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26 de enero de 2015

Zona Crónica

Una tarde en la mesa de los galanes

En Rosario, Argentina, en el bar El Cairo hay una mesa a donde todos los turistas quieren llegar: la “mesa de los Galanes”. Allí se sentaba Roberto Fontanarrosa con sus amigos de siempre a conversar. Él ya no está, pero los demás siguen vivos, y el escritor Eduardo Sacheri se sentó con ellos a revivir los tiempos en que el Negro era el centro de atención.

Por: Eduardo Sacheri
Por Eduardo Sacheride izquierda a derecha, Chelo Molina, Turco Jaraj, Colorado Vazquez, Ricardo Centurión, eduardo sacheri (el autor), y Chiquito Martorell.

Mientras busco una mesa en El Cairo me viene a la memoria el primer párrafo de El Aleph, uno de los cuentos más célebres de Jorge Luis Borges. El narrador confiesa que su adorada Beatriz Viterbo acaba de morir, y los carteles publicitarios de la estación de trenes de Constitución acaban de cambiar, inaugurando las modificaciones que harán del universo un lugar distinto —cada vez más lejano— al que ella habitó. Y esa constatación melancólica se me impone, mientras elijo dónde sentarme a esperar a los amigos del —a criterio de muchos, entre los que me incluyo— uno de los artistas más notables de la Argentina del siglo XX.

Roberto Fontanarrosa murió en 2007, hace más de seis años, y mientras me siento junto a los enormes ventanales del bar, pienso que los cambios acumulados en el universo desde entonces y en la vida de las personas que he venido a entrevistar también son infinitos.

Para empezar, la propia mesa de los Galanes. Toda una atracción turística que el bar El Cairo ha erigido en el centro de la estancia. Es diferente a las otras mesas. Está pintada de azul, amarillo, rojo y negro, por Newells y Central, los dos célebres equipos del fútbol rosarino. Tiene una cubierta de vidrio, y debajo se ven fotos diversas de esa barra de amigos que tuvo al Negro como tácito caudillo. Esa mesa es un hito. “Aquí sucedió”, parece gritar esa mesa de colores múltiples. Pero ahí está el asunto, el tiempo verbal pretérito. “Sucedió”. Ya no sucede. Otra modificación visible: la estatua de tamaño natural de Fontanarrosa. Cerca de los baños, acodada en un buzón postal de color rojo, la estatua abandona la mirada entre las mesas más próximas a la calle Sarmiento. Ni la mesa de colores ni la estatua estarían allí si el Negro estuviese vivo. El mundo y sus cambios. La puta muerte.

Por fortuna, los amigos del Negro son puntuales. Ricardo Centurión hace las veces de anfitrión oficial de este escritor que soy yo, metido en la dudosa piel del periodista. Con él hablé por teléfono desde mi lejano Castelar para combinar el día y la hora. Fue Ricardo el que tuvo que sortear mis titubeos de “¿vos les avisás a los demás? ¿No los molestaré con mi presencia? ¿No les jode que haya un fotógrafo?”. Riesgos en los que incurre SoHo, que en lugar de encargar esta entrevista a un periodista como Dios manda me envía a mí, que soy más tímido que un canario. Pero bueno, allá ellos. Ya que estoy acá, me daré el gustazo de conversar con los amigos del Negro.

Los “galanes” son seis. Además del ya citado Ricardo se han apersonado el Colorado Vázquez, el Turco Jaraj, Chiquito Martorell, Ricardo Alongi y el Chelo Molina. Los límites del grupo, de todos modos, son voluntariamente borrosos. A lo largo de los años se ha incorporado gente, otros se han apartado, otros tuvieron una presencia esporádica. Claro que hay amigos más próximos y más distantes. Y las reglas para determinarlo pueden ser estrictas, pero sobre todo son tácitas. Centurión me aclara que eso de los “Galanes” es irónico. Jamás se sintieron tales. Mucho menos se ufanaron de serlo. Eso jamás. La jactancia es uno de los pecados que el estricto código de este grupo no tolera en sus miembros. Ni en vida del Negro, ni ahora que el Negro ya partió.

