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10 de diciembre de 2003

Mariachis

Por: Fernando Araújo Vélez

"Jíbaro, a mí me llaman jíbaro...". El viejo transpiraba la calle a punta de zancadas y cantaba sin que le importaran demasiado el tono o la afinación. "Jíbaro... Monte adentro...". Movía los brazos como si marchara, llevando en su marcha un ritmo que sólo él descifraba. Atravesaba por entre los mariachis una y mil veces, calle 55 arriba y abajo. Luego se perdía para volver a aparecer por la Caracas de norte a sur, con su barba blanca y su pelo largo y sucio, con sus pantalones naranja y su camisa verde. Cantaba y gritaba, pero nadie lo escuchaba, por lo menos a esa hora, 7:30 p.m. un viernes de quincena. "Jíbaro, a mí me llaman jíbaro...".
En una esquina dos mujeres conversaban. Eran altas y delgadas, una rubia y la otra, morena. Ambas iban vestidas de mariachi, muy de negro y falda larga. Pese a la charla y a los cigarrillos que se iban uno tras otro, uno tras otro, las dos se mostraban más que nada preocupadas por cuidar un estuche de violín. Lo cargaban en la mano, lo dejaban en el suelo, sujeto entre las piernas, o lo aprisio-naban entre sus cuerpos y la pared. De cuando en cuando sonreían al ver pasar al viejo con sus cantos, pero nada más. En realidad, esperaban atentas a las van que llegaban o se marchaban, a los otros mariachis o a algún campero fortuito que doblara calle arriba. Quizás esperaban algo distinto.
Lo cierto es que a las ocho menos cuarto ya no estaban en su esquina. Se habían subido a una camioneta azul oscura con otros mariachis, todos de negro, de bigote y patillas a lo José Alfredo o a lo Vicente Fernández, pero todos diferentes. "Es que las cosas aquí ya no son como fueron, no, señor", dijo de pronto don Raúl Chacón, y se largó a contar que ellos eran una especie de mariachis modulares que se formaban para la ocasión y en dos minutos. "Y todos tenemos que traer un contrato, si no...". Entonces llegó su viejo amigo Manuel y le dijo que se fueran, que había un contrato. "Un cantante, un guitarrón y una trompeta, necesitamos un cantante, un guitarrón y una trompeta", gritaron. Después se amontonaron en un Buick 65 con el cantante, el guitarrón y la trompeta y se esfumaron por aquella calle, la calle de la mariachada.
Cobrarían a lo sumo 80 mil pesos. Veinte para el transporte y 10 para cada uno. Tal vez les darían 20 más y algún trago de whisky. Iban ilusionados aunque serios, casi unos sobre otros. Hablaban de El Rey, de Si nos dejan y ensayaban a toda prisa sus tonadas, pero todo aquello podría ser poco porque el dueño de la fiesta era quien mandaba y podía pedir Luna de octubre o Ay, Jalisco no te rajes, dos temas por fuera de su repertorio de músicos recién agrupados. A unos ya les había ocurrido. "Son tantas serenatas en diez años... Pero uno ya sabe cómo lidiar a la gente, ¿ve?", comentaba don Raúl. No, no nos podemos saber todo el cancionero de México, disculpe, dirían como siempre, sonrientes.
"Jíbaro, a mí me llaman jíbaro...". A las 10:00 p.m. el viejo de las zancadas naranja seguía cantando, pero ahora de vez en cuando algún transeúnte lo detenía, le decía dos frases y se lo llevaba a un rincón. Después cada cual tomaba su camino. Las mujeres del violín habían regresado. Seguían sin entreverarse con la mariachada, serias, calladas, fumando y la mariachada continuaba como antes, expectante. Media cuadra hacia el sur por la Caracas, dos conjuntos vallenatos cantaban y tocaban
sin importarles ya demasiado si los contrataban o no. Su fiesta de acordeones era de rones y aguardiente. "Ajá, ¿tú te recuerdas de ésta?", decía uno y ponía cara de alegría para largarse a cantar El Viejo Migue. Luego otro improvi-saba Matilde Lina y brindaba "por mi compa'e Ramón".
