Home

/

Historias

/

Artículo

9 de mayo de 2003

Los sesenta

Por: Enrique Santos Calderón

📷Enrique Santos: bailando merecumbé con una quinceañera bogotanaFoto: Archivo Particular 📷El primer desorden: fiesta de quince. Vestidos largos en las mujeres; asomos de informalidad en la pinta de los hombres, algunos sin vestido, todos sin chaleco. Santos, entre las mujeres 📷Santos y Cepeda Samudio: haciéndole más espacio al trago Sitio: Le Rock Store (calle 77 con 15), La Discotheque (calle 47 con 13). Carro: Mustang Vicio: marihuana, ron y ginebra Boutique. Sex symbol: Dora Franco y Esther Farfán. Moda: Pantalones estrechos y zapatos de punta (a lo West side story), bluyines Levi’s y Lee. La rumba de los sesenta arrancó en los tardíos cincuenta con la globalización del rock ‘n’ roll por Bill Haley y sus Cometas. Luego se profundizó con Elvis, se radicalizó con Beatles y Rolling Stones, y se instaló para siempre en los setenta. Pero vamos por partes. Una de las películas musicales más estúpidas jamás filmada, Rock around the clock (la canción estrella de Haley), inmortalizó ritmos como See you later alligator (“hasta pronto, cocodrilo”), que en el humor bogotano sirvió, además, para espantar lagartos, pero sobre todo para cambiar de música. Para quienes no lo sepan, era un furibundo rock ‘n’ roll que descuadernaba al más tieso de los cachaquitos bogotanos. El cambio de ritmo desplazó en nuestro medio a los paseítos costeños; los porros sinuanos; los vallenatos de Bovea; a uno que hizo furor, el cha-cha-cha cubano, asimilado a una canción española; el Cha-cha-cha del tren, que se bailaba a brincos; la raspa mejicana con su pegajoso “bailar, bailar, bailar la raspa popular”; pasodobles y polkas como El Barrilito, todos sucumbieron ante la avasalladora arremetida del rock. Ni hablar de los boleros. Pero no fue cualquier rock. Elvis, Beatles y Rolling Stones convivieron con una respuesta tropicalizada de versiones criollas emanadas de la inolvidable Radio 15, como Despeinada o sonsonetes hispanos como Juanita Banana que movía multitudes. El hecho es que pasamos del bambuco al rock como de la mula al camión. A mí los años sesenta se me anunciaron ?exacticos como venían? en 1959. Yo tenía trece años, estudiaba en el Nueva Granada, jugaba mucho básquet y callejeaba por todos lados con noviecitas gringas cuando llegó a Bogotá Jail house rock, de Elvis Presley. Esa fue le explosión real del rock como grito de algo diferente. Elvis de chaqueta de cuero negra, bluyín apretado, cantando con sus contorsiones de cadera ese formidable rock sobre presidarios fue un mensaje que sacudió. El gordito encorbatado de Bill Haley quedó ahí mismo de jurásico. Había muchos símbolos e ídolos juveniles de rebeldía. Desde el James Dean de Rebelde sin causa ?película que nos impactó mucho? hasta los delincuenciales teddy boys ingleses, todo lo que venía del Norte en materia de música, cine, moda, tenía un fuerte ingrediente de ruptura y cambio. Sobre todo en una sociedad tan pacata y convencional como la bogotana de hace cuarenta años. Recuerdo la envidia casi hostil de mis castos amigos del Gimnasio Moderno, Campestre o Cervantes, que no tenían la suerte de estar en colegio bilingüe mixto, ni de bailar con condiscípulas que también chupaban chicle y besaban en matiné. Para ellos, lo más excitante en materia de fiesta (la palabra rumba no figuraba) y niñas eran semestrales empanadas bailables con la mojigatas del Femenino o del Mary Mount. Yo viré pronto hacia la chaqueta de cuero negro, e incluso la navaja automática, pues me seducían las pandillas juveniles que comenzaron a aparecer en los colegios bilingües del Norte. En las frenéticas sesiones rocanroleras de los viernes por la noche en el Union Church de la 69 se armaban también fenomenales grescas. Pero las más tenaces eran las del Tout va bien de la Avenida Chile, donde había desde bolos hasta