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19 de agosto de 2009

Mary (Cuento de Margarita García)

Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza se llama el libro de cuentos de Margarita García Robayo. Nueve mujeres, nueve historias, y Mary es una de ellas. Muchas cosas no puede hacer una mujer sin zapatos; por suerte, escribir no es una de ellas.

Mary entró a su departamento y se encontró de frente con un superhéroe gordo que se quejaba de que ya no podía volar. Otra vez habían hecho rodar la mesita del televisor hasta el hall de la entrada. La corrió hasta la sala y tiró su cartera en el sillón.

—¡Destrucción!

Gritó Miguel, que acababa de chocar con su tanque de guerra a dos robots que estaban en el piso. Mary fue a darle un beso.

—Hola, mi amor precioso, ¿cómo estás?

Miguel ni se inmutó. Tenía los ojos fijos en los robots caídos.

—¡Los desterré del universo!

Dijo con su voz "espacial".

—Precioso, ¿te comiste esa comida tan rica que te hizo Nelly?

Mary lo alzó y lo besó en la cara. Él pataleaba en el aire y se limpiaba después de cada beso:

—¡Guácala!

Tenía puesto su disfraz de mago y se le cayó el sombrero. Del sombrero salieron el conejo, el pañuelo rojo y la lámpara de piso tamaño miniatura que fue a darle a Mary justo en el pie.

—¡Auch!

Se quejó ella y su hijo soltó una risita. Mary se lo acomodó de lado, de piernas abiertas sobre su cadera ligeramente alzada, y se volvió a la televisión.

—¿Comiste rico, corazón?

Pasaban una propaganda de leche extra calcio. Nelly salió de la cocina. Tenía un delantal manchado de verde y se secaba las manos con un trapo.

—No comió, señora, dice que las habichuelas son venenosas. Solo quiso cereal. Y acaba de llamar el señor Carlos, que va a pasar a saludar al nene.

—¡Nooo! ¡Arma mortal!

Gritó Miguel y pateó a Mary con sus talones afilados. Ella lo sentó en el sillón y le dijo: "Basta". Miguel se abalanzó sobre su cartera, la abrió y sacó al hombrecito de la nave, que todavía estaba empacado. Ella le dijo que no debía revisar la cartera de su mamá y que eso que había encontrado era un regalito que le iba a dar solo si se había comido las habichuelas, pero como no… Miguel ya había desempacado al hombrecito y le hablaba sobre una misión, mientras señalaba a uno de los robots "intergalácticos" que estaban en el piso. Ella suspiró de cansada, apagó el televisor y oyó el timbre. Nelly fue a abrir la puerta:

—Siga, señor.

Mary fue a buscar un cigarrillo a su habitación.

—¡Zambomba, aún respira! ¡Por las barbas de mi abuelo, elimínenlo!

Gritaba Miguel. Cuando Mary volvió a la sala vio que Carlos estaba agachado frente a su hijo y lo tomaba por los hombros:

—Basta, Miguel, no hables así.

Después le dio una caja envuelta en un papel de regalo, lo besó en la frente y la miró a ella.

—Tienes que hacer algo, Mary. El niño está todo el día mirando televisión y habla como los dibujitos. ¿Cómo es posible que diga "zambomba"?

—Bueno, "por las barbas de mi abuelo" me parece peor, querido.

Mary prendió su cigarrillo. Miguel había roto el papel de regalo y jugaba ahora con el carro de bomberos que le había traído su papá. El hombrecito de la nave yacía bajo el sillón.

Carlos le preguntó a Mary si no había dejado de fumar, se sentó y subió a Miguel sobre sus piernas. Mary le dijo "qué te importa", prendió el televisor y se quedó de pie. Estaban pasando el noticiero. Lo apagó. Después se puso el cigarrillo en la comisura del labio y fue a levantar a Miguel. Cuando lo alzó, el carro de bomberos cayó al piso y sonó una sirena.

—Ya es tarde. Tiene que dormir.

Dijo ella. Le salió una voz rara: como la "espacial" de su hijo. Hacía mucho que no hablaba con un cigarrillo en los labios. Nelly salió de la cocina y dijo "hasta mañana, señora".

—Déjamelo un ratito más, Mary, por favor. Lo extraño.

Carlos la miró con ojos de súplica. Miguel la abrazó fuerte y escondió la cara en su cuello.

—Pero él no. Acá nadie te extraña.

Dijo ella. Y caminó rumbo al cuarto de Miguel.