La mesa de los galanes tiene un origen temporal incierto, me informan de entrada. Y fue producto de diversos aluviones, en este país de inmigrantes en el que todos parecemos así, caídos de repente en algún sitio que nos abriga. Alguno se arrimó a El Cairo de muy chico, por trabajar en la zona. Otro por el atractivo que representaban los billares, que ya no están. Otro, como en el caso de Fontanarrosa, llegó buscando refugio desde “otro bar de acá a la vuelta” (no me dan mayores precisiones, tampoco las solicito). En los últimos 70, algunos bares frecuentados por jóvenes universitarios estaban en la mira de los esbirros de la dictadura. El Cairo, en cambio, estaba protegido por su ligero tufillo a rufianes clásicos y a marginalidad de poca monta. Y eso lo puso a salvo de peores vigilancias.

El Negro llegó en aquellos años, “con uno o dos amigos”. Inútil indagar por sus identidades. A esos “uno o dos” se los ha tragado el tiempo. Y hablando de tiempo, pregunto a los anfitriones si esa es la época de fundación de “La mesa”. Me responden que no. No todavía. Hizo falta algo más de tiempo, de tardes perdidas, de afinidades. No hay una fecha exacta para situar la génesis. Pero sí hay un acto, una circunstancia. El fútbol. En algún momento los integrantes de la mesa organizaron un equipo de fútbol. Lo notable es la razón que los llevó a construirlo: “¿Sabés qué pasa? Que acá había muchos que hablaban boludeces, entendés”. Claro que entiendo. Un argentino suelto en el ágora del café puede dar de sí mismo una versión mejorada, libre de torpezas, plena de cualidades. Una perorata inverosímil que arranca con la frase: “¿Vos sabés lo que soy yo con una pelota en los pies?”. Los Galanes organizaron el equipo precisamente para frenar esos delirios de grandeza. Para situar a cada cual en su sitio. Me esperanzo con que ahora sí me puedan decir la fecha. Pero no. Porque uno dice “1985”, convencido. Y otro lo desautoriza. “1982”, opone. “Se equivocan —calcula un tercero—: fue en el 83”.



Pregunto cómo jugaba Fontanarrosa. “Un mediocampista habilidoso, con buen pie, por la derecha…”, me dicen, y uno de los Galanes hace el gesto de mover la mano, sinuosa, como si su mano fuera el Negro y los pocillos y los servilleteros fueran los rivales eludidos. Pero no abundan en detalles. No insisto. Me parece bien ese elogio mínimo. Nada de agrandar demasiado la figura del Fontanarrosa futbolista. Nada de hablar boludeces. Pregunto si inscribieron el equipo en alguna liga, en algún torneo, y me dicen que no. Desafíos específicos, eso jugaron. Sospecho que lo más importante no era comprobar cómo jugaban los otros, sino justipreciar el lugar de cada uno de ellos en el grupo.

La conversación gira. Va y viene. Hablamos en círculos, como corresponde a los mecanismos del recuerdo y de la tristeza. “Hablaba poco, el Negro”, me dicen. “Hablaba poco y escuchaba mucho. Y se acordaba de todo, después”, me dicen. “Podían pasar 30 años y el tipo, de repente, escribía un cuento tomando una anécdota de la noche de los tiempos”. Todos lo confirman, admirados. Explican el proceder que usaba el Negro. Tomaba una frase, una anécdota, y la trasplantaba a otro sitio, crecido en su imaginación. Y el resultado era un cuento. Citan ejemplos. Se entusiasman. “El 8 era Moacir”, es el cuento. Y un asado que estaba a cargo del Chelo fue el germen. “La observación de los pájaros” —el cuento de fútbol que a mí más me gusta, aclaro—, a partir de un papagayo azul y amarillo que camina en el jardín de un hotel colombiano a la hora del desayuno. “Lacus Vendelinus”, que nace de la charla suscitada en El Cairo cuando Boca fichó al camerunés Alphonse Tchami en 1995.

“Vos te olvidabas del asunto… y de repente aparecía la anécdota en un cuento. Y con la voz exacta. Y los dibujos —agrega alguno—. Ese ojo del Negro para dibujar caracteres, tics, fisonomías, para sacar a la gente… perfecta”.