Las van iban y volvían, llevando y trayendo mariachis. Las horas pasaban y había restos de trompeta por todos lados. Un basquetbolista desempleado rondaba las aceras con su violín a cuestas, pero en la música tampoco parecía haber trabajo para él. Igual, sonreía y se tomaba una que otra cerveza mientras se recostaba contra la pared de un restaurante a observar y escuchar que, en la oficina de enfrente, el Juvenil Azteca ensayaba cien veces la misma canción con un casete de Juan Gabriel al fondo. "No, no, así no entra la guitarra, mire". Cada 20 segundos el director del grupo interrumpía la sesión y hacía sonar de nuevo a Juan Gabriel, bajo una bandera mexicana, el Entierro del Conde de Orgaz y el Divino Niño. Sus botas recién lustradas parecían no caber en aquel local de 3 x 4, con vestier de vidrio esmerilado incluido, que se cerraba cada hora y minutos, cuando el Juvenil salía de serenata.
Sobre las 11:30 p.m. la calle estaba poco menos que vacía. Habían llegado muchos contratos: 15 años, despedidas de solteros, matrimonios, despechos. La tarifa habría de variar. Para los mariachis modulares, 80 mil la sesión con ramo de flores incluido; para el Juvenil, 160; para los descendientes de Las Águilas de México, aquel primer mariachi que 35 años atrás alquiló una oficina en la calle y se cansó de tocar y tocar La Negra en fiestas y fiestas para inaugurar una tradición, 180; para el Clásico Contemporáneo, 500 mil. A esa hora, casi todos trabajaban con sus "guitarras de medianoche". Por eso, la luz morada del bar gay de la acera norte se veía más morada que nunca. Los vallenatos que salían de la tienda de don Ricardo, la oficina de los agentes libres, se escuchaba más fuerte que de costumbre. Los tamales y los chorizos y las arepas se habían dejado de vender. Y por eso, sobre todo, se veía tan claro que el "Jíbaro, a mi me llaman jíbaro" del viejo de las zancadas no era solo una canción.
"Y nos dieron las dos y las tres" sonaba en una esquina. Y Rocío Durcal y Sabina nunca fueron tan precisos. Todo comenzó a cambiar. Don Raúl con sus distintos agentes libres se había hecho 40 mil en la noche. Ya estaba vestido de civil y hablaba de que la mariachada con su Movimiento Integral Artístico le había puesto diez mil votos a Lucho Garzón para que Lucho Garzón cumpliera su promesa de eliminar la hora zanahoria. "Estas últimas administraciones nos han matado con esa medida, ¿usted me entiende? Antes había músicos en diez cuadras, pero empezaron a mandarnos la Policía por lo del espacio público y por los jíbaros, pero eso no es culpa nuestra. Acá en la playa somos limpios". Entre frase y frase tomaba cerveza y fumaba, y entre frase y frase decía que las mujeres altas de la esquina tenían miedo, que no hablaban con nadie, que la playa era peligrosa para un desconocido, que un mes atrás habían matado a un mariachi... Que él ahora se iba a la casa, con su familia y que Dios lo favorezca.
Los restos de trompeta desaparecieron. La ma-riachada se fue desintegrando con las eternas excepciones de los medio borrachos, medio tristes y medio ilusionados. De pronto dobló la esquina la más pulcra de las van y de ella descendieron diez mariachis impecables, vestidos de gris, prolijamente afeitados, lustrados, planchados. "Mariachi Clásico Contemporáneo", decía en los costados de la camioneta. Por un momento se dispersaron; luego se volvieron a reunir para explicar por qué ellos y solo ellos cobraban 500 mil pesos por serenata. Entonces Ricardo Torres recordó que para algo contaba haber grabado con Galy Galiano. Habló del millón de pesos que costaba cada traje, de que una trompeta podía conseguirse por 500 mil, pero que también las había de cinco millones, como las guitarras, los guitarrones y los violines. Al final se detuvo en las sanciones que se le imponían a quien llegara tarde a los dos ensayos semanales o no estuviera impecablemente presentado. "Veinte, treinta, cincuenta mil, todo depende de la falta. Yo sé que no es fácil tocar con nosotros, pero así se gana". Superponiéndose, contaron historias de "gente muy fina", de "traquetos muy legales", de otros muy agresivos, "mala onda, mala leche", y de la noche en que a un compañero le tocó una balacera "llena de muertos porque los de la FAC se habían confundido con los del Ejército y todos se asustaron y todos dispararon a lo que se moviera".