****

Miguel no se quería dormir, decía que la galaxia estaba en peligro y que él había perdido sus poderes porque Robotina no le había dado de comer.

—Te he dicho que no llames así a Nelly.

Le dijo Mary. Después le cantó la canción de la iguana. Miguel se durmió. Antes de apagar la luz Mary miró su capa de mago y recordó que Carlos se la había comprado para su primera fiesta de disfraces en el Jardín. La capa ya estaba vieja. Mary pensó que al día siguiente le compraría otra. O no, no otra capa, mejor otro disfraz.

Salió del cuarto y vio que Carlos seguía en el sillón de la sala. Estaba mirando en el noticiero algo sobre el accidente del metro. Un niño aplastado: el suicida precoz, lo llamaban. La madre había llorado en vivo en todos los programas y los analistas culpaban a los dibujos animados de la tragedia. Algunos testigos dijeron que el niño quiso volar y se tiró por la ventana. Carlos se veía consternado. A Mary le pareció el colmo que él creyera que podía mirar el noticiero en su casa, así tan olímpicamente.

—No puedes venir a mi casa así como así.

Apagó el televisor con el control, estaba parada detrás del sillón. Carlos se volvió a mirarla.

—¿Viste lo de ese accidente? ¿Viste lo que dicen de los dibujitos? Me preocupa Miguel, Mary.

—Ay, nunca lo saco en metro.

—Nunca lo sacas, querrás decir. Y ese no es el punto, sino que se la pasa todo el día viendo porquerías y hablando como un superhéroe espacial.

—Estás exagerando.

—¿Exagerando?

Mary se metió en la cocina y se sirvió un vaso de vino. Carlos entró detrás, se sirvió otro y se le puso enfrente. Mary vio su cara reflejada en el vaso de él, era un fantasma de película de terror. Qué pálida estaba. Qué muerta estaba. ¡Qué ojeras! Quiso tener ganas de estrellar el vaso de vino contra la pared, de maldecir y de decirle a Carlos que se largara de una puta vez y la dejara en paz. Pero estaba tan cansada. ¿Con qué cara venía a su casa a decirle cómo criar a su hijo? Él, que los había dejado por…

—...esa bruja.

Dijo Mary.

—¿Qué bruja? ¿De qué hablas? ¿Estás borracha?

—Tuve un mal día, Carlos. Mejor vete y hablamos después.

—No, no me voy a ir. Y yo también tuve un mal día.

—Ah sí, claro. Si quieres hacemos un ranking, querido.

Mary salió de la cocina, fue hasta su habitación. Carlos la siguió. Ella entró al baño y se desvistió. Se puso una bata y volvió a salir. Ahora Carlos estaba sentado en la cama tomándose su vaso de vino y mirando el techo. No el de él, el de ella: el de las florcitas. Mary tomó del tocador la crema para desmaquillarse y vio que él la miraba. Ahí venía de nuevo:

—¿No entiendes, verdad? En serio me preocupa Miguel, la última vez que lo llevé a comer pidió "emparedados" y "goma de mascar". El niño vive en una burbuja, nadie habla de esa forma fuera de la televisión.

Mary se estaba pasando una toallita húmeda por los ojos y no supo si reírse o pegarle tres cachetadas. Era increíble verlo preocupado por semejante idiotez. ¿Qué era lo que quería, demandar a Cartoon Network?

—¿Qué es lo que quieres, demandar a Cartoon Network?

—No, quiero que nuestro hijo sea normal.

Nuestro hijo: ¡que fácil lo suyo! Mary terminó de limpiarse la cara y bostezó. Pensó que no podía ser más descarado.

—No puedes ser más descarado.

—¿Qué? No hables mientras bostezas, ¿quieres? No se te entiende nada, ¿que soy un qué?

—Nada, que aquí el único anormal eres tú, y que no te atrevas a…

Carlos entró al baño. La dejó hablando sola, obvio, si ya sabía lo que venía: a decirme cómo criar a mi hijo, porque tú te fuiste y nos dejaste, grandísimo idiota. Mary abrió el cajón del tocador y sacó otro cigarrillo de los de reserva, lo prendió y se fue a la ventana. El aire estaba tibio y pegajoso. Como un útero, pensó. Después se dio vuelta y vio que Carlos se volvía a sentar en la cama. ¿Por qué no lo echaba de una buena vez? No podía entrar y salir de su casa y de su vida cuando se le diera la gana.

