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12 de septiembre de 2005

Matrimonio pobre

Matrimonio pobre

Por: Joe Broderick

Cuando ella apareció en la puerta de aquella iglesia parroquial, vestida de clásica novia coronada de una guirnalda jaspeada de capullos blancos y con un tren de encajes llevado por dos diminutas damas de honor trayendo canastas de pétalos, la visión nos quitó el aliento. A mí y a todos. Por el tapete rojo, de brazo de su papá, avanzaba con paso lento Luz Mireya, una mujer bellísima de veintiséis años,
no muy alta de estatura pero de un porte altivo y una expresión de infinita serenidad. No llevaba flores, sino apenas un solitario clavel para obsequiar a su amor. Él, John Alexander, cabo segundo del ejército, vestía el uniforme blanco con ribetes rojos y botones dorados que el protocolo militar reserva exclusivamente para estas ocasiones. Era un mozo apuesto de la misma edad de Luz Mireya, aunque se veía más joven, pues los niños tienen la suerte de no llegar a ser personas grandes tan rápido como las niñas. Pero aparte de su aspecto de inocencia juvenil, había algo más que nos sorprendió en la figura de aquel muchacho de reluciente uniforme blanco, como de príncipe salido de un cuento de hadas, que esperaba atento, con una tímida sonrisa, al pie del altar: es que fue él y no la novia quien tenía en sus manos el ramo de flores. No lo sabíamos, pero el primer rito de la ceremonia nupcial iba a ser un intercambio simbólico: ella pondría una flor en su ojal y él le entregaría el tradicional ramillete de lirios blancos.
Se suponía que este fuera un típico matrimonio del sector popular. Bueno, no sé cuán representativo haya sido. Pero ciertamente las bodas que presencié ese sábado 20 de agosto en la iglesia Santa Elena del barrio Eduardo Santos, y la recepción que siguió, no tenían por qué envidiarle nada al más sofisticado matrimonio en el barrio El Chicó. Para comenzar, la pareja contrató los servicios de una buena casa de banquetes, cuya dueña me comentó que le gustaba trabajar con "la gente del sur", porque los del norte tienden a ser "michicatos". "Y a veces son groseros también", agregó. Se acordaba de unos clientes de estrato seis que se pusieron furiosos porque la comida para los meseros estaba guardada en cajas similares a las que contenían la comida de los invitados. "Prefiero trabajar con los pobres", insistió la señora Mary Sol Quintero de la casa de banquetes, "pues son más amplios, más generosos que los ricos".
Mary Sol es propietaria, junto con su marido, de la empresa Absalón, especializada en preparar fiestas de todo tipo y para todas las clases sociales; es decir, ajustadas a la medida del bolsillo del cliente. Tienen tres salones de recepción bajo el mismo techo en la carrera 30 con calle 4ª, y otro en la autopista norte. Ofrecen un "paquete" que incluye una comida estilo bufé, un ponqué de bodas de tantos pisos como uno quiera y champaña para el brindis, seguida de "cocteles" para las damas y whisky para los caballeros. Uno escoge según su gusto y su capacidad económica. Para John Alexander y Luz Mireya hubo todo lo anterior, y más. Confieso que no conté los pisos del ponqué, pero eran muchos, suficientes para que todos comiéramos un buen pedazo. Y fuimos cien, por lo menos, los invitados. Había un maestro de ceremonias, buena música bailable, y los recién casados llegaron en un automóvil clásico, un Ford '46 negro en perfecto estado de conservación, adornado con cintas y flores y conducido con gran parsimonia por su dueño, que es el padre de Mary Sol Quintero. Es decir, para celebrar este matrimonio, se echó la casa por la ventana.
Pero vamos por partes. Primero, ¿cómo fue que conocí a la pareja? Resulta que la tía abuela de John Alexander es doña Olga Franco, una simpática paisa que trabaja por días en el apartamento de una gran amiga mía en el barrio Rosales. Ese sábado mi amiga notó que Olga estaba cumpliendo sus tareas con inusual afán porque, como explicó, tenía un matrimonio por la tarde. Ahora, la noche anterior mi amiga me había escuchado contar que iba a asistir a una boda, y me oyó mencionar el nombre del novio. Entonces, oyendo hablar a Olga, se dio cuenta de que se trataba del mismo matrimonio y se lo contó a Olga. Al llegar a casa esa tarde para arreglarse para la ocasión, Olga regó la noticia de esta coincidencia entres sus familiares. De modo que, cuando llegué a la iglesia esa tarde, me recibieron prácticamente como a un viejo amigo.
A Luz Mireya la conocí unas horas antes, alrededor del mediodía. Era imposible verla más temprano, pues ella debía pasar la mañana entera en el salón de belleza. Aprovechaba lo que la casa Absalón ofrece a las novias como ñapa: una larga sesión de embellecimiento el día mismo de su matrimonio. Parece que les dan el "baño de luna" que, según me cuentan, incluye un tratamiento de la piel (el llamado peeling), además de un sauna con hierbas, el jacuzzi, masaje, maquillaje y peinado, manicure y pedicure. Y luego el toque final: la diadema de flores. De allí salió Luz Mireya Hernández perfumada, relajada y exquisitamente emperifollada para su matrimonio.
La encontramos, el fotógrafo y yo, en la puerta del salón, ubicado en el barrio Alcázares, y tuvimos la oportunidad de conversar con ella durante el largo trayecto que recorrimos en un taxi para llegar a su casa. Los Hernández viven en Chuniza, uno de los últimos barrios del sur de Bogotá, más allá de Santa Librada en la vía de Usme. Don Arnulfo Hernández, el padre, lleva quince años como pensionado; trabajó veinte en la Empresa del Acueducto. Luz Mireya es la menor de su familia: tiene cuatro hermanos y tres hermanas. Ella estudió para enfermera en la Fundación Empresarial en Chapinero y hace ya siete años se desempeña en el Instituto de Cancerología. Se ve que es una persona inquieta, pues además de trabajar largas horas en el hospital, encuentra tiempo para tomar clases de psicología. Quiere aprender más cosas y mejorar su situación.

