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16 de diciembre de 2009

Crónica SoHo

De rumba en Melgar

Mauricio Quintero viajó a Melgar, el veraniadero de los cachacos por excelencia, para pasar una noche de rumba

Por: Mauricio Quintero Fotografías: Piers Calvert © 2009
No importa cuántas veces se haya ido, Melgar no deja de sorprender. Ducho en pasar allí vacaciones interminables, Mauricio Quintero volvió y quedó obnubilado con la vida de la avenida donde está el centro recreacional Cafam y con un carro con tantos parlantes que su potencia alcanzaba a ser registrada por la escala de Richter. | Foto: Mauricio Quintero Fotografías: Piers Calvert © 2009

Póngase de pie:
"El turismo melgarense
Que al visitante fascina
Hace de nuestra ciudad, Melgar,
un mar de piscinas, (bis)
Melgar... amable
Melgar... turística
Cosmopolita... Melgar,
Melgar, Melgar, Melgar".

Ese estribillo no lo escribieron los del grupo Salpicón de La luciérnaga ni mucho menos Los Marinillos. Se trata del verdadero himno de la república independiente de Melgar, a dos horas de Bogotá, que entre otras cosas, tiene un escudo que me llamó mucho la atención porque me parece haberlo visto antes. Solo que sin la bandera de la capital, con menos avioncitos y helicópteros de juego de lotería, con un poquito más de libertad y orden y con un cóndor menos turístico y dormilón.

Puede sentarse

A las 11:00 de la noche de aquel sábado y después de haberme sentido como un moco pasando por debajo de la Nariz de Diablo por fin llegué a Melgar con Óscar, uno de los conductores de SoHo, y con Piers, un fotógrafo inglés recién desempacado, que poca experiencia debe tener en estos valles tropicales de delicias repletas de vitamina Ch: chorizo, chanfaina, chunchullo, chocolatina "yed", brochetas, pinchos o chuzos que, abundantes en calorías, nos ponen a sudar, a usar chanclas y expeler chucha.

Antes de la rumba y para soportar la experiencia con el corazón contento, fuimos a una sucursal de comidas rápidas para borrachos cuya casa matriz queda en Bogotá. Nos sentamos en las populares sillas Rimax de huequitos, color blanco Melgar. El conductor y yo entendíamos todas las opciones gastronómicas del menú plastificado pero fue un poco difícil explicarle a Piers qué era un chuzopán sin que llegara a pensar que lo estábamos amenazando. Sintió como si le estuviéramos diciendo: "Mono, deme pa‘ un pan o lo chuzo". Pero, para hablar el mismo idioma, le dijimos que mejor pidiera algo diferente a un knifebread.

Desde que yo era un niño siempre existió Cafam de Melgar, construido para los bogotanos que no teníamos ni plata ni visa porque allí había, y creo que todavía existe, una piscina que tiene playa y muralla cartagenera con garita de vigilancia y todo, unida arquitectónicamente a un castillo que yo asociaba con el que hay en Magic Kingdom. Y desde ese entonces, mis acuavacaciones siempre estuvieron acompañadas de raspado melgareño en la plaza del pueblo y comentarios de mis tías que descalificaban los dos pequeños rumbeaderos que había al frente de este centro recreativo.

Treinta años después, como si hubiera salido de una máquina del tiempo, me veo caminado por la avenida Cafam. Un Times Square tolimense que me estimula los sentidos. Y siguiendo mis instintos de niño, me dejo seducir por un carro parqueado repleto de parlantes, con sus cinco puertas abiertas que dejan escapar reggaetones a un volumen que alcanzaban a empujar mi cuerpo hacia la tienda de flotadores de al lado. Piers tomaba fotos como si estuviéramos muy dentro de Tailandia mientras yo pensaba cómo han cambiado las cosas, aquí en las afueras de Cafamlandia.

Militares de la base de Tolemaida, licoreras haciendo su agosto en diciembre, más gente en moto que a pie, negocios de caldo, un jinete gordo de bigote cabalgando en un paso fino colombiano, dos mujeres que bailan con un tipo más barrigón que yo en un lugar llamado Roca, vendedoras de rosas que no hablan parlache y un pequeño olor a vómito me acompañaron hasta la entrada de un lugar al que le caben 1450 personas: Toni-K VIP, sede Melgar.

Puede cambiarse

Desde afuera se ve que el lugar es de tres pisos. Miro para arriba y alcanzo a ver movimiento rumberístico. Pago el cover consumible, me requisan, me entregan el papel del cover para que lo incluya cuando vaya a pagar la cuenta. Hay una amplia y enorme escalera para ir a un segundo piso. Hay unas palmeras artificiales de casi dos metros acompañadas de varios muñecos vestidos con unas armaduras que yo nunca me atrevería a ponerme en un clima como este. Subo las escaleras, oigo cada vez más fuerte la música y al llegar al segundo piso me encuentro con una reina: la piscina. Y no cualquier piscina de segundo piso. Una, al aire libre, perfectamente iluminada, muy amplia, de 1,60 metros, diseñada especialmente para borrachos que se meten a bailar con ropa. Nunca había visto tanta gente bailando merengue y haciendo el ocho con el agua hasta las tetillas. Jamás en mi vida había visto a tipos escurriendo el jean para servirse más trago. Una verdadera alberca llena de libertades, no como esa piscina bogotana de la 22 con Caracas en la que uno solo puede humedecer ciertas partes del cuerpo. Los melgareños, retomando lo que en el siglo V a. C. hicieran los romanos, y respondiendo a las exigencias del mercado, le tienen al turista riguroso y acostumbrado a nuevas experiencias este balneum público, esta thermae. Ahora sí entiendo qué es lo que tanto estaban custodiando las armaduras de la entrada.

