escenario, y cada canción que oí fue como el cumplimiento de una cita que había estado preparando con el destino durante años, cuando nunca pensé que pudiera verlo, que yo pudiera algún día estar allí. También los Stones fueron definitivos para mí, y la idea de que ya no fueran a tocar jamás me había aterrorizado durante los últimos tiempos de una manera muy profunda, casi imposible de explicar y de creer. Tanto, que ya con las boletas en la mano sentía miedo, risa nerviosa, cosas que sólo he sentido cuando nacieron mis dos hijas. Daddy you’re a fool to cry.
El concierto empieza con un video en el que mucha gente (desde Johnny Depp o Iggy Pop hasta un peluquero londinense) dice lo que piensa de los Stones. Luego se apagan las luces, se oyen los gritos histéricos del público de todas las edades, y viene la entrada famosa y clásica: “Ladies and gentlemen, The Rolling Stones!”. Mick de sombrero y chaqueta plateados, Keith de camiseta negra y chaleco, Ronnie de jeans y de blanco, y Charlie sentado, sin inmutarse. Get off of my cloud abre el telón, luego The last time. Dos horas de la mejor banda de Rock and Roll de todos los tiempos: Wild horses, Tumbling dice, Gimme shelter (con Lady Gaga), Midnight rambler (con el sublime Mick Taylor), Star me up, Happy y un etcétera que aún me hace llorar. Y yo como un niño, allí, sin parpadear siquiera. Viendo cada acorde, exprimiendo cada segundo para que el tiempo no se acabe. Para que esté de nuestro lado.
Hay formas del arte que son eternas, que nunca mueren, que parecerían haber sido hechas justo en el instante y el lugar —cualquiera, todos— de quien las frecuenta, la mano que las toca. Obras que siempre están vigentes, que siempre dicen y revelan algo trascendental sin que importe su época. Es más: ese tipo de obras no tienen época, son contemporáneas de todas las épocas. Esa sería quizás mi definición chapucera y personal de lo clásico: el triunfo, en el arte, sobre el tiempo y el espacio. Se me ocurren varios ejemplos: el de Homero, el de García Márquez, el de Goya, el de Garrincha. Ninguno mejor, al menos para mí, que el del Rock de estos cuatro ancianos que llevan 50 años rodando. El mundo se puede acabar cuando se le dé la gana; los Rolling Stones jamás.

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