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16 de noviembre de 2004

Madrid, Cundinamarca

Por: Antonio Caballero

Voy en taxi a Madrid, Cundinamarca. Verdes frescos, verdes tiernos, verdes ácidos, verdes lisos, verdes crespos y esponjados y rezumantes de verde, verdes pálidos, verdes biches, verdes vivos y claros, verdes verde veronés.Todos los tonos, todos los matices del verde, desde el del sauce hasta el del trébol, desde el del pasto hasta el del junco, hasta el del charco, hasta el de la cebada todavía sin segar. Una marejada de verdes apenas contenida por la plata oscura y seria de las solemnes hileras de eucaliptos que se mecen y suspiran en el viento de la Sabana. Un cielo líquido, desvaído, cargado de vagas nubes cambiantes de algodón deshilachado. La luz centelleante de la cordillera, que hace guiñar los ojos. El taxista advierte:
-Ojo a la jediondez: es el río Bogotá.
Más que ojo, nariz. Pero dejamos atrás la jediondez del río podrido y entramos en Madrid, antiguo pueblo sabanero. Más antiguo que el otro Madrid de España, ese lugar de La Mancha que el rey Felipe II designó capital de medio mundo en 1561, hace 433 años, cuando el Madrid de acá llevaba ya dos años de fundado como pueblo de españoles, y siglos como aldea chibcha. Pero no se llamaba Madrid.
Llegar al otro, al Madrid de España, es cosa muy distinta. Para empezar, allá no hay verde. Si acaso el verdinegro sucio de un pantano, que es como llaman allá a los embalses de las represas eléctricas. Al Madrid de allá se llega surcando un cielo imperturbablemente azul, bruñido y refulgente como una plancha de hierro incandescente sobre el erial de Castilla. El piloto del avión advierte:
-La temperatura local es de 34 grados centígrados a la sombra.
Y sí: incluso desde la altura transparente del cielo se ven reverberar abajo enteros los 34 grados, sólidos, implacables, como se puede ver la vaharada al rojo del calor de un horno. Tierras blanquecinas de caliza machacadas al sol, tierras grises como la panza de un burro, tierras de siena quemadas, ocres apagados, barros secos, amarillos de un pálido color limón, rosas encendidos de arcilla, rojos de brasa, negros de carbón. Un paisaje reseco que se volatiliza en el aire caliente. Tierras trianguladas, cuadriculadas de campos rayados de negro, onduladas de montes cenicientos, acribillados de olivos negros, como picadas de viruelas. Cauces secos de ríos como culebras renegridas, caminos blancos de cal como pieles muertas de culebra, carrileras de tren de un rojo pardo de óxido de hierro que se estiran sobre la ancha llanura esteparia achicharrada de luz como si estuvieran dibujadas con tiza sobre un mapa. Se baja uno, respira el olor a fuego derretido que despide el asfalto, y coge un taxi.
Asegura la enciclopedia de Espasa en su artículo sobre Madrid que "el atractivo por excelencia de Madrid es el trato afable y cortés de los madrileños".
No es verdad. Eso era antes: en los tiempos remotos en que fue redactado el tomo xxxi (lon-madz) de la enciclopedia Espasa. Afables y corteses son hoy en día los taxistas de Madrid, Cundinamarca, que no figuran en la enciclopedia. Le dicen a uno que el río hiede, pero además le informan:
-A la izquierda, doctor, está la plaza del pueblo. Si quiere que vayamos, verá qué lindas las palmas.
En cambio de los taxistas del Madrid de España solo puede esperar un bramido:
-¡Pero qué haces! ¡coño, pero qué haces! ¡Anda a que te folle un pez, o tu puta madre! ¡Si es que hay que joderse.! ¡mijoputa! ¡cabrón!