peluquería y se congregaban los quinceañeros más lanzados del momento. Fue cuando mi mamá decidió poner tajante punto final a mi desbordado agringamiento. Proceso traumático, porque fue abandonar colegio, amigos, novias, el bluyín y la chompa, e ingresar al Anglo Colombiano (“para que no pierdas el inglés, mijito”), un colegio monacal y extraño, donde los profesores llevaban toga negra, hablaban un inglés que yo no lograba entender y ?horror de horrores? hasta las niñas andaban encorbatadas. El Anglo, por su más marcado componente colombiano, fue mi primer contacto con el merecumbé, el trago y las fiestas de quince años, donde las mamás anfitrionas lo embutían a uno de ron con cocacola para animar el baile. Allí pasé, del 60 al 62, mis últimos años de bachillerato. La época de las primeras perras con el perfumado Ron Cundinamarca y el comienzo de la búsqueda más seria del sexo, que generalmente terminaba en alguna de las sucursales de Blanca Barón, porque la vaina no era nada fácil. Las viejas simplemente no lo daban. Ni las más liberadas del Francés o el Nueva Granada. El apogeo de los sesenta, como fenómeno generacional y de ruptura, ya no solo musical sino cultural y política, los viví desde la facultad de Filosofía de la Universidad de los Andes, donde entré en contacto con el existencialismo y el marxismo, dos poderosas y también contestatarias corrientes intelectuales en boga. Ya el nadaísmo colombiano liderado por Gonzalo Arango hacía su escandalosa aparición con manifiestos iconoclastas y hostias profanadas en la Catedral de Medellín. La primera discoteca de verdad que hubo en Bogotá nació en el Pam-Pam, una cafetería a la entrada de los Andes que de noche se transformaba en estridente metedero para escuchar Beatles y Rolling Stones. Luego vino La Discotheque de la 13 con 45 (más tarde se convirtió en La Margarita) que marcó un época y metió a la sociedad bogotana en un nuevo estilo de rumbear. La vida nocturna tenía otros sitios más tradicionales, más clásicamente night clubs, como el Grill Colombia o el Chez Deddy. Pero ninguno como El Miramar de la 24, más lanzado y excitante, con sus sesiones de jazz. Tocaba ahorrar bastante, pero llevar pareja al Miramar y que lo dejaran entrar era ganar mucho puntaje. La búsqueda del amor libre, tan en boga entre la juventud francesa o gringa, era para nosotros un ideal aún lejano. ‘Coronar’ se hizo menos imposible en la Universidad, pero seguía siendo casi una proeza. Había la posibilidad de ligar con becarias gringas de Bellas Artes o hijas de diplomáticos holandeses o alemanes, pero era difícil. Sexo, lo que era sexo ?aquello que Eric Frohm, otro autor de moda, llamaba el orgasmo simultáneo como máxima expresión del amor? no apareció sino hasta fines de la década. Existía siempre el reto de los llamados ‘numeritos’ (vendedoras de El Ley, recepcionistas del Tequendama), que implicaban dedicación, vocación y mínimo de infraestructura (carro, sitio) y resultaban mucho más meritorios y dignos que los polvos pagados que por lo general nos tocaba echarnos en los burdeles capitalinos. Los años sesenta, en fin, la mezcla de tantas cosas. El paso del ron a la hierba y del beso al sexo. El viaje a la Luna, la guerra de Vietnam, la conciencia política y el compromiso existencial; la minifalda y la píldora (la bendita píldora que emancipó sexualmente a la mujer). Un explosivo coctel de emociones y actitudes que a ritmo de rock se envolvió en el humo verde de la marihuana y los vientos de la revolución que salían de Cuba. Los alucinógenos jugaron un papel entre muchos amigos por la idea de que la alucinación y la sicodelia eran una fase superior de la percepción (la carreta de Huxley, Leary y compañía) que se buscaba de manera tan inepta como peligrosa. Desde los indigestos brownies con marihuana, pasando por el yagé del Putumayo, los hongos de La Miel o el ácido importado, algunos de