Busco una mesa con sofá cómodo de diseño moderno, hecho de mimbre. El fotógrafo y yo pedimos cervezas pero nos piden que nos cambiemos a una mesa con sillas metálicas porque las otras están reservadas para gente que pide de a botella para arriba. Como me conozco muy bien y sé lo que 750 mililitros de Tapa Roja podrían producir en mí, no cambiamos el trago, cambiamos de mesa. No quisiera terminar borracho y en calzoncillos, atrapado unos minutos por ese mar de aguas mansas, atrapado unas horas por la Policía local o atrapado para siempre por la cámara de Piers.

Puede ingresar a la piscina

Traen las cervezas en lata que pedimos. Las destapamos. Tomo el primer sorbo, me siento y me relajo. Estoy en buena Toni-K. Cada vez entra más y más gente. Ya estoy metido en el down town de la ciudad capital del cloro y la chancleta. Miro a mi alrededor buscando alguna sirena que me mueva la cola en ese océano de piscinas pero, por lo que veo, deduzco que en Melgar el negocio de los tamales es mucho más próspero que el de los gimnasios. Me tomo otro sorbo. En el fondo hay una pared muy grande pintada con cal que sirve de pantalla gigante para los videos vallenateros que el VJ está mezclando. En la parte superior de una de las columnas hay ventiladores encendidos que me traen algo de bienestar disfrazado de aire, un poco más frío. Al fondo veo un adorno hecho con un tubo de gas al que le abrieron unos huequitos para que salieran pequeñas llamitas que se reflejan sobre el agua de un intento de piscina que hay en el tercer piso. Tiene pocos centímetros de altura y sirve más de lavapiés o de lavapatas, de mesas y sillas. Piers se sube a ver qué más puede capturar con su lente. Creo que después de esta expedición es muy posible que se vaya de SoHo y consiga trabajo en National Geographic Magazine. Los funcionarios del sitio reparten unos delgados tubitos fosforescentes y apagan las luces. Muchos hombres aprovechan dentro de la piscina para ofrecerles otro tipo de raspado melgareño a sus compañeras de baile. El animador pregunta por la ubicación de los hinchas de Millos y luego por los de Santa Fe. Pero a pesar de sus gritos y los de la gente, lo único que logra sacarme de mi estado de meditación alpha es una mujer que sin quererlo se salió de la piscina, se paró frente al ventilador y está logrando que las goticas con sabor a cloro de su camiseta me caigan en toda la cara. Las bajo con cerveza.

Puede secarse

La pilatuna preferida del lugar es empujar gente para que caiga en la piscina. Así que me alejo con disimulo y permanezco pegado a la pared casi toda la noche. Suena "…Vampiro, vampiro, me chupa el vampiro…". Un tipo, con una botella de whisky, sin zapatos, parado al lado de la piscina, con el jean remangado como Tom Sawyer toma tragos a pico de botella mientras los amigos que están metidos entre la piscina le hacen reclamos. Uno de ellos nada hacia la orilla y abre la boca como delfín de Sea World con la esperanza de ser alimentado por una regadera de licor amarillo. Tomo cerveza a fondo blanco. La gente no se pierde ninguna canción que tenga coreografía. Bailan El meneíto, Sopa de caracol y Mayonesa. Pasada una hora y media y cinco cervezas, reparten globos tubulares de los que usan los payasos para hacer perritos y otras figuras en las piñatas. La gente los enrolla, se los pone en la cabeza pero a mi vecina de mesa se le ocurre manipularlo hasta convertirlo en un falo que se amarra cerca de su pelvis. Amenaza, apunta y corretea a cuanto varón se le acerca a su flexible pipí amarillo de caucho. Lanzan globos gigantes como de concierto que la gente empuja hacia arriba dando saltos desde la piscina. Uno de los globos se sale del área y una mujer que está parada en la orilla bailando ve el globo bajando hacia sus pies. Aprovecha para meter un gol y le mete un puntapié que lo hace estallar. Lo que me hace pensar que además de los gimnasios, el pedicure tampoco tiene buena demanda en esta ciudad.

Puede largarse

El animador coge el micrófono y pregunta: "¿Cuántas personas van a hacer el amor esta noche?". La gente le responde con un grito al unísono y yo, con otro alarido interior, me respondo a mí mismo que no, que nada, que fresco, que yo aquí sentado estoy bien. Por primera vez en mi vida tengo la certeza de que esta noche no quiero que pase absolutamente nada, con nadie. Me paro de la mesa. Me meto al baño a hacer pipí con una risita idiota, y pienso que debajo de los pantaloncillos podía tener un falo amarillo de caucho. Esa idea me hizo saltar la alarma: a punta de cerveza uno también termina pensando o, por qué no, haciendo estupideces. Miré al lado y veo a un foto-sensible compañero de orinal quien a las 2:00 de la mañana usa gafas oscuras y un carriel negro de cuero marca Prada. No quería ni pensar de qué calibre podría ser lo que llevaba ahí dentro. Así que, luego de tres horas de ver gente bailando tan libre, tan de pecho y de espalda y, antes de que se armara un mierdero o de que yo terminara empujando a Piers con cámara y todo a la piscina, pido la cuenta. No puedo estar más en un lugar donde cualquier vestido es de baño.

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