 
Nos contó cómo conoció a su futuro esposo, John Alexander Vélez. Fue en una fiesta en el Club Militar, a donde la invitó uno de sus hermanos que está en el ejército. Los dos jóvenes no demoraron en volverse novios, y en abril decidieron casarse. Ella tiene plena conciencia de que no será fácil ser esposa de un soldado. No sabrá nunca cuándo lo va a tener a su lado. Como se sabe, todos los uniformados -oficiales, suboficiales y tropa- deben estar listos a toda hora para servir en cualquier rincón del país. John Alexander ya estuvo dos años en el Caquetá; luego le tocó una temporada más tranquila como miembro de la guardia presidencial; y en la actualidad está asignado a un batallón en Tame (Arauca), zona de candela, donde realiza tareas de patrullaje. Luz Mireya se preocupa por él; sabe que está en la boca del lobo. Permanecerá allí al menos dos años más, poniendo el pellejo por la Patria. Nunca se sabe cuándo pueda saltar el peligro; las emboscadas son frecuentes e impredecibles. Y lo más maluco y desanimador es cuando el jefe de las Fuerzas Armadas culpa a los propios militares por las bajas que ocurren en sus filas. Pero esa es otra historia. De eso no hablemos.
Hablemos más bien de los preparativos para el matrimonio. Luz Mireya tuvo poco tiempo para alistarse, pues a John Alexander le dieron veinte días de asueto en agosto y él no quería dejar el matrimonio para más tarde. Ella se encargó de cuadrar lo de la iglesia. Pero descubrió que la fecha de su nacimiento tal como figuraba en la partida de bautismo no coincidía con la que aparecía en su cédula. ¡Qué lío! Le tocó solicitar una carta del cura párroco dirigida al vicariato de la arquidiócesis para ver si los jerarcas de la Curia autorizaban el cambio de fecha en el documento eclesiástico. El registro civil, por supuesto, era inmodificable. En sus pocos ratos libres, entonces, Luz Mireya corría de un lado a otro hasta que finalmente los reverendos se pusieron de acuerdo y corrigieron la discrepancia. Nunca se supo de quién había sido el error original.
¿Y no hubo despedida de soltera?, le pregunté. Sí, la hubo. Se hizo en casa, y la organizaron sus hermanas y su mamá. Hasta contrataron a un "bailarín", me dijo. Quería decir un stripper, un chico que normalmente se presenta en un club de la ciudad. El muchacho se empelotó hasta la tanga, me contó, y bailó de la manera más insinuante y erótica al son de una música muy fuerte. Uno lo imagina agitando su "paquete" en las narices de las excitadas amigas y vecinas. Lo más simpático fue que John Alexander estaba arriba en el segundo piso de la casa viendo un partido de fútbol. Lo encerraron en el cuarto del televisor de donde pudo oír la gritería de las mujeres abajo en la sala. Pero obviamente no lo dejaron asomarse. ¿Y te gustó el espectáculo?, averigüé. "Sí, mucho", me respondió. "El muchacho me provocó. Era muy lindo. Incluso le dije a John Alexander que si él no se casaba conmigo, yo me casaría con el stripper".
Por lo que pude observar, ese desafío sobraba. John Alexander se veía muy enamorado. Había acompañado a Luz Mireya en un pequeño curso prematrimonial y habían ensayado de antemano todos los detalles de la ceremonia religiosa. Era evidente que el padre Julio, párroco de Santa Ana, conocía a la pareja y que les tenía especial afecto. Ofició, entonces, con mucha gracia y buen humor, dando un toque personal a la liturgia. De modo que no hubo nada de solemnidad. Pero sí fue emocionante cuando los jóvenes juraron amarse no hasta que la muerte los separara, como es habitual, sino "por toda la eternidad". A la salida de la iglesia, los compañeros del novio, miembros de la guardia presidencial, luciendo sus uniformes de gala, formaron la "calle de honor" y la pareja caminó debajo del callejón de espadas alzadas.
La recepción comenzó discretamente, con el vals de los recién casados. Luego el brindis por parte de los padrinos. Habló el padrino, luego el padre de la novia, después el padre del novio. Pero para mi sorpresa, cuando le tocó el turno a la pareja, primero fue ella, Luz Mireya, quien tomó la palabra. "Brindo por Dios", dijo, "por haber puesto este hombre en mi camino".
La rumba siguió hasta las tres de la mañana. Hubo buen trago y buena comida, y todos bailamos con ganas. A alta horas de la noche, unos muchachos, con los ojos vendados y las manos amarradas detrás, buscaron cómo encontrar a la novia a tientas y quitarle la liga con la boca. La novia, en su momento, tiró el ramo de flores encima de su hombro para ser cogido en el aire por la niña que sería la próxima en casarse. Mejor dicho, se observaron todas las formalidades, pero de la manera más informal. Una ocasión memorable.
Un último detalle. Apenas habíamos salido de la iglesia, alrededor de las seis de la tarde, cuando se oyó un tronar estremecedor de motores y apareció una caravana de motos tipo Harley Davidson. Llegaron raudas y veloces y parquearon frente a la puerta de la iglesia. Los motociclistas y sus acompañantes, vestidos todos de cuero negro, bajaron y se alistaron para entrar al templo. Evidentemente el siguiente matrimonio programado para Santa Ana esa noche iba a ser de una pareja de Harleys. Provocaba quedarnos y repetir.