Los taxistas españoles conquistaron América así, pegando gritos, hace quinientos años: nuestros antepasados. No sometieron a los indios con sus arcabuces que escupían llamas ni con sus caballos que parecían dioses, ni con sus mastines de presa que devoraban niños. Sino con el trueno de su lengua, que vomitaba maldiciones y blasfemias:
-¡Oye, túúú! ¡Que me cago en tus muertos!
-¿Perdón? -se asombraban en su dulce y amable lengua chibcha los aborígenes de aquí, de Madrid, Cundinamarca-. ¿En mi mamacita y en mi taita?
-¡Me cago en diosss! -rugía entonces el taxista con voz pedregosa de tabaco y aguardiente de orujo. Y gargajeaba lejos por la ventalla del yelmo, como por la ventanilla de un taxi. Y encerrado en su armadura de cuero y hierro olía potentemente a sudor rancio, a lana sucia, a meados. El "lengua" -como se llamaban los intérpretes- les traducía lo dicho a los indios:
-Dice el doctor que se hace popó en Chía.
Chía no era entonces un centro comercial, como es ahora, sino la Diosa Madre de los chibchas.
En fin: el caso es que el conquistador y sus descendientes nos hicimos popó en Chía y en la sabana circundante, en sus lagunas y en su río. Ahí lo tenemos, hediondo y putrefacto. Lo cruzamos, ya digo, y entramos en Madrid, Cundinamarca, que antes se llamaba Serrezuela y no sé cómo en los tiempos de los chibchas. Porque ante los berridos broncos de los conquistadores los indios de toda América abandonaron sus propias lenguas dulces, suaves y musicales, que eran más de dos mil. Hoy no queda sino el español de Castilla -dulcificado, suavizado, musicalizado-; y, claro, el spanglish de los cubanos en Miami.
Llegamos, pues, a Madrid. Yo, que llevo años viviendo en el Madrid de España, no había estado en el Madrid sabanero desde mi adolescencia, cuando vine a sacar la libreta militar en la base aérea con la ayuda de un coronel amigo. Pero no encuentro novedades. La entrada al pueblo es un gran garaje, como la de todos los pueblos y ciudades de Colombia. Un fangal de talleres automotores y almacenes de repuestos, llantas, rectificación de frenos, remachada de bandas, soldadura de rines originales, cambio de esplínderes. Jamás había oído ni visto escrita la palabra esplínderes. ¿Esfínteres? Un gran cartel: "madrid es colombia".
Se nota. Además de talleres hay billares que compiten entre sí: billar mixto, billar moderno, billar unisex. Y peluquerías: peluquería mixta, peluquería moderna, peluquería unisex. Todas las demás casas son a la vez tiendas, y todas venden lo mismo: intercambian las unas con las otras (o quizás venpermutan, que es palabra chibcha). Muchos falsos áticos: esa contribución cundiboyacense a la arquitectura universal, como la de los dorios fue la columna dórica y la de los corintios la columna corintia. El falso ático, de ladrillo visto y cemento sin pulimentar, y baldosín. Colombia.
Pero si uno se adentra en el pueblo para ver lo lindas que son las palmas que recomendó el taxista, ve que no. Porque aquí quedan cosas intactas del pasado, y en el resto de Colombia todas han sido destruidas por los iconoclastas. Hay casas coloniales de teja, casas republicanas de columnatas blancas (jónicas y dóricas y corintias). En la vasta plaza enlosada de piedra crecen copudos árboles y altas palmas de gruesos troncos escamosos como patas de mamut, frente a una gran iglesia de piedra, de traza neoclásica (con columnata). Arriba, sobre las torres con cúpulas forradas de cobre, las pesadas nubes inmóviles de la sabana, blancas como sábanas, y bajo ellas otras nubes apretadas y negras, de pájaros sanjuaneros que forman remolinos en el cielo y pasan gritando. Las pesadas campanas de las torres, según explica el cura, son accionadas por un sistema hidráulico y eléctrico diseñado por un obispo español.
-¿No sería alemán?
-No. Español.
-Pero ¿obispo?