"Los mariachis callaron". Habrían querido tener copas para brindar por alguna Ella, como en la canción de José Alfredo, pero no había tequila ni vino. De repente se ilusionaron cuando vieron a tres ellas bajar de un taxi a las cuatro de la mañana para dejar tan silenciosa la calle que se escucharon sus tacones subir hasta el bar de las luces moradas. Y se oyó el timbre de la puerta y la maldición de una cuando pasaron los minutos y nadie abrió. Y pese a que la escena había cambiado, a que la calle parecía una muestra ambulante de artistas visuales en la que todos compraban y vendían lo que hubiera para comprar y vender, aquellos nuevos protagonistas y los antiguos que quedaban vieron segundos más tarde cómo las tres Ellas se perdían por la carrera 13 hacia el norte. Unos suspiraron; otros se preguntaban qué harían aquellas tres muchachitas por esas tierras mientras sus padres las creían durmiendo. No obstante, segundos después, todos retornaron a sus asuntos.
Pero las tres ellas regresaron, tan vestidas de negro como antes, con sus pieles intactas y sus manos de 15 años. Surgieron por el costado norte de la Caracas, se refundieron entre los nuevos habitantes de la calle, y a los 20 minutos se pararon en el andén para discutir en qué se irían. Nadie había brindado por Ellas. Un taxi se detuvo contra la acera para llevar a dos borrachos que no querían irse y allí se quedó, a la espera. Las tres Ellas se le cruzaron por delante para buscar otro taxi que frenó sobre el carril de la izquierda. El conductor abrió la puerta de atrás y las miró, pero luego volteó hacia el sur pues de allá venía la tragedia. Se oyó un chirrido de llantas, se escucharon gritos de espanto. Eran las 4:30 a.m. cuando un Volkswagen rojo último modelo que huía de una infracción menor reventó contra el taxi de la acera y el taxi de la acera se llevó por delante a una de las ellas. Los mariachis y los artistas visuales se fueron encima del Volkswagen. Olía a linchamiento cuando el carro rojo quiso escaparse de nuevo. La gente golpeaba el capó, los vidrios y el baúl con lo que pudiera. Los ocupantes del Volkswagen tenían pánico. Por fin salieron, vestidos de smoking, borrachos a morir y casi para morir. Venían de un matrimonio con mariachi incluido.
Entonces llegaron veinte, treinta, cincuenta taxis y la Policía Cívica de Tránsito con sus uniformes recién salidos de la sastrería más fina de Bogotá. La ella atropellada seguía en el suelo. Sus amigas gritaban y lloraban. "Una ambulancia para la 55 con Caracas, urgente", pedían. Veinte minutos más tarde llegó la ambulancia y a los pocos instantes, la Policía de Tránsito. Los borrachos de smoking hablaban a rastras. "Herrrrmano, arreglemosss por las buenasss... Cuánto quiere, lo que quieeeeerra..." El tumulto inventaba estribillos contra los hijos de papi, con los ojos rojos de ira y de licor y de quién sabe qué más. Serían las cinco menos 20 cuando la ambulancia del Hospital de Nazareth se llevó a las tres ellas. Serían las cinco cuando la gente se comenzó a dispersar, segura de que los niños del smoking se las verían con la justicia. A esa hora, el viejo de las zancadas naranja daba vueltas con una botella de aguardiente en la mano, pero ya no cantaba. Repetía incesante "yo les tengo el remedio... aguardiente, aguardiente pa'todos, que ese es el remedio".