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11 de mayo de 2012

Zona crónica

Mi hoja de vida

Vivir de la poesía es más una pasión que una opción rentable. Por eso, el nadaísta Eduardo Escobar se le ha medido a hacer de todo en esta vida y escribe para SoHo un recuento de sus trabajos más absurdos.

Por: Eduardo Escobar

No puedo enorgullecerme de ser la excepción a la regla que presume que los antioqueños son la mata del trabajo. Aunque milité en el movimiento nadaísta, que predicó en los años sesenta del hiperactivo siglo XX, ahora, muerto y podrido, que el trabajo es un atentado contra la dignidad humana y que el hombre fue creado para el ocio creador, trabajé más de la cuenta, para mi gusto. O para mi disgusto. No me quedó remedio que sudar contra mi alma principesca.
Envidié siempre a los vagos en sus poltronas, a los bostezadores que rinden culto a los jergones, a los que aprendieron a quedarse quietos, a hacer nada, a lo que llaman los sofisticados el dolce far niente, a los que pueden permanecer estirados en cualquier parte con los ojos vueltos hacia adentro mientras afuera las estrellas dan vueltas ciegas en el cielo ciego y sus vecinos se desloman, agitan, transpiran, se empujan como si se dirigieran a alguna parte, y trafican, se engañan y se matan. El pintor Norman Mejía solía decir: “Perdiendo mi tiempo, gano mi vida…”.
Aprendí temprano que la palabra ‘trabajo’ viene del latín tripalium que significa ‘tortura’; que se debe discernir entre el trabajo asalariado y las labores del hombre que ejercita sus talentos en lo que más le place, no en lo que más produce, y que sabe diferenciar entre la ganancia y el beneficio. Y aprendí también que el hacha que mis mayores me dejaron por herencia, según reza con perfecta torpeza el himno paisa, tan solo cumplió un arboricidio inclemente que no vale la pena cantar puesto que acabó con los tigres de las tres cordilleras nacionales para llenarlas de simples gallinas y de muchachos: pues mis mayores, a juzgar por los resultados de los censos, cuando dejaron descansar el robusto brazo que loaron los poetas populares, se entregaron a copular, a copular, frenéticos con mis abuelas, mujeres de úteros incansables y de tetámenes sin fondo.
Siempre supe en el fondo de mi alma, aún antes de conocer a los nadaístas y de leer El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, el yerno díscolo de Marx, que los trabajos humanos conducen al fracaso y que resultan inútiles a la postre: me bastó contemplar en mis libros de Historia los desiertos y las ruinas que dejaron a su paso las razas multicolores de los hombres. Pero nací en una familia modesta, en una de esas familias en las cuales como dijo el filósofo nacemos para estudiar, estudiamos para trabajar, trabajamos para casarnos y tener hijos y tenemos hijos para morirnos, y entré temprano en el mercado de trabajo. Es muy larga y tortuosa la lista de los oficios que debí desempeñar para cosechar el pan con el sudor de mi frente, en castigo por no haber aprendido a hacerlo con el sudor del de enfrente, que al parecer es más lucrativo.
Algunos fueron educados para holgazanear sin remordimiento. Para dejar pasar las dulces lenguas de horas sobre ellos. Para gozar de los tiempos muertos. A mí me educaron para afanarme, para proyectar y para moverme. Desde la infancia se me dijo que habría tiempo de sobra para descansar en la tumba. Y que era preciso trabajar como era debido si uno quería merecer el reposo en el seno de Abraham al final de la jornada. Mientras tanto, lo mejor era moler. Es frecuente encontrar en las fondas de bandeja paisa una afirmación socarrona: “Si el trabajo es saludable, que trabajen los enfermos”. Pero debe ser el consuelo de los antioqueños a la devoradora pasión por el trabajo que dicen que los aqueja y, según es fama, constituye el rasgo dominante de su carácter.
Existen antioqueños indolentes, claro, contemplativos, dados a la haraganería, que disfrutan la vida mirándose las uñas y practican el sabio y legendario “preferiría no hacerlo” de Bartleby, el personaje inmortal de Melville. Conté con un montón de amigos poco aficionados al movimiento, a quienes admiré en secreto, y traté cuando se dejaron, sumidos en sus duermevelas, un montón de parientes lejanos y próximos ?que se dejaban llevar, de siestas largas, dados al vagabundeo de los azotacalles.
Y tanta tierra estéril por escasez de músculos, pero es tan bello fugarse los crepúsculos. Escribió el antioqueño León de Greiff. Y otro, su paisano y contemporáneo Tomás Carrasquilla, hizo un elogio de la pereza para probar que muchas veces resulta benéfica para la vida comparándola con lo que hoy llaman el emprendimiento con una palabra tan fea, además. Pero a mí la cama me pica. Y huyo de las hamacas, esos muebles de colgar, como las horcas. Cuando a veces, raramente, caigo en la tentación de aflojar los músculos en alguna, enseguida me ataca una urticaria generalizada, mi ansioso pie derecho comienza a saltar como si no me perteneciera y me lleno por dentro de imaginaciones macabras y de planes abstrusos. Y acabo por abandonarla perseguido por las recriminaciones de los espíritus tutelares de mi sangre. La inactividad no me aguanta.
Así aprendí por fuerza a hacer estuches de joyero, con cartón, terciopelo y engrudo, a trabajar la madera y a grabar el cobre. Hice lámparas como mi padre. Fui subalterno en un supermercado. Un tiempo honré mi pan con el sudor de mis pies de mensajero en un banco. Fui editor de libros y revistas y patrón de una taberna y publicitario y locutor y productor de programas de TV. Vendedor ambulante de antigüedades, vírgenes necias con los brazos partidos, apolos de antimonio desnarizorejados, relicarios con el broche trabado, sembré tomates, cultivé papas, tuve un aprisco, un apiario, un gallinero, un hato. La lista de las tareas que me conocieron el entusiasmo del principio y la resignación del balance final es tan larga que se me caen los brazos del desaliento al enumerarlas. A estas horas creo que a mi lado el legendario Beremundo el Lelo fue un simple holgazán que vivió de gorra, sin oficio ni beneficio para nadie.
Quizás un día deba arrepentirme de no haber sabido quedarme más quieto, serenamente sentado en un balcón, mirando pasar los rebaños de las nubes y papando moscas como otros seres felices y sabios. A la espera de ese pajarraco negro con un pan recién horneado en el pico que dicen los libros santos que alimentan a los que supieron suprimir en ellos las ganas de trabajar. Esas ganas de trabajar que convirtieron el planeta que nos dieron en este tumulto confuso de locos que se apresuran haciendo desiertos, envenenando cielos, transfigurando mares azules en charcas hediondas y secando ríos mientras creen que labran jardines y reconquistan la felicidad del Paraíso.
Si a la larga, larga serie de mis actividades remuneradas en oficinas y establos debo añadir las dos decenas contadas de libros editados, el millardo de notas escritas para revistas y periódicos de todas partes sobre todas las cosas habidas y las gavetas de mi escritorio de poeta a punto de reventar como morcillas, tengo derecho a estar aterrado. Pues si los teólogos tienen la razón y si cada persona deberá responder por sus palabras ante el Juez Supremo, estoy metido en un lindo problema. Mi juicio, en todo caso, no será fácil de llevar ni de resolver.

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