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9 de mayo de 2003

Los treinta

Por: Apolinar Díaz Callejas


Fiesta en honor a Ana Sáenz Londoño: al fin un asomo de rodilla
Foto: Cromos


Labios, collares y sombrero: una mujer perfecta
Foto: Cromos


Sábado en la tarde: desfile en la Avenida de la República
Foto: Cromos


El Ford Miracle
Sitio: casas de amigos. Carro: Ford Miracle. Sex symbol: Libertad Lamarque, Dolores del Río. Vicio: cigarros Dominó, Pielrojas y Anisado. Moda: en la costa, vestido blanco; en el interior, sombrero de fieltro de ala ancha.
La primera parte de la década de los treinta estuve en mi pueblo natal, Colosó. Tenía diez años y nos divertíamos de manera muy sana. Le dábamos la vuelta al pueblo en el primer y único carro Ford que llegó, nos cobraban tres centavos. Una actividad que siempre recuerdo fue que mi padre me llevó a Cartagena a escuchar a Carlos Gardel. Recuerdo los juegos a la pelota, con los caballos de madera que hacían nuestras madres con sus propias manos y los bailes en la plaza del pueblo el 6 de enero, pero sobre todo en junio para celebrar el San Juan y el San Pedro con fandangos y gaitas y mucho ron blanco.

Así que cuando aterricé en Barranquilla, en 1935, a la edad de 15 años, fue una experiencia extraordinaria, porque llegaba a la gran urbe en un momento en que como adolescente costeño tenía un mundo por descubrir. Fui un joven atípico porque privilegié la actividad política a la rumba. Pero, como caribeño, claro que bailé, tomé, fumé y parrandié.

En esa época era impensable que el despertar sexual se hiciera en lugar distinto a un prostíbulo, porque todavía no éramos tan liberados y ninguna joven aceptaba descubrir el sexo con su novio, con sus amigos, así que uno de mis grandes hallazgos fue hacer el amor por primera vez. Iba al Barrio Chino (que he intentado volver a ubicar a lo largo de mi vida pero no ha sido posible), allí habitaban unas mujeres que les decían 'las francesas' y eran de verdad originarias de Francia. Las más jóvenes costaban más y como fui estudiante pobre sólo podía pagar los favores de una mujer como de 60, 65 años que, para mis 15 años, era una anciana. Sin embargo, fue una mujer muy dulce y con ella aprendí los placeres del sexo, muy a la europea. Barranquilla, como ciudad grande, era un lugar adecuado para ir a esas casas de la alegría, porque nadie se daba cuenta qué hacía el domingo en la mañana, cuando salía del internado y me dirigía al Barrio Chino. En Colosó era impensable el sexo para los muchachos, las habitaciones de las prostitutas estaban a la vista de todo el mundo y era imposible entrar o salir de ahí sin que el pueblo entero lo supiera.

Fumé desde los nueve años unos cigarrillos que se llamaban Dominó y luego me pasé a los Pielrojas. Los cigarros con filtro vinieron más adelante. Tanto en Colosó como en Barranquilla, las fiestas populares eran la oportunidad para bailar y tomar un poco de anisado. Con un trago teníamos para movernos toda la noche. "Costeño que se respete, cuando oye música, de inmediato comienza a mover su cuerpo como si se quisiera salir de él".
Otra diversión de la época era la de caminar por el Paseo Bolívar, que era magnífico, y tomar guarapo helado con almojábana, siempre acompañado por una linda muchacha. En esa época todas las mujeres nos parecían divinas, pero las mejores eran las deportistas o las reinas populares, nos enamorábamos perdidamente de ellas y cuando las teníamos al lado, casi nunca éramos capaces de declararles el amor.

En esos años había que declararse y para poder salir con las muchachas se tenía que oficializar la relación pidiendo permiso a los padres. Durante casi una década tuve mi novia oficial en Colosó, se llamaba Angélica y era muy bella, eso fue con pedida de mano y todo, pero se acabó.

De Bogotá no sabíamos nada porque no había ni radio, ni periódicos y menos televisión. Una década después pude hacer el parangón entre los bailes populares de la Costa, donde todos parrandeábamos, y los bailes de los cachacos en los grilles o en hoteles como el Regina y el Nueva Granada, inaccesibles para el pueblo.

Cuando agonizaban los años treinta me expulsaron de la Normal de Barranquilla y me fui para Cartagena. Esa era la ciudad estudiantil por excelencia de la Costa, con Universidad y varios colegios. En mi viaje de ida sucedió algo extraordinario. Viajábamos cinco pasajeros, en una especie de taxi, corría el año de 1939. Nos desplazábamos por la incipiente carretera de La Cordialidad. Los choferes de esos carros eran hombres audaces y arriesgados, llevaban consigo toda serie de herramientas porque en la hazaña de llegar los carros se iban descomponiendo y había que repararlos en escalas larguísimas y ardientes. Venía con nosotros una muchacha que me parecía familiar de las francesas, no me quitaba la mirada cada vez que yo le lanzaba la mía, fulminante y envolvente. En Luruaco el carro sacó la mano y nos consiguieron un sitio para pasar la noche, mientras el chofer con el mecánico del pueblo lo arreglaban. A la francesa y a mí nos ubicaron en una estera en la sala y, claro, fue una noche deliciosa. Pero eso no fue todo. Cuando llegamos a Cartagena la chica me ofreció su casa para esa primera noche. Ella vivía con otra joven de la misma profesión y nos amamos los tres durante tres noches y tres días. Muchos años habrían de pasar antes de que supiera que habíamos tenido un ménage à trois.