—No puedes entrar y salir de mi casa y de mi vida cuando se te dé la gana.

Carlos no pareció escucharla. Ahora estaba como congelado, mirando el vaso de vino. Después volvió a mirarla:

—Hoy tuve un día extrañísimo en el trabajo. ¿Te puedo contar?

Mary quiso contestarle que no, porque a ella qué le importaba lo que le pasara, y que ojalá ella pudiera decir que tuvo un día extrañísimo y no un día de mierda.

—¿Qué te pasó?

Dijo. Él respiró hondo, tomó otro sorbo y lo saboreó. Se puso de pie y caminó lentamente hasta la ventana. A Mary todo le pareció un exceso. En eso sí que eran iguales todos los hombres. Tiran una línea: hoy tuve un día extrañísimo en el trabajo. Ajá. Tres horas después continúan: maté a mi secretaria, por ejemplo. O como le había dicho él mismo aquella noche, hacía no tantos meses: me enamoré de otra mujer. Y esa vez Mary no dijo nada. Se dio una ducha, se metió en la cama, hicieron el amor y al día siguiente ella se fue temprano a trabajar. Solo cuando estuvo sola en su oficina, frente a su taza de café de soja, pudo llorar y sentirse miserable. Y después de todo lo que había pasado, allí estaba ella, a su lado, esperando a que le contara la crónica de su día. Se le hizo un bollo en el pecho y se odió por tener tantas ganas de abrazarlo.

—Bueno, si no vas a hablar, mejor lárgate.

Le dijo.

—¿Yo?

—¡No, el Capitán Centella!

Le dijo ella, quizá en un tono muy alto. Carlos la miró, hizo un gesto irónico o de reproche, o los dos, y luego la señaló.

—¿Ya ves que en esta casa solo se piensa en dibujitos animados? Con razón Miguel está como está. ¡Cruzo los dedos, querida! Es que pienso en ese niño del metro y me da escalofríos.

Mary apagó el cigarrillo en el cenicero del tocador, se amarró fuerte el lazo de su bata. Carlos estaba matando el último sorbo de vino de su vaso de florcitas y acababa de acribillar el resto de su paciencia. Ella no tenía ninguna intención de pelear, había estado conteniéndose todo el rato. Pero esto no se lo iba a permitir: cómo era posible que la acusara de corromper a su hijo cuando el único culpable de los traumas de Miguel era él.

—¡No sé qué mierda te pasa! Ahora te vienes a hacer la víctima cuando fuiste tú el que...

Carlos la paró, sacudió la mano como espantando a un bicho y le dijo que no empezara con eso. Puso cara de fastidio. Mary no podía creer que siempre fuera lo mismo: él los abandonaba, y eso había que aplaudirlo...

—¡Clap clap!

Le gritó, y aplaudió muy cerca de su cara. Él se echó hacia atrás y la miró aterrado. Pero ella que se quedaba lidiando con su hijo, con su trabajo y con el universo entero, era la culpable de todas las cosas malas que pasaban, hasta del suicida precoz. ¿Acaso ella había empujado a ese niño?

—¡Acaso yo empujé a ese niño!

Gritó más fuerte, casi sin darse cuenta de lo que estaba gritando, porque no era eso lo que quería gritar sino todo lo demás: lo del abandono y esas cosas, pero eso fue lo que le salió. Y es que con Carlos siempre le salían cosas como esa.

—¡Destrucción!

Esta vez fue Miguel quien gritó y los dos corrieron hasta su cuarto. Cuando entraron, estaba parado sobre la cama con los ojos cerrados y una espada de plástico apuntando hacia el techo.

—Está soñando, no lo toques. Vete que yo me ocupo.

Dijo Mary, se arrodilló en la cama y le quitó la espada con cuidado de no despertarlo. Le bajó los brazos y lo acostó muy despacio. Carlos seguía allí, con la sábana en las manos. Lo arropó. Miguel murmuraba cosas.

—Habichuela, papi, bruja, muerte a Federico…

Mary se acostó pegada a su hijo, lo abrazó por la espalda, se secó las lágrimas con la capa de estrellitas desteñidas y la manchó con restos de rimmel. Carlos se acostó detrás de ella, también la abrazó. Mary no dijo nada, cerró los ojos y por un instante brevísimo sintió que en esa cama tan chica estaba toda su felicidad. Pero luego, en medio de la respiración de Miguel, de su llanto y del silencio, volvió a escuchar el sonido familiar, doloroso, de la puerta de salida.