El Chelo comenta que hace un tiempo, para una exposición, juntaron cualquier cantidad de dibujos del Negro. Dibujos que la gente le pedía y que él creaba así, a pedido, con la generosidad sin aspavientos que usaba para moverse por el mundo. “¿Y la fama?”, pregunto. “La fama qué”, me devuelven el interrogante. “¿Acá lo jorobaban mucho? Lo interrumpían, lo asediaban?”. Lo piensan un poco. “Los clientes de El Cairo, no” —descartan los Galanes—. “A veces los de afuera. Pero el Negro era el tipo más paciente del mundo. ‘¿Me hacés el prólogo para mi libro, Negro?’ —remedan—, y el Negro decía que sí. ‘¿Me hacés un dibujo de Inodoro para mi pibe que cumple años?’, y el Negro decía que sí”.

“¿Vos sabés cómo nos dábamos cuenta de que el tipo era famoso? —suelta uno de los Galanes—. Por la admiración que le tenían otros artistas famosos”. Buena, vara, pienso, mientras me lo explican mejor. “Claro —dicen los Galanes—. Vos lo veías a Silvio Rodríguez, el cubano, que venía acá y se moría de admiración. A Eduardo Galeano, el uruguayo, a los Les Luthiers. Ahí medio que nos dábamos cuenta de la fama que tenía el tipo afuera, en el mundo. Pero el Negro no decía nada. Cuando le daban un premio, nos enterábamos por los diarios. Y le decíamos ‘che, Negro, por qué no avisás’. Y el Negro, nada. De los viajes al exterior, cuando lo invitaban de todos lados… ¿Sabés cómo nos enterábamos? Por los regalitos que traía a la vuelta, para la mesa. De Nueva York trajo unas estatuitas de la Libertad hechas de goma. De Colombia, unas hormigas culonas comestibles que nadie quiso probar, menos el Chelo”.



Sigo indagando. No le importaban esas cosas, parece, a Fontanarrosa. Pero otras cosas sí que le importaban. Rosario, los amigos, Central, el fútbol en general. El tipo armaba los viajes, los compromisos, esas cosas, según el fixture del campeonato. Si jugaba Central de local no viajaba. Una vez le ofrecieron ser secretario de Cultura de la ciudad de Rosario, parece. El Negro agradeció pero declinó la propuesta con una razón sólida y coherente. “Supongamos que se inaugura la Feria de las Colectividades y al mismo tiempo juega Rosario Central —razonó—. Será una pena, pero a mí me vas a encontrar en la cancha…”.

“¿Y el grupo ahora, sin el Negro?”, me animo a inquirir. Chiquito dice que no es lo mismo. Las cosas están más deshilachadas, los defectos de cada cual, un poco más evidentes. Como si faltara el Negro para poner un poco de paz con un comentario, con un gesto, casi con nada. Pienso en esos jugadores experimentados que, según los viejos comentaristas de fútbol, saben “absorber la presión”.

Volvemos a hablar de cómo era, de cómo le gustaba hacer las cosas. “Acá nunca hubo pergaminos ni títulos —me cuentan—. Acá no importa si sos contador, arquitecto, médico, cantante, escritor. Y el Negro siempre respetó eso. Lo mismo con el tema mujeres. Por supuesto que de mujeres se hablaba. Pero siempre en general. No con nombre y apellido. No para buchonear a nadie. Jamás”.

“Y otra cosa —insiste uno de los Galanes, como si puesto a recordar le entrasen más ganas aún de seguir recordando—. El Negro nunca se iba a poner a criticar a nadie públicamente. Si alguien no le caía, como mucho, no lo nombraba. No hablaba bien de esa persona, o de lo que hacía. Pero no hablaba mal de nadie. No le interesaba”.

Miro la hora porque temo estar entreteniéndolos demasiado. Llevamos dos horas charlando, y aunque tengo todo el tiempo del mundo pienso que ellos no. Se lo digo, pero me dicen que me quede tranquilo, que no hay apuro.

Hay un tema sobre el que me gustaría preguntar, pero no quiero ser indiscreto. Que pregunte, me dicen. Sobre su enfermedad, aclaro, y digo que si les parece inadecuado no me digan nada. Que puedo entenderlo. Me dicen que no, que no hace falta. Que está bien. Que se puede hablar.