-Obispo. Un hombre muy piadoso.
-Pero ¿funciona?
¿Que si funciona? ¡Y cómo! Justo en ese momento se suelta el carillón episcopal y el pueblo se llena de un golpe de cientos de miles de niños de suéter azul de colegio, tan numerosos y tan ruidosos como los sanjuaneros que ya van lejos. En Madrid hay muchísimos colegios, públicos y privados, religiosos y laicos, con nombre de santo o de prócer. Hay, incluso, un prócer de verdad, cuyo busto desnarigado en mármol se alza en el centro de la plaza: don Pedro Fernández de Madrid, por quien el pueblo se llama así. No se sabe muy bien quién era este don Pedro: un hijo del médico y poeta José Fernández Madrid, fugaz presidente de la República (¡ah, pues haberlo dicho!). Y hay varios presidentes más en el pueblo. O, por lo menos, bustos de presidentes. Uno de López Pumarejo. Otro de Luis Carlos Galán, que no lo fue, pero estuvo en un tris. Hay también un monumento a un indio -sin duda un presidente de la época precolombina- en la bonita plaza de la Casa de la Cultura, que es la antigua estación del ferrocarril del Atlántico. Pues aquí también hubo ferrocarril, que ya no existe. Lo quitó otro presidente. Subsiste en cambio la fábrica y tienda de obleas "Villetica", famosa desde 1900. ¿Dónde han visto ustedes en Colombia algo que tenga 104 años y no haya sido destruido?
A propósito de obleas, ya va siendo hora de buscar dónde almorzar. ¿Almorzar obleas, rellenas de dulce de mora y arequipe y acompañadas de masato, ese almíbar de arroz? No. En el otro Madrid, en el de España, lo mejor es la comida. Tal vez aquí sea igual. Un restaurante con una terracita, en una esquina. Pero se llama "Food and drink's" (sic). Otro, que más patrióticamente se llama "¡Hágale, mijo!". Otro más: "El Copetín". Lo mejor es preguntarle a un aborigen. Uno que pasa asegura:
-El mejor del pueblo es "La llanerita".
Queda en la carretera, en la parte de los talleres de mecánica automotriz.
A ver: algo típico de la región. Un cocido de Subachoque, por ejemplo. Murillo picado, carne de cerdo picada, costillas de res picadas, tocino picado, chorizos picados, chuguas, cubios, habas.
-No hay.
-Entonces un piquete bogotano. Esta es la Sabana de Bogotá, ¿no? Espinazo de cerdo, papas criollas, papas sabaneras, hibias, cubios.
-No hay.
-Entonces, bueno: sobrebarriga al horno. Y si no la hubiere, o no la hubiese, fritanga: de eso hay en todas las carreteras de Colombia.
-No hay.
-¿Qué hay?
-Hay una sopita de mondongo.
Casi como los callos a la madrileña del otro Madrid de allá. Pero yo detesto ambas cosas, la de allá y la de aquí. Considero que, en general, los órganos del aparato digestivo no se deben comer: ni la lengua, ni el mondongo, ni el yeyuno-ileón. (Los chunchullos bien tostados sí).
-¿Qué más hay?
-Una picadita, o una picadita mixta, o una picadita supermixta.
Una supermixta, que trae carne de res, carne de cerdo, carne de chigüiro y chorizo, y viene acompañada de arepa y rodajas de maduro. Una cerveza. (También hay sabajón: esa mezcla demente de leche, huevo batido y aguardiente Néctar). ¿Dulce de mora, ahora sí?
-No hay.
De postre hay colombinas con sabor a fresa y tinto endulzado con agüepanela. Picadas supermixtas para cuatro personas, tres cervezas y una manzana Postobón (para el taxista, que tiene que manejar), cuatro tintos y cuatro colombinas, 52 mil pesos. Eso, en euros. Cincuenta veces menos de lo que puede costar un almuerzo para cuatro personas en el mejor restaurante del Madrid de España.