los que todo lo ensayaban se embarcaron en viajes sin regreso. La coca no figuraba para nada y la heroína menos, aunque se hablaba de un sofisticado fumadero de opio que nadie conoció. Pero más que una práctica uniforme o generalizada, lo que surgió en los sesenta fue una atmósfera. Se respiraba en el cine, la música, el baile, la pintura y, sobre todo, en la moda y en las actitudes, siempre en contracorriente con lo establecido. Una corriente se desvió al hippismo y la otra a la rebeldía política. Ambas convergían de cierto modo en la rumba. Hacia el final de los sesenta la radicalización política se hizo más intensa. Ya era el apogeo de cantaautores como Joan Baez y Bob Dylan y las marchas contra la guerra de Vietnam. Camilo y el Che, las protesas estudiantiles en todo el mundo y el glorioso mayo del 68 de París con sus consignas de “la imaginación al poder” y “prohibido prohibir”. Esta agitada fase me tocó vivirla en Europa, donde estuve del 67 al 69 como becario de la Universidad de Munich. Época de intoxicación libertaria y contracultural. Llena también de polémicas y contradicciones, pues mientras protestábamos contra el imperialismo gringo en el Caribe o el sureste asiático, los soviéticos aplastaban con sus tanques la “primavera socialista” de Praga. “Queremos el mundo ¡y lo queremos ya!”, cantaban los Doors, otro conjunto fundamental de los tardíos sesenta. De regreso a Colombia, en el 69 (casado ya con la bella e impetuosa italiana madre de Alejandro y Julián), la politización de izquierda me alejó de un hippismo que me comenzaba a parecer escapismo pequeñoburgués. En el campo musical, sin abandonar el rock, me dio por el reencuentro con la raíces: la salsa para el bailoteo, el vallenato serio y puro, y la fascinación con la canción protesta venida esta vez del Sur (Inti Illimani y Quilapayún de Chile, Mercedes Sosa de la Argentina) El vallenato era para parranda casera y los salseaderos de sabor y color Pacífico se convirtieron en los lugares de la noche donde se podía combinar ?consecuentemente, compañero? rumba y revolución. Gloriosos templos de la salsa capitalina fueron El Escondite de la 23, el Paladium de la 53, El Mozambique del Parque de Chapinero y La Pantera Rosa. Por el lado del rock y la onda hippie, estaba en su apogeo la Calle 60, ?epicentro del hippismo chapineruno? y había tenido lugar en Ancón (Antioquia) el primer gran concierto de rock criollo. Varios de mis amigos más metidos en esta corriente andaban armando comunas en la Sierra Nevada o paseos al río La Miel para probar los hongos sicodélicos. Nuestro combo (Restrepo, Umaña, Araújo, Caballero, Arciniegas, Carrizosa) era más de traba musical escuchando a Doors, Blind Faith o Jefferson Airplane durante horas enteras, combinadas con torneos de ajedrez y carreta corrida sobre política y sexo. Días de mucha ideología, mucha crisis conyugal, mucho experimento personal. Las discotecas de esta línea las comandaba La Margarita (la antigua Discotheque), pero hicieron bulla Paranoia, de Diego León Giraldo y Juan Escobar, a la que se entraba por un túnel gelatinoso, y El Socavón, de “Junípero” Arciniegas, con su blasfemo mural de Antonio Caballero sobre una orgía monacal. Tal vez la máxima expresión de lo que fueron los sesenta en Bogotá como fenómeno cultural se dio ya en 1970. Fue La Calle del Hilton, proyecto épico que pretendía ser un refugio de paz y amor; de rock y alucinación, enclavado entre la Perse y el hotel Hilton, donde un túnel subterráneo con bares se desplazaba por toda la calle 32, de la quinta a la sexta, mientras en la superficie pululaban tenderetes, boutiques y pizzerías. El verdadero goce llegó en los setenta, donde se fue más a fondo en rumba y revolución. Fue en la séptima década del siglo pasado cuando se expresó a plenitud lo que se gestó y acumuló en los años anteriores, los gloriosos sesenta, que abrieron todos los caminos.