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11 de mayo de 2005

Mi hermano y yo.

Por: Antonio Caballero.

Ninguna de las dos trata explícitamente de nosotros, sus hijos; pero los novelistas son así: traducen a la ficción lo que en la realidad han conocido en su casa.
La suya, la nuestra, no quedaba en el país de Noé, al este del edén, como la que menciona el Libro del Génesis, sino en el barrio bogotano de Teusaquillo, en el filo de la Soledad, al sur del norte y al norte del centro. Era una especie de chalet tirolés, hoy transformado en funeraria, que se estremecía al paso de los buses del trolley por la carrera 17. Una Bogotá todavía casi bucólica, con antejardines y cocinas de estufa de carbón. Allá vivíamos papá y mamá, mi hermana mayor y mi hermana menor, una vieja tía de papá que se llamaba Tita o Magolita, la vieja ama de cría de mamá que se llamaba Tata, y Luis y yo, que nos odiábamos a muerte casi de nacimiento. Papá se limitaba a tomar notas sobre el inminente desenlace sangriento. Pero mamá se preocupaba y sufría por los dos, tanto por el asesino como por el muerto, fuera el que fuera cada cual, porque nos quería a ambos. Digo mal: sufría por los tres, contando a papá. Esa frialdad de novelista en el padre de dos fratricidas no podía parecerle ni generosa ni buena, y ella era las dos cosas.
En eso no salimos a ella ni mi hermano ni yo, que siempre fuimos, por el contrario, egoístas y rencorosos. Luis heredó de mamá la miopía y el azul de los ojos. Yo sólo la miopía (y, como ven, la modestia). Pero ninguno de los dos la virtud de la justicia, ni esa largueza de alma que se llama longanimidad y lleva a perdonar sin esfuerzo las ofensas recibidas. Sacamos más del lado de papá, que decía:
-Yo olvido, pero no perdono.
Y no olvidaba casi nada, casi nunca.
¿Me odiaba más Luis a mí que yo a él? ¿O al revés? No sabría decirlo. Creo que los dos estábamos orgullosamente convencidos de odiar más que el otro, con justicia, y de ser más odiados, injustísimamente. Ha pasado medio siglo (en la época de que hablo tendríamos él y yo doce y diez años) y sigo considerando que la razón estaba de mi lado. Y no era entonces yo el único. Tita, la tía de papá que vivía con nosotros y mantenía conciliábulos de beatas con sus amigas de Adoración Nocturna de la parroquia de Santa Teresita, llegó a proponer un día que llamaran a un exorcista para que le limpiara a Luis el alma, pues era evidente que la tenía poseída por alguna potencia infernal. Las sirvientas estuvieron de acuerdo. Mis dos hermanas estaban en el colegio. No sé dónde andarían papá y mamá. Pero yo me opuse, diciendo:
-No es culpa de Luis. Es cosa de los dos.
Y nos dejaron en paz. Quiero decir: en guerra.
No defendí a mi hermano por longanimidad, virtud que, como ya dije, no tenía. Sino por interés egoísta: necesitaba un enemigo, y si desendemoniaban a Luis me iba a quedar muy solo. Porque con mis hermanas peleaba a veces, claro, pero no era lo mismo: la mayor era demasiado grande, la menor demasiado chiquita. Cuando Luis y yo peleábamos en público (quiero decir: cuando afloraba en público la incesante pelea subterránea entre los dos) mi hermana mayor nos regañaba por igual, conminándonos a que no peleáramos, y la menor se esforzaba por arbitrar, más o menos arbitrariamente:
-¡Empezó Luis!
O "¡Empezó Antonio!", daba igual. Como si esa pelea hubiera tenido alguna vez algún comienzo, o pudiera tener fin.
Ya digo que era cosa de los dos, no del demonio. Ni tampoco de índole freudiana: una pelea edípica entre rivales por el amor de la madre. Nuestro odio mutuo carecía de razones objetivas, e incluso de pretextos: se alimentaba sólo del odio del otro, de manera simbiótica y parasitaria. Tatá, que lo conocía bien, nos ponía el ejemplo de dos hermanos llamados Nicolasón y Nicolasillo, que se odiaban hasta en la sopa. Protestaba Nicolasón:
-¿Y estas sopitititas son para mí, y estas sopotototas son para mi hermano?
Pero Luis no aceptaba ser comparado con Nicolasón, el mayor de los dos. Supongo que le disgustaba esa gorda y pesada terminación en "ón". Yo, por mi parte, tampoco quería ser Nicolasillo, a causa de la ridícula terminación en "illo":
-¿Y estas sopotototas son para mí, y estas sopotititas para mi Hermano?
Y aunque ni a él ni a mí nos gustaba mucho la sopa, peleábamos a muerte por la sopa.
Oh, a muerte. sin llegar a tanto. Creo que nunca, salvo tal vez en la más tierna infancia, llegamos a agredirnos físicamente: los dos teníamos miedo de hacernos daño de verdad. No es fácil matar a un hermano, aunque desear matarlo sea lo más natural del mundo. Si hubiéramos tenido armas sin duda la cosa habría sido distinta. Pero ni siquiera el mismísimo Caín se atrevió a matar a su hermano con las manos desnudas: esperó a encontrar la osamenta de un burro muerto para arrancarle la carraca y golpear a Abel con ella.
Pero bueno: el caso es que en fin de cuentas ni yo maté a Luis ni Luis me mató. Y en cambio tal vez ese odio mutuo que durante los años de la niñez y hasta comienzos de la adolescencia nos mantuvo en un permanente estado de exaltación homicida, interrupta y frustránea, pudo servir para decidir nuestras vocaciones respectivas: la suya de pintor y la mía de escritor. Porque cuando éramos niños, en los tiempos del odio, los dos queríamos ser pintores. Pero nuestros motivos no eran los mismos. Yo quería ser pintor porque en ese entonces pintaba mejor que Luis; y él quería serlo porque aspiraba a llegar a pintar mejor que yo. Yo, por humillarlo. Él, para humillarme. Yo pintaba contra él. Él pintaba consigo mismo. Cuando entendí -fue una verdadera revelación, como la de quien se cae de un caballo en el camino de Damasco- la diferencia profunda que se concentraba en esas dos parejas de preposiciones antagónicas -"por" y "para", "contra" y "con"- descubrí que lo que de verdad me interesaba a mí era la literatura. Y dejé a mi hermano Luis pintar en paz (aunque, eso sí, criticándolo a veces). Y él me dejó escribir en paz (aunque burlándose a veces de mí). Y de ahí en adelante los dos vivimos en paz. Nos aburríamos, eso sí.