“Qué enfermedad de mierda”, piensa alguno en un murmullo, y los demás coinciden. Hablan de la esclerosis lateral amiotrófica que lo afectó desde 2003 y le provocó la muerte cuatro años después.

“Mirá —arranca alguno, como tomando envión—, se lo bancó como un señor. Laburó hasta el último momento, porque la cabeza le carburaba perfecto. Dibujaba apoyándose en una pelotita, después con nó sé qué electrónico, al final los dibujos se los hacía Crist, pero él le pasaba los guiones”.

“Y además jodía con la enfermedad”, agregan enseguida, como si esa, junto con la del esfuerzo, fuese una medalla necesaria. Y de a poco florecen otra vez los recuerdos.

El Colorado recuerda llevarlo a la cancha cuando ya estaba muy mal, empujando la silla de ruedas entre el gentío. Todo Central estaba al tanto de lo que pasaba, y medio mundo se detenía a saludarlo, a darle un beso, una palmadita en el hombro. El Negro se giró hacia sus amigos y les dijo que ya era una especie de Gauchito Gil (un santo pagano de la religiosidad popular). El Chelo se acuerda, casi al final, de cuando le ofreció tomar un poco de su cerveza, con una pajita. El Negro estaba en su silla de ruedas y declinó amablemente, señalando precisamente la silla y diciendo: “Te agradezco, pero tengo que manejar”. Ricardo Centurión recuerda la vez que, entre varios, tenían que bajar la silla de ruedas por una escalera. A Ricardo le había tocado sostener desde abajo y, mientras resoplaba por el esfuerzo, le tocó escuchar la voz de Fontanarrosa, divertido: “Pensá en el titular de los diarios, mañana: Fontanarrosa atropelló a un negro”.

A medida que recuerdan, sonríen y se sueltan. No sé si lo notan, pero usan el mismo código de gestos breves y cómplices que cultivaba su amigo muerto. “Unos días antes de su muerte —recuerdan por fin—, ya no podía más. Pero justo Argentina había perdido con Brasil, por la Copa América, 3 a 0. Nos invitó a su casa, porque ya no podía salir. Pero les propuso juntarse igual “a comer unas pizzas y a putearlo a Dunga”.

Ahora sí va siendo hora de irme. No porque los Galanes de la mesa de Fontanarrosa quieran dar por terminada su hospitalidad. Nada de eso, sino porque siento que la conversación, como los buenos partidos de fútbol, ha ido creciendo en intensidad hasta llegar a donde estamos.

Vuelvo a pensar en El Aleph, y en la frase final que deja Borges, cuando afirma que “Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”. Los Galanes no parecen padecer ese lento castigo del olvido.

Fontanarrosa sigue con ellos, como ellos seguirían con él si el orden de las muertes hubiese sido distinto al que se dio. Como si ciertos acuerdos de hombres, ciertos códigos modestos y rotundos fuesen un buen antídoto para demorar la molienda feroz a la que tarde o temprano nos somete el universo.

Uno de los Galanes me regala, con un pie en el estribo, un último recuerdo. Parece que una vez vino un periodista de Buenos Aires para entrevistarlo en vivo y le preguntó por su “capricho” de seguir viviendo en Rosario. Así lo llamó: capricho. Fontanarrosa lo consideró un instante. No le habló de sus códigos. Ni de esa escala de valores que incluía a su ciudad, su Rosario Central, su laburo, sus amigos. Esas son cosas que se viven, no eslóganes que se dicen. Por eso prefirió contestarle: “Bueno, fíjese que esto de vivir en Rosario es un capricho que comparto con un millón de vecinos”.

Los Galanes sonríen cuando terminan de narrar. Y alguno de ellos suelta el elogio final. Ese que los argentinos reservamos como el pináculo de la admiración. Ese que parte del absoluto pudor, de la vergüenza que nos provoca admirar mucho, completamente a alguien. Claro que, como no nos llevamos bien con el pudor, enmascaramos el elogio en el insulto. Dicho de un modo es una ofensa. Dicho de esta manera es lo mejor que un argentino puede pensar de otro argentino. La cosa es que alguno de los Galanes, sin levantar los ojos de la mesa, para que los demás no le noten la emoción, murmura “qué hijo de puta”. Y los demás, aunque no nos dé el cuero para agregar palabra, decimos para nuestros adentros: “Amén”.

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